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Pobreza
 
CAPÍTULO III
Pobreza
El segundo rasgo característico de la vida de infancia es la pobreza. A los ojos de Santa Teresita del Niño Jesús, la pobreza espiritual tenía gran importancia. Así es que Ella le asignó sitio preferente en el corazón de los parvulitos.
Por otra parte, también lo exige así la naturaleza. Aun en casa de los ricos el niño no posee nada propio. Todo pertenece a sus padres que le dan cuanto le hace falta según sus necesidades. A ejemplo suyo, el alma que entra en la vía de infancia espiritual, debe considerarse como si nada propio poseyera.
 
I. – El espíritu de pobreza pone al alma al abrigo de la indigencia haciéndoselo esperar todo de Dios
Tal era en el pensamiento de Santa Teresita el medio más seguro de nunca jamás carecer de nada. Deducía su razonamiento de lo que ocurre entre los pobres. “Aun en casa de estos – explica ella – se da al niño cuanto necesita. Pero así que ha crecido, su padre no quiere ya alimentarle y le dice: «Ahora trabaja, que ya te bastas tú solo». Pues, para no oír eso – añade ella – no he querido crecer sintiéndome incapaz de ganar mi vida, la vida eterna del cielo. Pues yo no he podido nunca hacer nada sola. He permanecido siempre chiquitina, no teniendo otra ocupación que la de coger flores de amor y de sacrificio y ofrecérselas a Dios para agradarle.” (Consejos y recuerdos)
No se podría razonar mejor, ni más amablemente ni con mayor sabiduría. La niña de la Providencia decía no ha mucho a su Padre Celestial: “¡Nada soy; sed mi Fuerza!” Ahora añade: «Nada tengo; ¡sed mi riqueza!” ¿Cómo un padre tan bueno y tan rico como es Dios podría dejar en la indigencia, mientras los padres de la tierra, tan alejados de su divina bondad, tienen tanto gusto en escuchar los menores deseos de sus hijitos? De suerte que el alma que tiene conciencia de su indigencia, que se ve sin virtud y sin valor, incapaz de todo bien, impotente ante el menor sacrificio como ante la  menor tentación  y lo  reconoce sinceramente, no tiene mas que volverse confiada hacia Aquel cuya bondad suple todo. Un grito de su corazón, una palabra de su  boca, un gesto, una mirada bastarán: la oración más sencilla es siempre la mejor. Y el Padre que desde lo alto de los cielos mira con amor todo lo que es humilde y pequeño, vendrá en auxilio de su hijo.
De aquí resulta que el medio más seguro para éste no carecer de nada, es no poseer nada y esperarlo todo de Dios.
 
II. – Pero hay que esperarlo todo al día; y aun de instante en instante
Un padre tan sólo da a su hijo cuanto le es necesario y útil en el momento presente. De ordinario no suele ofrecerse a un niñito un pan entero, sino lo necesario para satisfacer el hambre. Asimismo, no se le pone en posesión de todo un armario de ropa blanca, sino que se le da cada día lo que necesita. Y así hace Dios para con su hijito.
Por desgracia hay pocas almas que acepten no recibir sino poco a poco y de instante en instante el auxilio de su Padre celestial. Preferirían enriquecerse de un golpe. ¡Es que gusta tanto tener reservas para el porvenir! Esto es verdad en lo mundano desde el punto de vista temporal. También lo es en muchas almas desde el punto de vista espiritual. “Quiero contar con Dios – dicen algunos, – pero quisiera también poder contar conmigo. Quisiera comprobar mis progresos, darme cuenta del bien que hago: en fin, verme a la cabeza de una verdadera fortuna espiritual, que pudiera tocar con el dedo, como se palpan hermosos escudos sonantes. ¡Que seguridad me daría esto para el porvenir!”
Pero no, éste no es buen cálculo. No es tal seguridad la que puede preservar de un solo pecado, ni dar fuerza para realizar el más ligero sacrificio, sino tan sólo la gracia de Dios. Y Dios no concede su gracia de antemano. ¿No se llama esta gracia gracia actual para significar que no es dada sino en el momento oportuno? Y es preciso, es necesario que el don sea renovado a cada instante.
“He notado muchas veces – escribe la Santa – que Jesús no quiere darme provisiones. Me sustenta a cada instante con alimento del todo nuevo. Lo hallo en mí sin saber como está allí. Creo sencillamente que es Jesús mismo oculto en el fondo de mi pobre corazón, el que obra en mí de un modo misterioso y me inspira todo lo que quiere que haga en el momento presente.” (Historia de un Alma, c VIII)
Decía también: “Tengámonos por almas pequeñitas a quien Dios debe sostener a cada instante.”
Ahora bien: esta gracia que Dios no da sino poco a poco, para mejor tenernos bajo su dependencia y obligarnos a recurrir constantemente a Él, quiere que se la pidamos, como nos la concede diariamente.
No nos enseñó a implorar el pan de todo el año, sino el pan de cada día: “El pan nuestro de cada día dánosle hoy.”
Así pensaba, así oraba Teresita:
“¡Ah buen Jesús! ¿qué importa el porvenir sombrío? Rogar para mañana... ¡yo no lo haré jamás! Conserva pura mi alma, y con tu amable sombra. Guárdame hoy no más.” (“Mi canto de hoy”)
De esta manera el alma puede practicar la pobreza espiritual, aunque esté colmada de gracias y como abrumada bajo el peso de las riquezas celestiales. Y la confesión que hace humildemente ante Dios de su indigencia, obliga, por decirlo así, a su buen Padre del cielo a abrirle más ampliamente todavía sus divinos tesoros.
 
III. – Hay que recibir y guardar los dones de Dios sin espíritu de propiedad
Sin embargo, estos tesoros, puestos en manos del niño, son siempre los tesoros de Dios. Y Dios, que es el dueño y Señor, guarda, es evidente, el derecho de volverlos a tomar. Es verdad en cuanto a los dones sobrenaturales, como consolaciones, luces, gusto e inclinación por las cosas celestiales; es verdad también en cuanto a los dones naturales, como la salud, la inteligencia, las situaciones, empleos, etc. Así el verdadero pobre de espíritu se conserva de ellos perfectamente desprendido.
“Ahora – escribía la Santa hacia el fin de su vida – he recibido la gracia de no estar más apegada a los bienes del espíritu y del corazón que a los de la tierra.” (Historia de un Alma, c. X)
Ya Job, en el antiguo Testamento, había dado un admirable ejemplo de este perfecto desprendimiento y su palabra es proverbial: “Dios me los ha dado, Dios me los ha quitado(hablaba de sus bienes, de sus hijos, de su salud): ¡bendito sea su santo nombre!” (Job I, 21)
No menos sino más bella todavía es la oración de Teresita a su Madre del Cielo :
“Todo cuanto me ha dado, Jesús puede tomarlo. Dile que no se debe molestar por mí.” (“Porque te amo, Oh María!)
Job aceptaba con resignación lo que había ordenado la voluntad divina. La Santa se anticipa a esta voluntad: no sólo se dejara ella despojar, sino que quiere que Jesús no se moleste con ella para hacedlo, que en eso no consulte sino su divino beneplácito.
Y he aquí que ya en el ejercicio de su pobreza se trasluce toda la delicadeza de su corazón de niña.
Almas pequeñitas, que aspiráis también a la perfección de la infancia espiritual; dejad, a ejemplo de vuestro amable modelo, dejad a vuestro Padre del Cielo que os enriquezca o haga como que os quiere despojar alternativamente. Que su voluntad santísima os sea más cara que todos sus dones. Así, seréis en verdad pobres de espíritu, pobres de apariencia, pero ricas en realidad. Así imitaréis al pequeñín que mira con el mismo amor a su madre cuando le pone o le quita su traje de fiestas.
Pues lo que en esto ama él no es lo que se le da o se le quita sino la mano que le da o le quita. Se siente amado. Comprende que todo es por su bien. Y esto le basta.
 
IV. Hay quepermanecer pobre toda la vida
La Santa nos ha dicho ya hablando de la humildad: “Se puede permanecer niño chiquito, aunque se llegue a una extremada ancianidad.»
Lo mismo escribió respecto a la pobreza: “En cuanto a mí, si vivo hasta los 80 años, siempre seré igualmente pobre. Yo no sé hacer economías: todo cuanto tengo lo gasto en seguida para comprar almas.” (Consejos y Recuerdos)
Pero obrando así, puede uno preguntarse que le quedará al alma al fin de la vida para comprar el cielo.
A esta objeción la Santa responde con su ingenua e infantil confianza: “¡Yo no tendré obras mías. Pues bien: Dios me dará según las obras suyas!” (Consejos y Recuerdos)
Así es que por muy extraño que esto pueda parecer a quien no ha entrado en esta vía de amorosa confianza en Dios, deseaba comparecer ante Él con las manos vacías, sin más riquezas que la humilde aceptación de su desnudez.
Estas palabras, en verdad, exigen alguna explicación.
Cuando la Santa nos dice que no tendrá obras personales que ofrecer a Dios en su último día y que desea comparecer ante Él con las manos vacías, no es que quiera enseñar la inutilidad de las buenas obras. Interpretarlo así, sería desnaturalizar su pensamiento. Su piedad, como veremos en el transcurso de este estudio, fue muy activa. No hubiera querido perder ocasión, por mínima que fuese, de practicar la virtud. Mas lo que ella hacía no era con el fin de acumular méritos en vista de la eternidad; era únicamente para agradar a Jesús a quien abandonaba todas sus buenas obras apenas terminadas, para “comprarle almas”.
Esto lo llamaba ella: jugar en el banco del amor. No era pues pereza ni despreocupación por parte suya, sino gran prudencia. Pues conociendo el corazón de Dios, no se puede dudar que la imposición no sea excelente. ¿No decía Santa Teresa de Jesús que a quien entrega a Dios un maravedí Él le devuelve cien ducados? Pero no era la esperanza de este provecho lo que guiaba a nuestra Santa. Tenía demasiado desinterés para basar en él su conducta. Pero en su filial confianza pensaba que en la última hora, Jesús al verla venir a Sí con las manos vacías, se haría Él mismo su santidad y cubriéndola con sus meritos la haría santa por toda la eternidad. Así es cómo esperaba la posesión eterna de Dios, no tanto como la recompensa de sus propias obras, cuanto de la bondad y del amor de Jesús. En cuestión de tronos y de corona no quería otra que a solo Dios.
Por lo tanto, no tenía necesidad de preocuparse en amontonar riquezas, pues estando ya su tesoro en el cielo en manos de su Padre celestial, bastaríale, para obtenerlo un día, imitar a los niños pequeñines que, seguros de la herencia paterna, se contentan con amar a su tierno padre y descansan plenamente en él, del cuidado de su porvenir.
Así es como pobreza y humildad corren parejas y caminan muy unidas a lo largo de todo el caminito. La perfección que en él se practica no consiste en crecer, sino en achicarse cada vez más; no en enriquecerse, sino en permanecer pobre. Y pobre y débil, hay que aceptar serlo; más aun: debemos complacernos en serlo hasta la muerte.
 
V. – Consecuencias de lo que precede en relación al olvido de las criaturas y de sí mismo
Un pobrecito no ocupa gran lugar en este mundo. Fuera de sus padres, pocos se ocupan de él ni le hacen caso.
Un alma pequeñita, que anda por el caminito, debe igualmente aceptar con alegría el olvido de las criaturas.
“Nada sean para mí las criaturas y yo nada para ellas – exclamó la Santa el día de su profesión religiosa. – Nadie se ocupe de mí; sea yo pisoteada, olvidada como un granito de arena.” (Historia de un Alma, c. VIII)
Cifró, pues, su dicha y su gloria en hacerse olvidar.
Fue más allá. Hízose tan pequeña a sus propios ojos, que ella misma llegó a perderse de vista. “Quiero ser olvidada – había dicho – no sólo de las criaturas, sino también de mí misma, para no tener ningún deseo, sino el de amar a Dios.”
Así se reducía a la nada. En lo cual fue la imitadora fiel de Aquel que vino a la tierra para anonadarse. Y en esto consiste la perfección de la humildad para los parvulitos; hacerse tan chiquito y tan nada que llegue uno a perderse de vista, a olvidarse siempre para no tener en el espíritu más que un solo pensamiento, en el corazón un solo deseo: el amor de Dios.
Nadie puede andar cómodamente si va cargado de equipajes; pero el que se desembaraza de todo corre con facilidad. Por eso la humildad y la pobreza disponen tan bien a un alma para caminar en pos de Jesús, que todo lo dejó no conservando mas que la cruz para subir al Calvario. Por esto podía cantar la Santa:
“¡Oh! Corazón divino, mar inmenso de ternura y amor profundo y ancho, a ti toda me entrego, nada tengo, solo un tesoro en esta vida guardo; «¡Vivir de amor!»”
 
Semillitas al Señor  
  "Así como el sol alumbra a los cedros y al mismo tiempo a cada florecilla en particular, como si sola ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa nuestro Señor particularmente de cada alma, como si no hubiera otras. (Manuscrito A, 3 r°)
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Vos obráis como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con toda sencillez mis penas y mis alegrías, como si él no las conociese... (Manuscrito C, 32)
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Puedes, por lo tanto, como nosotras, ocuparte de "la única cosa necesaria", es decir, que aun entregándote con entusiasmo a las obras exteriores, tengas por único fin complacer a Jesús, unirte más íntimamente a él. (Carta 228)
 
El Señor y los corazones...  
  ¡Ah, qué verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones!... ¡Qué cortos son los pensamientos de las criaturas!... (Manuscrito C, 19 v°)
 
El Señor Es ternura...  
  Al entregarse a Dios, el corazón no pierde su ternura natural; antes bien, esta ternura crece haciéndose más pura y más divina. (Manuscrito C, 9 r°)
 
El Señor esta siempre con nosotros...  
  cielo que le es infinitamente más querido que el primero: ¡el cielo de nuestra alma, hecha a su imagen, templo vivo de la adorable Trinidad!... (Manuscrito A, 48)
 
Santo Rosario  
   
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