CAPÍTULO I
Cómo el camino de infancia espiritual está fundado en el Evangelio y en qué consiste
Una de las verdades más consoladoras de nuestra santa religión, es que el bautismo, regenerándonos, nos ha comunicado la vida divina y hecho de nosotros hijos de Dios.
“Ved – dice San Juan – cuán grande es el amor que Dios nos ha demostrado queriendo que seamos hijos suyos no solo de nombre, sino en realidad.” (1 Io. III, 1)
Esta idea de la filiación divina es como el fundamento de nuestras relaciones para con Dios en la ley de gracia. El Evangelio está saturado de ella desde el principio hasta el fin. Nuestro Señor insiste sin cesar sobre esta idea. Cuando habla de Dios, ya sea en particular a sus apóstoles, o ante las turbas, no le da otro nombre sino el de Padre. Así es como en sólo el sermón de la montaña en San Mateo, esta expresión se lee hasta diez y seis veces.
La Santa Iglesia no pasa por alto este hecho conmovedor y en el Pater de la Misa tiene cuidado de hacer notar que si se atreve a emplear este nombre de Padre hablando con Dios, es porque “Dios mismo le ha dado el saludable precepto y le ha enseñado a hacerlo.” Eso, afirma ella, es lo que le inspira la audacia de decir; “Padre nuestro que estas en los cielos, etc.”
No es, pues, posible dudarlo; Dios se nos presenta como Padre de la gran familia cristiana y quiere que cada uno de nosotros, no sólo orando, sino en toda ocasión, se considere y obre como hijo suyo.
I. – Qué Padre es Dios para nosotros
Pero prácticamente, ¿qué idea debemos formarnos de este Padre de los Cielos?
¿Será preciso que al atribuirle tan bello nombre, le neguemos lo que aquí en la tierra da a los ojos del niño mayores encantos a un padre: es decir, esa ternura atenta, solícita y vigilante, ese cuidado, desvelo y delicadeza por todo lo que interesa al bien del niño y aquella paternal bondad que rebosando de un corazón amante se manifiesta en toda circunstancia en miradas, palabras y gestos?
¿Y sería necesario, a causa del respeto que le debemos, representarnos a nuestro Padre del Cielo como un ser lejano, tan lejano que está casi inaccesible, impasible en el seno de su gloria y tan por encima de nosotros por su majestad que apenas si, por compasión, tolera que le demos el nombre de Padre, hacia el cual tanta grandeza y distanciamiento le harían como insensible?
¡Lejano nuestro Padre del cielo! ¡Mas como lo sería puesto que de Él tenemos la vida, el movimiento y el ser! (Act. XVII, 28) Basta la sola razón para afirmarlo. Pero la fe va más allá. Esta nos enseña que por la gracia del bautismo, la Santísima Trinidad como tal habita en nuestra alma como en un santuario, que Dios está en nosotros cual padre amante en la casa de su hijo. “Si alguno me ama, ha dicho Jesús, mi Padre también le amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada.” (Io. XIV, 23)
Estando tan cerca de nosotros y siempre tan presente a nosotros mismos, siendo al mismo tiempo el Amor Infinito y la Infinita Bondad, ¿cómo podría nuestro Padre celestial ocuparse de nosotros tan solo de una manera distraída y negligente? La verdad es que su Providencia paternal se extiende hasta los menores detalles de nuestra vida. Ha contado todos los cabellos de nuestra cabeza y ni uno caerá sin su consentimiento.
Hay más. Todo aquello que a los ojos del niño hace el encanto de un padre, antes de hallarse en el corazón de los hombres tiene su origen en el Corazón de Dios, y los padres aquí abajo si son tan buenos para con sus hijos es porque Dios puso en ellos como una centellita de su propio amor y un destello de su inefable bondad. Digo centellita, destello. Mas, ¿qué es una centella en comparación de una hoguera? ¿Qué un pálido reflejo comparado con el Sol? Y ¡qué viene a ser un corazón creado, que es el corazón de la más excelsa criatura al lado del Corazón de Dios!
Si se objeta que siendo Dios, nuestro Padre celestial, no tiene la misma manera que los hombres, de manifestar su cariño, respondo que Dios se ha hecho Hombre también para podernos amar con un corazón de hombre; que ni la muerte ni la Resurrección han quitado nada a su humana bondad. Es hoy en el Cielo y en la Eucaristía lo que era en los días de su vida mortal, siempre mansísimo, siempre muy amable y bueno, siempre compasivo e infinitamente deseoso de la felicidad de sus hijos de la tierra.
En el Hombre-Dios, ni la divinidad disminuye los encantos de la santa Humanidad, ni altera ésta los atributos de la divinidad. Por eso la idea que debemos formarnos de nuestro Padre celestial es no sólo la del más amoroso y tierno de los padres de la tierra, sino la de un padre infinitamente mejor todavía, siempre dispuesto a poner a nuestra disposición en el ejercicio de su Providencia, su omnipotencia y Sabiduría al servicio de su Amor.
II. – Qué Hijos debemos ser nosotros para con Dios
Tal es nuestro Padre celestial para con nosotros. Pero nosotros, hijos suyos, ¿cómo debemos portarnos para con Él? Pues en una misma familia no todos los hijos se parecen entre sí. Los hay mayores y chiquitos; los hay que según sus necesidades o su temperamento, viven lejos o cerca de su padre, que recurren a menudo o rara vez a él, con más o menos sencillez y confianza.
¡Pues bien! Dios quiere que nos portemos con Él no como mayores, sino como muy chiquitines, como parvulitos; sicut parvuli.
La expresión es de Nuestro Señor mismo y la emplea en el Evangelio con una insistencia conmovedora:
“En verdad os digo que si no os volvéis y hacéis como niños pequeñitos no entraréis en el reino de los cielos.” (Mat. XVIII, 3)
“Dejad que los niños se acerquen a mi y no se lo impidáis, pues de ellos y de los que se les parecen es el reino de los cielos.” (Mc. X, 14)
“Aquel de entre vosotros que fuere el mas pequeñito, ése será el mayor.” (Lc. IX, 48) Etc., etc.
Además, en toda circunstancia confirmó su palabra con su conducta, y nadie, por poco que haya leído el Evangelio, ignora cuanto le gustaba verse rodeado de niños, acercarles a su Corazón y bendecirlos. Así de todos modos, con palabras y con actos demostró su predilección hacia los niños, no sólo para los que lo son por naturaleza, sino también para aquellos que se hacen niños por la gracia. Pues los asimiló unos con otros, confundiéndolos en un mismo amor. Si amó tanto a los niños de Judea es porque a sus ojos simbolizaban la infancia espiritual; y recíprocamente, si la infancia espiritual le es tan agradable y tan cara es porque se le representa toda adornada de los encantos de la infancia natural: “Dejad que los niños se acerquen a mí y no se lo impidáis, pues el reino de los cielos es para ellos y para los que a ellos se asemejan.”
Ahora bien: “cuando un maestro desarrolla una Iección en formas variadas, ¿no quiere dar a entender, por medio de la multiplicidad y variedad de formas de enseñanza, que tiene para dicha lección singular cariño? Se afana tanto en inculcarla a los discípulos, porque anhela que la aprendan en virtud de una u otra forma. Luego el Divino Maestro – habremos de deducir – ponía especial empeño en que supiesen sus discípulos que la infancia espiritual es condición necesaria para alcanzar la vida eterna.” (Benedicto XV al proclamar heroicas las virtudes de Santa Teresita del Niño Jesús)
No hay pues que dudarlo. El hacerse niño en la vida espiritual es corresponder a la voluntad bien significada y a los más caros deseos del Corazón de Nuestro Señor.
III. – Qué es entrar en el caminito de infancia espiritual
Tal es precisamente el fin del “caminito” de Santa Teresita del Niño Jesús. Entrar en él, no es otra cosa sino tomar interiormente los modos de pensar y obrar de los parvulitos y conducirse en todo para con el Padre celestial cual ellos se conducen con su padre de la tierra. Es transportar al dominio sobrenatural del alma los rasgos de la infancia y vivir bajo la mirada de Dios como viven los niñitos aquí abajo a nuestra vista.
Esta simple definición permite ya que comparativamente nos formemos una idea bastante clara y precisa del “caminito”.
Lo que en primer lugar caracteriza al niño, es su pequeñez y debilidad, su pobreza y sencillez. ¿Qué es, en efecto, por si mismo? ¿Qué puede? ¿Qué posee? Nada o casi nada. Así que no tiene otro recurso sino el auxilio que le viene de sus amados padres. Abandonado a sí mismo todo le falta. Con ellos está seguro de no carecer de nada. De ahí nace en su corazón un sentimiento de absoluta confianza que le lleva inconscientemente a descansar con sencillez en ellos de todo cuanto le concierne. Vive, pues, sin preocupación ni temor, del todo entregado a sus cuidados. Es el abandono.
A la confianza de este pequeñito ser tan querido, los padres responden con una solicitud de todos los instantes y una atención continua para desviar de él todo cuanto le sea perjudicial y procurarle cuanto puede serle útil o agradable. Pero él no es ingrato. También quiere a su manera corresponderles, y su modo es sencillísimo. Es al mismo tiempo tan excelente que basta para compensar ampliamente a sus padres de todas sus bondades. No puede, ni sabe otra cosa sino amar. Pero ama sin rodeos sencillamente, ingenuamente, con todo su corazón. Y puede decirse que toda su ocupación es amar.
Hacerse igualmente pequeño, débil y pobre delante de Dios, ir a Él con toda su alma por una confianza ilimitada y entregarse a él con total abandono: por fin y sobre todo amarle, prodigarle todo el amor de que uno es capaz, no dejar escapar voluntariamente ninguna ocasión de testimoniarle que se le ama; es así como deben vivir los hijos de Dios aquí abajo.
Y a vivir así convida Santa Teresita del Niño Jesús a todas las almitas deseosas de marchar en pos de ella en su caminito.
De lo único que se trata y lo que deben ellas hacer es revestir los rasgos de la infancia y vivir la vida de los niños.
Ya dijimos cuales son estos rasgos de la infancia: con la pequeñez y debilidad, la pobreza y sencillez.
En cuanto a la vida del alma de un parvulito, se concentra toda entera en la confianza, el amor y el abandono.
El estudio de estas diferentes virtudes, nos hace penetrar en el secreto del caminito.