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El Celo
 
CAPÍTULO VIII
El Celo
Cuando el fuego prende en el interior de una casa, consume rápidamente todo cuanto está a su alcance, y, creciendo su ardor con lo que devora, el espacio a que estaba reducido llega a ser pequeño para contenerlo. Entonces por las ventanas cuyos vidrios estallan, por el techo que se rompe, por las grietas hechas en las paredes que se derrumban, se ven brotar las llamas y lanzarse sobre las casas vecinas para devorarlas a su vez. Así ocurre a veces que una sencilla chispa produce un inmenso incendio.
De la misma manera, cuando el amor divino se enciende en un corazón, no es al principio más que un poco de fuego bajo la ceniza. Poco a poco se acalora, se inflama, llega a ser un hogar ardiente, que al cabo de algún tiempo, trata de dilatarse y extenderse: entonces brota hacia fuera.
Son primero débiles chispas; después, verdaderas llamas. Estas chispas y estas llamas de amor, son el celo. Porque el celo es para el amor lo que la llama al fuego: la prueba de su ardor.
Se puede, pues, afirmar que Santa Teresita ha debido ser devorada por el celo, puesto que estaba consumida por el amor. Y verdaderamente ha sido así. Alma eminentemente apostólica y verdadera hija de santa Teresa, ha mostrado un ardor extremo por la salud y santificación de las almas, dando en esto como en todo lo demás, un admirable ejemplo a las pequeñas víctimas del Amor Misericordioso que tiene por misión arrastrar en pos de sí. Que éstas no se figuren haber llegado al término del “caminito” ni a la perfección del amor mientras que el celo no haya prendido, como una llama, en su corazón.
Porque no se sabría amar sinceramente a Dios, ni con mayor razón, amarle ardientemente, sin desear que sea conocido, amado y glorificado por todos los hombres: sin sufrir por ver su nombre ultrajado, su amor despreciado y que los padecimientos de Jesucristo sean inútiles para tantos pecadores.
Del mismo modo no se puede amar verdaderamente al prójimo sin que se sienta un vivo dolor a la vista de los desgraciados que todos los días caen en el infierno. Porque su desgracia hace estremecer cuando se comprende. Y en la tierra forman legión los que viven actualmente en peligro de condenación inminente.
Pero cuando se trate de Dios o del prójimo, no bastan los sentimientos generosos: el amor se prueba por las obras, y aquí la obra propia del amor es el celo.
No insistamos sobre este punto. El “caminito” es un camino todo de amor, que no tiende mas que al amor y que saca todo su valor del amor. Es extremadamente importante que las almas que a él se alisten, aparten de sí todo lo que puede ser obstáculo a la divina caridad. Esta no tiene mayor enemigo que el egoísmo, el cual, encerrado dentro de uno, sólo piensa en sí, en su placer y en su interés. Hay una falsa piedad: la piedad toda apariencia de aquellos de quienes habla el Apóstol, que buscan sus conveniencias y no los intereses de Jesucristo (Filipenses II, 21), la piedad a base del egoísmo. Cuando este egoísmo arraiga en un alma, malea el amor en el corazón y lo corrompe, del mismo modo que el gusano daña el fruto en el cual entra. Funesto para todas las almas, el egoísmo sería mortal para la virtud de un alma pequeña víctima del Amor misericordioso. Es preciso que se preserve de él cuidadosamente, o que, si le alcanza, se desprenda de el a toda costa. No hay medio más eficaz para esto que el ejercicio del celo que obliga a salirse de si mismo y a olvidarse para el servicio le las almas.
Así se muestra el celo, a la vez como salvaguardia y fruto del santo amor.
Es verdaderamente providencial que la primera de las pequeñas víctimas de amor, la que debía abrir el camino a las demás y servirles de modelo, haya sido un alma tan celosa. Veamos, pues, en qué fuente ha bebido su celo y de que manera lo ha ejercido. Desde este doble punto de vista, su manera de obrar es característica, y las “almas pequeñitas” sacarán un inmenso provecho imitándole.
 
I. – La fuente del celo
Se puede decir que el celo de la Santa nació en cierto modo y creció con ella.
El amor divino – dice – habíala prevenido desde su infancia, y por esto desde muy niña amaba a las almas, deseaba su salvación, y, para obtenerla, recurría a las más ingeniosas prácticas que le sugería su ingenua piedad. Desde la edad de tres años se contaban por centenares sus pequeños actos de renunciamiento y sus sacrificios.
Pero fue hacia los trece años cuando recibió su gran gracia de apostolado. Lo ha contado extensamente en la historia de su vida. Era un domingo al terminar la Misa. Al cerrar su libro, una estampa que representaba a Nuestro Señor en la cruz se deslizó un poco hacia fuera de las páginas, no dejando ver más que una de las divinas manos, atravesada y sangrienta.
Sólo es un pequeño detalle. Quizá había mirado cien veces aquella misma mano sin impresionarse de tal manera. Pero aquel día una gracia penetrante y fuerte desciende a ella y remueve hasta las profundidades de su alma.
“Partióse mi corazón de dolor al contemplar aquella sangre preciosa que caía al suelo sin que nadie se apresurase a recogerla, y resolví permanecer siempre en espíritu al pie de la cruz para recibir el divino rocío de la salvación y esparcirlo después en las almas. Desde aquel día el grito de Jesús moribundo: TENGO SED resonaba a cada instante en mi corazón y lo encendía en un ardor vivísimo, hasta entonces para mi desconocido. Quería dar de beber a mi Amado: sentíame yo también devorada por la sed de almas y a todo trance quería arrancarlas de las llamas eternas.” (Historia de un Alma, c. V)
Ya se ve: del amor de Jesús crucificado nació el celo de nuestra Santa. Lo que la inclina hacia los pecadores no es tanto el pensamiento de su desgracia como la vista del dolor de Él. Cierta mente, su corazón compasivo, animado de una ardiente caridad, no sabría permanecer insensible ante el infortunio de las almas réprobas. Pero lo que ante todo veía en los pecadores era que son desgraciados ingratos que ofenden a Dios, que no le aman y que si llegan a condenarse le odiarán eternamente, haciendo así inútiles la sangre y los sufrimientos del Salvador del mundo. Lo que más la aflige es pensar que de su corazón no brota y tal vez no brotará nunca un acto de amor para el Dios que tanto les ha amado. Entonces, su razón de ser y toda su vida se le muestran con una luz viva, que ella traduce con estas palabras: “Sólo una cosa debemos hacer aquí abajo: amar a Jesús y salvarle almas para que sea amado.” (Carta 6 a Celina)
Tómese bien en cuenta esta expresión: amar a Jesús y salvarle almas para que le amen. He aquí un celo que no proviene solamente del amor; tiende también y se vuelve por completo hacia el amor: “¡salvémosle almas para que le amen!”
Ya habíamos hecho una advertencia semejante a propósito de las demás virtudes de la Bienaventurada. Pero aquí admira particularmente.
Ahora se conoce la fuente de su celo. Es fácil deducir de ella los rasgos más salientes. Nacido del amor de Jesús, su celo es puro como su amor. Ninguna humareda se mezcla al brillo de su llama.
De un hogar tan ardiente deben salir también inmensos ardores; pues el amor de Jesús es noble, dice el Autor de la “Imitación”, y conduce a grandes cosas: se apresura y no quiere dejar perder ninguna ocasión de darse a conocer por obras. Pero escuchemos a “Teresita”: “No tenemos más que el único día de esta vida para salvar almas y dar así a Jesús pruebas de nuestro amor.” “Aprovechemos las menores ocasiones para darle contento: no le neguemos cosa alguna. ¡Tiene tanta necesidad de amor!” Para aprovechar este único día de la vida presente, salvar mayor número de almas y ganar a Jesús mayor número de corazones, quisiera multiplicar sus trabajos y sufrimientos, acumular las funciones más sagradas, tener todas las vocaciones. Quisiera ser sacerdote para dar almas a Dios, doctor para iluminarlas, misionera para recorrer la tierra, anunciar por todas partes el Evangelio, y obrar así, no solamente durante algunos años, sino hasta la consumación de los siglos.
Esta es otra característica de su celo: la inmensidad, mejor dicho, la universalidad de los deseos. Diríase que, como san Pablo, lleva en sí la solicitud de todas las iglesias. Lleva más todavía, porque guarda en su corazón todos los deseos del corazón de Jesús, no solamente los que deben realizarse en el presente, sino aun aquellos que se relacionan con el más lejano porvenir. Aspira a hacer bien hasta el fin del mundo.
¡Sueño quimérico parece! ¡Ambición irrealizable! Porque, a juzgar por el ordinario curso de las cosas, ¿cuántas almas podrá alcanzar desde el fondo de su Carmelo, durante el corto tiempo de su breve existencia? Pero su celo responde que todo es posible para el amor y que una gran confianza triunfa de todo. Por esto espera y está segura que sus inmensos deseos se cumplirán.
Conocida es su profecía que los acontecimientos han realizado tan magníficamente hasta el presente. Fue pocos días antes de su bienaventurada muerte. “Presiento – dijo entonces – que la misión mía va a empezar, la misión de hacer amar a Dios como yo le amo... de enseñar mi caminito a las almas. QUIERO PASAR MI CIELO HACIENDO BIEN EN LA TIERRA. Esto no es imposible, puesto que en el seno mismo de la visión beatífica los Ángeles velan por nosotros. No, no podré descansar hasta el fin del mundo. Mas cuando el ángel haya dicho: ¡Ya no habrá mas tiempo! entonces descansaré, podré gozar, porque el número de los escogidos estará ya completo.” (Historia de un Alma, c. XII)
Este celo increíble que ensancha su horizonte y extiende sus esperanzas hasta el infinito, es el término natural del caminito de infancia espiritual. Porque hay que ser un pequeñuelo para tener la osadía de llevar la confianza hasta ese extremo. Solamente un hijo de Dios puede dejarse llevar a deseos “mayores que el universo” y esperar que estos deseos serán no solamente colmados sino excedidos en mucho. Concebirlos tan vastos es labor de la confianza. Pero realizarlos no corresponde más que al amor. Santa Teresita va a enseñárnoslo.
 
II. – El ejercicio del celo
Fuera de la predicación de la palabra de Dios, reservada a los sacerdotes, hay dos medios principales de apostolado que están al alcance de todas las almas de buena voluntad: la oración y el sacrificio.
Santa Teresita no dejó de emplear uno y otro. Sabía toda la eficacia de la primera. Veía en la oración la palanca misteriosa e irresistible que ha servido a los santos de todas las edades para levantar al mundo. Pensaba, en su sencillez confiada, que a menudo “el Creador del universo está aguardando la súplica de un alma pequeñita para salvar una multitud de otras, rescatadas como ella al precio de la sangre divina.” (Carta 12 a Celina) Por esto, su oración era continua aunque comúnmente árida. Se conoce uno de sus modos de orar por los pecadores. Consistía – lo hemos visto – en permanecer al pie de la Cruz y recoger la sangre que mana de las llagas del Crucificado, para ofrecerla a Dios en expiación y esparcirla sobre las almas como un rocío purificador.
Tanto como a la oración recurría al sacrificio. El sacrificio es, en efecto, la base de la Redención, porque no hay remisión para el pecado sin efusión de sangre. (Hebreos IX, 22) Los santos de todas las edades lo han comprendido así, y no se encontraría un hombre apostólico ni un convertidor de almas que no haya sido hombre de sacrificio y de penitencia.
La Santa no lo ignoraba. Sabia que “desde que el Rey del cielo levantó el estandarte de la cruz, a su sombra es donde todos deben combatir y conseguir la victoria”. Porque, al mismo tiempo que el amor hacia las almas, Jesús había infundido en su corazón el amor hacia el sacrificio. Este buen Maestro le había hecho comprender que le daría almas por la cruz, “y cuántas más cruces encontraba, más aumentaba su amor por el sufrimiento.” (Historia de un Alma, c. VIII) Sabemos hasta qué punto llevó la pasión del sacrificio y fue un alma inmolada.
Sin embargo, no es éste el rasgo distintivo de su apostolado. Santa Teresita fue apóstol sobre todo por el amor.
Otros santos han sido, como ella, almas de oración, y algunos han llevado más lejos que ella la práctica de la penitencia. Ella quiso triunfar sobre todo por el amor. El amor fue su arma preferida. No se puede decir más claramente que ella lo ha hecho: “Con la espada del amor, expulsaré a los extraños del reino. Haré proclamar a Jesús Rey de todos los corazones.” (“oración a Santa Juana de Arco”) ¡Extraña espada en verdad! Arma pacifica si se quiere, pero arma irresistible que saca toda su fuerza de la suavidad, que aplaca a Jesús por caricias y lo desarma haciéndole sonreír:
“Lanzar flores, Jesús, esa es mi arma:
Cuando quiero luchar para salvar pecadores.
La victoria es mía: siempre te desarmo
¡Con mis flores!” (“Lanzar flores”)
 
Es significativa, sobre todo, una palabra. El amor triunfa de Jesús “desarmándole”, es decir, haciendo caer de sus manos las armas con las cuales su justicia quería herir a los pecadores.
Hay otra manera de salvarlos: es ofrecerse para recibir los golpes que con sobrada justicia han merecido; y ya vimos que así lo hacen las almas generosas que se consagran a la justicia divina. Pero las pequeñas víctimas tienen el recurso que les viene de su titulo de niñas. Conquistan a Jesús por el amor con caricias, decía la Santa. Comienzan por hacerle sonreír, le cautivan lanzándole flores y, una vez dueñas de su Corazón, ningún trabajo les cuesta arrancarle sus armas. El amor les da a sus ojos el dominio de una reina en el corazón del rey. Así ocurre que lo que la fuerza no hubiera podido conseguir, la dulzura lo consigue y el amor triunfa allí donde la expiación sola hubiera sido impotente.
Así es como la “reinecita” obtiene ahora del Rey de los reyes el perdón de los mayores culpables. Porque, ¿Cómo explicar, si no es así, las gracias innumerables de conversión y de salvación atribuidas al poder de su intercesión? Ni sus penitencias, si se las considera en sí, ni su misma oración parecen poder dar una explicación plausible. Solo el amor basta para explicarlo todo. “Teresita” se ha apoderado a fuerza de amor del corazón de Dios y ahora Dios no puede negarle nada: “No le he dado nunca más que amor – pudo decir. – ÉI me devolverá amor.” Y añadir: “Le conquisté con caricias y por esto seré allá tan bien recibida.” (Historia de un Alma, c. XII)
Ahora sería la ocasión de volver a recordar a que precio de amor tierno, delicado, solicito, generoso, ardiente, filial – sobre todo filial – la humilde niña ha conquistado el corazón de su Padre del cielo; porque todo en su vida como en su espiritualidad se encadena con admirable armonía. Y no se puede comprender en particular lo que aquí se dice de su celo si no se ha penetrado la profundidad y la delicadeza de su amor de Dios o más bien de su vida toda amor que obtiene amor de todo y todo lo transforma en amor: las penas, los sacrificios y las mismas alegrías; ni si se pierden de vista estas palabras que proyectan una luz tan resplandeciente sobre su vida de aquí abajo y sobre su misión en el cielo: “En el corazón de la Iglesia, Madre mía, YO SERÉ EL AMOR...  Mis hermanos trabajan por mí, y yo, pobre niñita, permanezco junto al trono real: AMO por los que combaten.” (Historia de un Alma, c. XI)
El mismo lugar y las mismas armas se ofrecen a todas las pequeñas víctimas del Amor misericordioso y grandes triunfos les esperan también si, uniendo la oración al sacrificio, no cesan de inmolarse y sobre todo de amar; si, como Santa Teresita y a su lado, en el corazón de la Iglesia su Madre, “llegan a ser amor” y pasan su vida haciendo obras de amor.
Semillitas al Señor  
  "Así como el sol alumbra a los cedros y al mismo tiempo a cada florecilla en particular, como si sola ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa nuestro Señor particularmente de cada alma, como si no hubiera otras. (Manuscrito A, 3 r°)
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Vos obráis como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con toda sencillez mis penas y mis alegrías, como si él no las conociese... (Manuscrito C, 32)
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Puedes, por lo tanto, como nosotras, ocuparte de "la única cosa necesaria", es decir, que aun entregándote con entusiasmo a las obras exteriores, tengas por único fin complacer a Jesús, unirte más íntimamente a él. (Carta 228)
 
El Señor y los corazones...  
  ¡Ah, qué verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones!... ¡Qué cortos son los pensamientos de las criaturas!... (Manuscrito C, 19 v°)
 
El Señor Es ternura...  
  Al entregarse a Dios, el corazón no pierde su ternura natural; antes bien, esta ternura crece haciéndose más pura y más divina. (Manuscrito C, 9 r°)
 
El Señor esta siempre con nosotros...  
  cielo que le es infinitamente más querido que el primero: ¡el cielo de nuestra alma, hecha a su imagen, templo vivo de la adorable Trinidad!... (Manuscrito A, 48)
 
Santo Rosario  
   
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