CAPÍTULO VI
El amor (continuación).
El Divino ascensor. – La ofrenda al Amor misericordioso de Dios
Cuando un alma ha practicado con una generosidad sin desfallecimientos y una delicadeza siempre despierta lo que acabamos de decir tocante al ejercicio de la caridad, parece que debía llegar al mismo tiempo a la perfección del amor.
Pero este divino amor que tiene exigencias increíbles, tiene necesidades todavía mayores. Por más que haga un corazón de santo por darse, abnegarse y prodigarse sin medida, jamás se ve satisfecho. Jamás dice: Basta. De por sí ya tan grande, aspira a agrandarse, por decirlo así, hasta el infinito.
Las energías del amor creado no le bastan ya. Demasiado coartado en sus límites humanos, trata de salir de ellos para perderse en el abismo sin fondo del Amor eterno.
Pero aquí ya no es la criatura a quien le toca obrar. Es preciso que su acción desaparezca ante la del Omnipotente.
En el “Caminito” de infancia, este punto de vista de la acción divina en el alma es muy importante. No es que esta doctrina sea particular a nuestra Santa, siendo como es tan antigua como la doctrina de la gracia. Pero lo nuevo es la manera de presentárnosla, es la aplicación tan oportuna que de ella hace para las almas pequeñitas, dándoles así a todas, hasta las más débiles, el medio de llegar hasta las más altas cimas del divino Amor. Es lo que puede llamarse la teoría del Ascensor Divino, la cual, como toda teoría bien comprendida, lleva consigo una aplicación práctica que es el acto de ofrenda de si misma, como victima de holocausto al Amor misericordioso de Dios.
I. – El ascensor divino
Para comprender lo que va a seguir, son antes necesarias algunas explicaciones preparatorias.
Todas las virtudes sobrenaturales tienen su fuente primera en Dios, y su gracia es la que en el bautismo deposita los gérmenes de aquéllas en nuestras almas. Estos gérmenes sólo piden expansionarse y hacerlas crecer hasta su completo desarrollo; tal es el fin de la vida cristiana. El cristiano es perfecto cuando ha alcanzado la perfección de todas las virtudes.
Ahora bien; las virtudes crecen en nosotros de dos maneras: ya sea por nuestros esfuerzos, ayudados de la gracia, o bien por un puro efecto de la liberalidad de Dios obrando directamente en el alma. La primera exige mucho tiempo; la segunda, muy poco. Pues todo es posible a Dios y su acción no está subordinada al tiempo como la nuestra. Así pudo, desde el instante en que la creó, enriquecer el alma de su Santísima Madre de una plenitud de gracias y de virtudes a la cual jamás podrán acercarse ni los Ángeles ni los santos. Así también, un instante le bastó al Espíritu Santo para transformar los Apóstoles en hombres nuevos y hacer de aquellos tímidos e ignorantes, almas de fuego y luz, de indomable valor.
Es evidente que pensando en esta acción maravillosa y omnipotente de la gracia escribiera Santa Teresita: “Creo que Dios no necesita años para realizar su obra de amor en un alma; un rayo de su Corazón puede en un instante hacer abrir su flor para la eternidad.” (Carta 6 a su hermana Celina)
Estas palabras merecen que nos detengamos a meditarlas, pues ellas demuestran que, a juicio de la Santa, la obra de nuestra santificación esta en las manos de Dios antes que en las nuestras y que su éxito depende de él más que de nosotros, puesto que ella llama a esto: “su obra de amor”. Sin duda que también es obra del alma. Conocemos ya bastante los sentimientos de Santa Teresita en este asunto para no dudar de ello. Sabemos hasta dónde, en lo que le concierne, Ilevó la generosidad, la delicadeza, el espíritu de renunciamiento y de sacrificio en la práctica de un amor siempre ocupado en olvidarse por Dios. Pero aunque “desde la edad de tres años no le hubiese rehusado nada” (Consejos y Recuerdos) no se apoyaba ni en sus buenas obras ni en sus presentes disposiciones para llegar a la plenitud del amor. Sólo contaba con Dios.
Cuando teniendo en el corazón “el deseo de llegar a ser una gran santa, se vio por vez primera al pie de la elevada montaña de la santidad”, comprendió que siendo la flaqueza y la misma impotencia, “era demasiado pequeñita para subir por la ruda escalera de la perfección.” (Historia de un Alma, c. IX) Sin desalentarse, pues sabía “que Dios no inspira deseos irrealizables”, se puso inmediatamente en busca de “una senda del todo nueva, muy recta, muy breve, para ir al cielo”. Pensando entonces en aquellos ascensores que se ven en las casas de los ricos, soñó también para sí misma con un “ascensor” celestial. Pero ¿en dónde encontrar este ascensor misterioso? Buscó en los libros sagrados; rememoró sus recuerdos, y le vino sin duda el pensamiento de aquella escena patética y tierna, que describe en alguna de sus páginas, de un niño pequeñín al pie de una escalera que quiere subir, mas sin poder lograr, tan chiquitín es, alcanzar siquiera la primera grada. Entonces llama, grita, se agita; óyele su madre y baja; le toma en sus brazos y le lleva... Los brazos de la madre, tal es el ascensor del pequeñín. Pues bien: los brazos de Jesús serán el ascensor de Teresita...
Pues Jesús es más tierno que una madre. Él es la Eterna Sabiduría. Y esta misma sabiduría ha dicho: “Si alguien es pequeño, que venga a mi”, y también: “Así como una madre acaricia a su hijo, yo te consolaré, te recostaré y te meceré en mi regazo.”
Y en esto, creemos nosotros, consiste la principal originalidad del “Caminito” de infancia y lo que constituye un “caminito nuevo, muy breve y muy recto” para llegar a la perfección; ponerse entre las manos de Dios, y a fuerza de confianza, de amor y de abandono, hacerse llevar por Él, por medio de una perfecta correspondencia a la gracia, hasta las más altas cimas de la caridad. Así Dios es quien lo hará todo. En cuanto al alma, no hará más que ser dócil a los movimientos interiores que le imprima su divino portador y no tendrá más preocupación que la de amarle. Se empleará sencillamente en contentarle mientras la lleve en sus brazos omnipotentes. Sin embargo, es preciso advertir que no podría agradarle si se durmiese en un quietismo indolente.
El sueno del alma en los brazos de Dios no excluye la vigilancia. “Duermo, pero mi corazón vela” (Cant. V, 2), dice la Esposa en el Libro de los Cantares. Duermo: es el abandono; mi corazón vela: es la parte de actividad del alma y su correspondencia a la gracia. Hasta en el grado mas elevado del abandono subsiste esta actividad. No basta entregarse una vez por todas a la acción divina. Como esta acción se ejerce de continuo, es preciso aportar también una cooperación continua.
Era necesaria esta advertencia para evitar errores de interpretación. Pero hecha esta reserva, es exactísimo decir que cuando un alma ha tomado sitio en el “Ascensor divino”, la única cosa que su Padre celestial exige de ella es que se entregue sin reserva a su amor para que la consuma enteramente, como también sin resistencia a su Providencia para que pueda conducirla libremente. El alma se entrega al amor ofreciéndose a él como víctima; se entrega a la Providencia estableciéndose en un total abandono.
II. – La ofrenda como victima de holocausto al Amor misericordioso de Dios
Así es como la ofrenda al Amor misericordioso de Dios y la vida de abandono forman como el fin o consecuencia natural de la vida de infancia espiritual.
Tal vez no sea inútil hacer primero notar que esta ofrenda, con todas sus consecuencias, no es en el “caminito” algo accesorio o complementario que puede o no añadirse a lo restante, pero que no tiene al fin sino una importancia secundaria. Representa, por el contrario, a los ojos de Santa Teresita del Niño Jesús y según sus decires, “el fondo mismo de los sentimientos de su corazón” (Historia de un Alma, c. XI); resume toda su “pequeña doctrina”; es el “sueño mas consolador de su vida”.
Tales son las expresiones que ella emplea cuando al principio del tercero y último manuscrito que termina la Historia de su alma, aborda el asunto que aquí tratamos.
1. Cómo fue impulsada Santa Teresita a hacer este acto de ofrenda
¿Por qué motivo fue atraída Santa Teresita del Niño Jesús a ofrecerse como víctima de holocausto al Amor misericordioso de Dios? Fue, a no dudarlo, porque el Maestro interior, Jesús, que ama revelarse a los pequeños y humildes, le enseñó Él mismo este secreto de perfección.
Mas es fácil seguir en la “Historia de un Alma” la trama del trabajo interior que tan rápidamente la condujo a este extremo. Es, como todo cuanto Dios hizo en ella, obra del amor.
Dos grandes amores, en efecto, el que ella sentía por Dios y el que conocía bien que Dios tenia por ella, uniéndose en su corazón e inflamándose uno por otro, excitaron primero en ella un ardiente deseo de quedar toda transformada en amor para poder volver a Jesús amor por amor, es decir, para amarle si fuera posible tanto como se veía amada de Él.
De ahí nació aquel su primer deseo de nunca jamás rehusarle nada, de echarle siempre las flores de los pequeños sacrificios; de sufrir por amor, de gozar por amor, de hacerlo todo por amor.
Pero, como ya lo hicimos notar, ¿qué vienen a ser tales obras para satisfacer semejante necesidad de amar?
En una página ardiente, escrita con rasgos de fuego y una de las últimas que trazara, la Santa nos dice cuáles son, frente a su incapacidad, las ambiciones de su corazón y cómo sintiéndose a la vez todos los deseos y todas las vocaciones, hubiese querido para dar a Jesús todas las pruebas posibles de su amor, poder combatir con los Cruzados y caer como ellos sobre el campo de batalla; iluminar a las almas como los doctores y con los apóstoles y misioneros de todos los siglos, predicar sin interrupción y por toda la tierra el nombre bendito de Jesús para plantar su cruz en todas las playas del mundo; sufrir, en fin, los tormentos de todos los mártires y morir con todas sus muertes.
Pero estas son cosas imposibles, pues la obediencia la retiene, impotente, en el fondo de su Carmelo.
Sin embargo, si no puede obrar, predicar, derramar su sangre, al menos puede amar... y como el amor es el que anima a todos los santos, hasta el punto que si el “amor llegase a faltar en el corazón de la Iglesia, los apóstoles dejarían de anunciar el Evangelio, y los mártires rehusarían dar su sangre”, ella comprende que “el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abraza todos los tiempos y todos los lugar es, porque es eterno.” Ella comprende que por el amor realizará todos sus deseos, y que, todo lo que deseaba tan ardientemente ser y hacer, lo será y lo hará si logra convertirse en “amor”, es decir, ser transformada en amor. Entonces es cuando se le aparece el amor como su vocación propia y exclama: “¡Ya encontré por fin mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, ya encontré mi lugar en el seno de la Iglesia y este lugar, ¡Oh Dios mío!, Vos me lo habéis dado. En el corazón de la Iglesia mi Madre yo seré el amor. Así lo seré todo; así se realizará mi sueño.” (Historia de un Alma, c. XI)
¿Pero el mejor medio de transformarse en amor, no es el de atraer hacia sí para quedar abrasado, el amor que hay en Dios o más bien que es Dios mismo? Pues Dios es Caridad (Io. IV, 16). Como tal es fuego y fuego que abrasa (Deum. IV, 24). Ahora bien: cuando se pone leña al fuego, arde. Si del mismo modo un alma se pusiera en las llamas de amor que están aprisionadas en el Divino corazón y no desean sino saltar de allí ¿no quedaría igualmente abrasada?
Y así como la leña se convierte en fuego en contacto con el fuego, ¿no se convertiría ella en amor al contacto del amor? No se podría dudar de ello si se considera el ardor de la divina caridad. Pues bien: hacer esto no es otra cosa más que ofrecerse en holocausto al Amor Misericordioso de Dios. De esta manera, el alma podrá devolver al Padre celestial amor por amor y amarle como ella es amada de Él, puesto que así habrá hallado el medio de apropiarse las llamas cuya hoguera reside en la Santísima Trinidad. Para amar a Dios tendrá a su disposición su propio amor, y si puede decirse, el corazón mismo de Dios.
Al mismo tiempo satisfará uno de los deseos más ardientes de ese Adorable corazón que es el de expansionar su amor. La necesidad de amar y ser amado es infinita en Dios y esa necesidad, en verdad está plenamente satisfecha en el seno mismo de la Trinidad Beatísima. Pero el amor, como todo lo que es bueno – y él es Sumo Bien – tiene una tendencia extrema a comunicarse y para poder dilatar el suyo creo Dios el mundo, y en particular los Ángeles y los hombres. Ahora bien: entre los Ángeles, ya se sabe, muchos rehusaron la oferta que se les hacia de sus divinas ternuras, y ahora completamente y para siempre cerrados al amor, no son más que odio y objeto de odio. En cuanto a los hombres, la mayor parte desechan con desprecio las finezas del amor. Así hacen no sólo todos los discípulos del mundo, sino un número demasiado grande entre los mismos discípulos de Jesucristo. En efecto: ¡son tan raros los que se entregan sin reserva a la ternura de su amor infinito! Con todo, Dios no cesa de solicitarlos de la manera más patética. Continuamente desechado, vuelve de continuo a la carga, multiplica las delicadezas, los llamamientos y los perdones; pero lo más frecuente es que todo sea en vano. ¿Qué va a ser de este amor infinito con que Jesús quiere abrasar a la tierra y del cual la tierra no quiere nada? ¿Va a quedar para siempre encerrado, impotente, en el seno de la Adorable Trinidad? Ya se conoce la palabra de Nuestro Señor a Santa Margarita María: “Busco un corazón puro donde pueda descansar mi amor doliente, que el mundo desprecia.”
Nuestra Santa también ha comprendido la queja del divino Corazón. Díjose que si hubiera almas que se ofrecieran como víctimas de holocausto a su amor, Dios Nuestro Señor, feliz de no comprimir las llamas de ternura infinita que en Él se encierran, no dejaría de consumirlas rápidamente, e inmediatamente se ofrece para recibir en su corazón todo el amor que los pecadores desprecian. Entonces exclama: “¡Oh Jesús, sea yo esa dichosa víctima! Consumid vuestra pequeñita hostia por el fuego de vuestro divino amor.” (Historia de un Alma, c. VIII)
Fue el día 9 de junio de 1895, en la fiesta de la Santísima Trinidad, cuando la Santa pronunció su acto de ofrenda como víctima de holocausto al Amor Misericordioso de Dios.
La, fecha merece ser retenida. Pues para las almas pequeñitas llamadas a caminar en pos de su “caminito de amor” consagra un día memorable: el que vio hacerse en la tierra y ratificarse en el cielo la consagración de la primera de las Víctimas del Amor Misericordioso. A las víctimas ofrecidas e inmoladas a la Justicia de Dios, se añadirán desde ahora en la Iglesia las víctimas consagradas e inmoladas a su Amor infinito. Y ésta será, eternamente la gloria de Santa Teresita del Niño Jesús, de haberles abierto y trazado el camino, por un designio particular de la divina Providencia, haciéndolo accesible hasta a las almas más humildes y frágiles, con tal de ser generosas y confiadas y que consientan en entregarse sin reservas a la misericordia infinita de Dios.
2. – ¿En qué consiste el acto de ofrenda al Amor Misericordioso?
Para hacerse una idea exacta, lo mejor es atenerse a la fórmula que la Santa compuso para sí misma y que nos descubre enteramente su pensamiento. Se hallará el texto completo al final de esta obra. No transcribimos aquí más que las ultimas líneas que son la parte esencial.
“¡Oh, Dios mío, Trinidad Beatísima! para vivir en un acto de perfecto amor, me ofrezco como víctima de holocausto a vuestro amor misericordioso, suplicándoos que me consuma continuamente, dejando desbordar en mi alma los raudales de infinita ternura que en Vos se encierran. Sea yo de este modo, ¡Oh Dios mío!, mártir de amor.
“Finalmente, después de haberme preparado este martirio a comparecer ante vuestra presencia, hágame morir y arrójese mi alma sin demora en el abrazo eterno de vuestro amor misericordioso.
“Quiero, ¡Oh Amado mío!, en cada latido de mi corazón, renovaros esta ofrenda infinitas veces, hasta que al declinar de las sombras pueda expresaros de nuevo mi amor, Cara a Cara en la visión eterna.”
Notemos primeramente que se trata de una ofrenda de sí misma al Amor Misericordioso de Dios y que al hacerla, se ofrece a este Amor Infinito para atraerlo hacia sí.
Si es escuchada, su primer efecto debe ser hacer rebasar el amor del corazón de Dios en el alma que se ha ofrecido. Como consecuencia de esto, el alma permanece ante Él, como estaría un vasito ante el océano: el acto de ofrenda ha abierto la esclusa y cavado el canal por donde las aguas van a pasar sin cesar. Desde ahora esta alma afortunada va a ser inundada de amor.
Inundada también de misericordias, pues en Dios el amor, cuando se dirige a las criaturas, no puede ser “sino Amor Misericordioso”. Atraer hacia si el amor es, pues, atraer la abundancia de las divinas misericordias.
Santa Teresita emplea aún otra expresión que tuvo cuidado de subrayar. Habla de ternura. Pide a Dios “que deje rebasar en su alma las olas de infinita ternura que en Él se encierran.” Es que Ella no olvida que Dios es padre y que el amor que desciende del corazón del padre al corazón del hijo, se presenta bajo la forma suavísima de ternura. Esta infinita ternura es la que pide para su alma, y a la cual se entrega.
Comparación con la ofrenda a la justicia divina
Se ve, desde luego, la diferencia que hay entre una ofrenda a la Justicia de Dios y la ofrenda a su Amor Misericordioso.
Ofrecerse a la justicia, es llamar sobre sí los castigos reservados a los pecadores y permitir así que la justicia divina se satisfaga al mismo tiempo que perdona a los culpables. En virtud de esta ofrenda el alma víctima aparece en la Iglesia cual pararrayos elevado hacia el cielo para atraer el rayo y preservar los edificios vecinos, y como lo advierte la Santa, esta ofrenda es grande y generosa, pues por ella se pide sufrir para que los demás sean perdonados. No se puede, en efecto, servir de pararrayos sino aceptando servir de blanco a la ira de Dios irritado contra los crímenes de la tierra.
Las víctimas de amor, no se consagran a la justicia de Dios, sino a la ternura infimita. Ellas no se ofrecen directamente para sufrir, sino para amar y ser amadas; ni como víctimas de expiación para reparar, sino como víctimas de holocausto para ser enteramente consumidas. No son el pararrayos que llama al rayo, sino la víctima expuesta al fuego del cielo para recibir sus llamas. (Mach., lib. II, c. I)
No queremos establecer comparaciones desde el punto de vista de la excelencia entre estas dos ofrendas, sino tan sólo hacer notar que, si a causa de las consecuencias posibles, es preciso reflexionar dos veces, y mostrarse muy prudente antes de ofrecerse como víctima a la justicia divina, no sucede lo mismo cuando se trata de la ofrenda al Amor Misericordioso. Pues ésta nada tiene que pueda ser capaz de aterrorizar a las almas, cualesquiera que sean: ni las que son pequeñas y frágiles, puesto que su fin es atraer olas de infinita ternura y que nadie tiene mas necesidad de ternura que los pequeñuelos; ni las que se ven todavía muy imperfectas y pobres de virtudes, puesto que tiene por efecto hacer sobreabundar la misericordia donde abundaba la miseria; ni las que, medrosas, temieran acaso las consecuencias de este acto de ofrenda.
Es cierto que se trata aquí de víctima y de víctima de holocausto, lo cual se entiende de una inmolación total, y también se habla de martirio.
Pero hay que tener en cuenta: que se trata no de un martirio de sufrimiento, sino de un martirio de amor, es decir, de un martirio que es obra directa del amor, en el cual, por consiguiente, es el mismo amor el que inmola y consume la víctima.
La Santa lo da a entender muy claramente por las expresiones que emplea en su acto de ofrenda, cuando habiendo suplicado a Dios que la consuma sin cesar, dejando desbordar en su alma las olas de ternura infinita, que en Él se encierran, añade en seguida: “y que así llegue yo a ser mártir de vuestro amor ¡Oh Dios mío!”
La expresión “y que así” es preciosa y debe retenerse. Demuestra que en el pensamiento de la Santa, el martirio de amor viene directamente al alma, de la abundancia misma de las olas de infinita ternura que desciendan sobre ella, y cuyo peso e intensidad no podría soportar sin sufrir un verdadero martirio.
Pero ¡quién no ve también que tal martirio debe aportar austera dulzura en medio de sus inevitables rigores! ¡Cuán bueno debe ser vivir de ese martirio y cuanto mejor morir en él! Tal era la idea que se hacia nuestra Santa cuando escribía:
“Morir de amor, ¡dulcísimo martirio!
Mi vida yo he pasado en desearlo.”
El acto de ofrenda al Amor Misericordioso y sus consecuencias desde el punto de vista del Sufrimiento
Ahora aquí se plantea una cuestión: ¿Este martirio de amor está, pues, exento de sufrimiento? O si se halla el sufrimiento ¿qué papel desempeña?
Digamos pronto que ningún martirio va exento de dolor, ni siquiera el martirio de amor. Pues si es verdad, según el testimonio de la “Imitación”, que no es posible vivir en el amor sin padecer, menos posible aún es vivir y morir de amor sin padecer. Pero aquí, ante todo, es bueno recordar la hermosa palabra de San, Agustín: “Cuando se ama, nada cuesta.”
O si algo cuesta, llega a ser una pena amada, y esta pena es dulce a los ojos del amor.
Además, hay que advertir que aquí el sufrimiento no es el fin ni el efecto directo del acto de ofrenda. Puede llegar a ser la consecuencia. Pero no es ni al sufrimiento ni en vista del sufrimiento a lo que uno se consagra; se consagra uno al amor en vista del amor.
Claro está que el amor lleva en si un germen de sufrimiento y que este germen de ordinario se desarrolla con él. Es imposible amar ardientemente a Dios sin padecer.
El primer dolor es ver cuán poco es amado y lo mucho que es ofendido.
Otro es no amarle uno mismo en la medida de sus deseos. Se apena entonces de la estrechez e incapacidad de un corazón que no puede ya ser suficiente para contener las olas de ternura que le vienen del Corazón de Dios de las que está como anegado.
El alma que ama a Jesús sufre también, o por mejor decir, aspira a padecer y se dirige ella misma hacia el sufrimiento, porque el penar no es a sus ojos esa cosa repulsiva, tan dura a la naturaleza, del cual todo el mundo huye: es Jesús doliente que le tiende los brazos. El amor invita a la semejanza y Jesús es un “Esposo de Sangre”. El amor excita a la generosidad, y hay cambios de amor que no pueden realizarse más que sobre la cruz. Finalmente, el amor tiende con todas sus fuerzas a la unión y desde que la cruz fue el lecho de muerte de Jesús ha llegado a ser la mansión sagrada adonde el divino Rey de amor convida a sus castas esposas, las almas, para que vengan a consumar la unión con Él, en el dolor y en la muerte.
Hay además otro motivo por el cual toda alma que ama a Jesús, ama también el dolor y acepta el padecer con alegría. Es porque halla en cada cruz que a ella se presenta un medio muy eficaz “de comprarle almas”. Amar a Jesús no basta a su amor; quiere a todo trance ganarle otros corazones que le amen eternamente. Quiere salvar pecadores; mas los pecadores no se salvan si no es por la aplicación que se les haga de los meritos infinitos del Salvador. Sólo la gracia puede convertirles, y la gracia, fruto del sacrificio sangriento del Calvario, llega con frecuencia hasta su alma por un canal misterioso que cavan y entretienen las voluntarias inmolaciones por las cuales almas puras continúan en el cuerpo místico de Cristo, el sacrificio de la cruz. A los que Jesucristo ha rescatado por su muerte, se les salva por el dolor.
Por todos estos motivos el padecer es compañero inseparable del amor. Sin embargo, por grandes que sean su necesidad y su importancia, en las víctimas de amor desempeña el papel de compañero y no va sino en segundo lugar y bajo la conducta del amor.
Precisa responder aquí a una objeción.
Dios Nuestro Señor, a quien nos entregamos por la ofrenda al Amor Misericordioso, ¿no va al menos a aprovechar la ocasión para mandarnos cruces y pruebas sin medida?
¿Sin medida? ¡No, ciertamente! Las pruebas queridas por Dios, nunca son sin medida, sino proporcionadas siempre a las energías sobrenaturales que una gracia siempre atenta tuvo esmero en desarrollar anteriormente en el alma. Siempre hay proporción entre la prueba y el auxilio divino.
Pero al menos ¿no va Dios a enviar penas excepcionales que jamás hubiera exigido sin esta ofrenda al Amor? Este es el secreto de Dios y depende de los designios que tiene sobre cada alma en particular. Digamos solamente que esto no es una consecuencia obligada del acto de ofrenda.
Es verdad que la Santa ha escrito que “entregarse como víctima de amor es ofrecerse a todas las angustias, a todas las amarguras, porque el amor vive de sacrificios y que cuanto más se entrega uno al amor mas debe entregarse al sufrimiento.” (Consejos y Recuerdos)
Pero esta palabra, que fue dicha en un caso particular para consuelo de una persona muy tentada, no es la que hacía oír habitualmente la Santa a las almas a quienes quería conducir a proferir el acto de ofrenda. Insistía, por el contrario, con ellas para persuadirles que nada debían temer y mucho que ganar, asegurándoles que el resultado directo de esta donación no era atraerse cruces, sino abundantes misericordias.
Indudablemente que Dios es Dueño y Señor de todo y que, siendo la cruz uno de sus preciosos tesoros, la da de ordinario con más abundancia a sus predilectos. Pero esto sucede cualquiera que sea el camino espiritual que se siga. Y aquí, la gran ventaja, es que la cruz, al ser fruto del amor, llega a ser suave y dulce como él. En este sentido puede decirse que lo que resulta del acto de ofrenda no es siempre mayor padecimiento, sino más fuerza y facilidad para soportar alegremente la medida de penalidades que Dios nos destina.
He aquí cómo suceden las cosas en la práctica.
Cuando un alma se ha entregado como víctima al Amor Misericordioso, debe creer, porque es cierto, que todo cuanto la Providencia le envía como respuesta a su ofrenda, es obra del amor, es decir decidido, querido, elegido por el amor. Por consiguiente, la voluntad de Dios debe aparecérsele como impregnada y radiante de amor y es preciso que se entregue a ella como se ha entregado al Amor mismo, filialmente, amorosamente y con entera confianza, con los ojos cerrados sin querer penetrar los secretos que su Padre celestial quiere tenerle ocultos. Que tenga sólo por cierto que éste, en su Sabiduría y en su Infinita Bondad, no le pedirá jamás sacrificios sobre sus fuerzas. El amor sabrá hacerse paciente en sus exigencias y siempre las proporcionará, a los tesoros de energía que su gracia misma haya desarrollado en ella.
Que si Dios Nuestro Señor tiene, sin embargo, sobre esta alma designios más altos de perfección, si sobre todo se propone asociarla eficazmente a su obra redentora por la conversión de los pecadores y la santificación de otras almas, hay motivo de creer que la conducirá poco a poco hacia mayores sufrimientos. Pero sabrá, hacerlo con una dulzura fuerte y suave a la vez, y le hará experimentar la austera y profunda alegría de padecer por amor y así le inspirara el deseo tan ardiente, que solo grandes y continuos sufrimientos podrán contentarla. Ya se vio en la Santa. A medida que Jesús le enviaba cruces, aumentaba su sed de padecer. Pero también, finalmente, había llegado, decía, a no poder ya sufrir, ¡tan dulce era para ella el sufrimiento! Entonces sólo las penas y trabajos eran capaces de ocasionarle alegría y el sufrimiento unido al amor le pareció la única cosa deseable en este valle de lágrimas. ¿Cómo hubiera podido sentir entonces las consecuencias de su donación al amor, por dolorosas que fuesen? Esto explica que en lo más fuerte de una agonía sin consuelos, estando lleno el cáliz hasta el borde, y el dolor tan fuerte que la santa moribunda confesaba no haber creído jamás que fuera posible sufrir tanto, dijo también y repitió muchas veces que no se arrepentía de haberse entregado al amor.
Así sucederá con todas las almas que Dios lleve a la cruz por el amor. Ni una siquiera se arrepentirá jamás de haberse entregado al amor, cualesquiera que sean las pruebas que deban resultar para ella.
3. Los principales efectos del acto de ofrenda
Sin embargo, los designios de la Providencia no son los mismos para todas las pequeñas víctimas del Amor Misericordioso y habrá muchas de ellas que jamás conocerán ni esas grandes pruebas ni esos grandes deseos de padecer. No dejarán por eso de ser verdaderas víctimas de holocausto, muy agradables a Dios, pues a juicio de la Santa no son estos deseos los que cautivan el Corazón de Nuestro Señor. Lo que más le agrada en un alma es verla amar su pequeñez, es la confianza ciega que tiene en su divina bondad. El amor del sufrimiento no es sino un efecto accidental del martirio de amor.
Su resultado esencial y mucho más deseable es hacer vivir el alma en el ejercicio continuo de la caridad, la Santa dice, “en un acto de perfecto amor”. Ahora bien: cuando el amor se enseñorea hasta ese punto de un alma, se hace dueño de todas sus potencias y anima todas sus obras. En consecuencia, todas las acciones que produce, aun las más indiferentes, están marcadas con el sello divino del amor y su valor llega a ser inmenso a los ojos de Dios. Esto no es todo. El divino Amor no puede soportar la presencia, ni siquiera la huella del pecado en un alma que del todo se le entrega.
Sin duda que la ofrenda al Amor Misericordioso no hace impecable, no impide todas las caídas. Una pequeña víctima puede aún cometer infidelidades. Pero el amor que la penetra y la cerca, “la renueva, por decirlo así, a cada instante y no cesa de consumirla destruyendo en ella todo cuanto pueda desagradar a Jesús.” (Historia de un Alma, c. VIII)
Se puede entrever según esto cuál será la muerte de una víctima del Amor Misericordioso que haya sido hasta a el fin fiel a su ofrenda: muerte digna de envidia si las hay, y la experiencia prueba que así sucedió siempre. En cuanto al juicio que debe seguir a esta afortunada muerte, la Santa pensaba en su confiada sencillez que sería como si no lo hubiera; pues Dios se apresuraría a recompensar con delicias eternas su propio amor que vería entonces arder en aquella alma.
Sin embargo, sería temerario pensar que basta haber pronunciado la formula del acto de ofrenda para escapar a toda condenación y así evitar el purgatorio. La Santa tuvo cuidado de advertir que las palabras solas no bastan: “Hay que entregarse real y totalmente. Pues en tanto uno se abrasa de amor en cuanto se entrega al amor.”
Es preciso también haber vivido según las santas exigencias del amor y, en el ejercicio de la caridad haber unido el amor del prójimo al amor de Dios. Así una vez mas puede admirarse con que prudente discreción sabia Santa Teresita permanecer en los justos límites de la verdad y estar al abrigo de toda exageración aun en lo más fuerte de su confianza.
Todo cuanto precede permite juzgar cuán excelente es en sus efectos el acto de ofrenda al Amor Misericordioso de Dios. Digamos al terminar este importante asunto, que no es un favor reservado exclusivamente a algunas almas privilegiadas. Un número inmenso esta llamado a beneficiarse. Tales eran al menos el pensamiento y los deseos de “Teresita”, y las líneas que terminan la historia de su vida nos dicen que tal fue también sobre la tierra y que tal debe ser aun en el cielo el objeto de su ardiente plegaria: “Te suplico que inclines tus divinos ojos a todas las almas pequeñitas y te escojas en este mundo una legión de pequeñas víctima as dignas de tu amor.” (Historia de un Alma, c. XI fin)
Además, la Santa Sede, al enriquecer recientemente con preciosas indulgencias el acto de ofrenda al Amor Misericordioso, tal como fue compuesto por Santa Teresita, estimula manifiestamente a que se recite. Nada – parece – será más capaz de hacer caer un prejuicio demasiado extendido, según el cual esta ofrenda solo convendría a una pequeña selección de almas ya perfectas. Las indulgencias en cuestión se ofrecen a los fieles del mundo entero, y así todos los fieles están invitados a ofrecerse como víctimas de holocausto al Amor Misericordioso de Dios. De ese modo se ven admirablemente secundados los deseos y aprobada la oración de la Santa, “suplicando a Jesús que se elija en este mundo una legión da pequeñas victimas dignas de su amor.”
¿Por qué, entonces, cada uno de los que lean estas líneas, si siente interiormente el llamamiento de la gracia que le invita, por qué vacilaría en repetir después de ella y con ella: “Haz, oh Jesús, que sea yo esa dichosa víctima?”