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Pasión de Apostolado
XXXIX. TENGO SED
(San Juan, XIX, 28-30.)
El libro del Amor Misericorde se abre de par en par en la cima del Gólgota. Jesús abre sus brazos en reverencia a su Padre e invitación al género humano.
Hace tres horas que está en el patíbulo: la sed en Él se enciende inextinguible. Va subiendo al paso de la fiebre y de la congestión que enloquece su cerebro. Crece con la pérdida de sangre, que se escapa por llagas vivas. Llega al paroxismo en el momento en que la anormal tensión de los miembros ha concluido de deshacer todo el sistema nervioso y la intoxicación ha invadido completamente el cuerpo. Entonces es cuando brota de sus labios ardientes como el fuego la queja que un siglo antes, al fin de la guerra de los esclavos, se elevaba del bosque de cruces que lucía el monte Esquilino, la queja que exhalaban – aún se conservaba su atroz recuerdo – los dos mil judíos crucificados por Quintilio Varo a la muerte de Herodes el Grande: Sitio.
Esta palabra para el Salvador expresa mucho más que la intolerable quemazón que físicamente Le consume. El Maestro ha arrostrado deliberadamente el tormento: quiere sufrirlo en toda su integridad. Cuando las mujeres de Jerusalén le han ofrecido, según costumbre, vino mezclado con mirra e incienso, mojó con él sus labios por deferencia, mas no lo quiso beber de ningún modo. Los narcóticos que adormecen a los condenados de derecho común no son para el Redentor.
Otra es la sed que Lo devora, más íntima, más profunda, más calcinante: la que consume el alma por completo. David la atisbaba en el salmo vigésimo primero cuando ponía en boca del Justo este lamento de amor herido: “Como cera, mi corazón se derrite en mis entrañas. Secado se ha mi lozanía como tejo de arcilla y mi lengua pegado al paladar”.
El divino Agonizante, cuando abre los ojos tras los párpados lacerados, divisa en orden de batalla, la turba aullante de sus enemigos. Niégale ella el mínimo respeto que por doquier se otorga a los que van a morir. Los fariseos se vengan en su aparente impotencia de aquella especie de terror que les inspiraba antaño. “Si verdaderamente eres hijo de Dios, desciende de la cruz. Pues salvabas a los otros, sálvate a ti mismo y creeremos en ti.”
Tanto odio le duele. Además, más allá del círculo infernal de los actores inmediatos del drama, su visión liberada del espacio y del tiempo, percibe la multitud inmensa de viciosos, de renegados, de traidores, de perseguidores, toda la masa pecadora que opondrá al Amor una obstinada negativa y se hundirá voluntariamente en ese abismo en que la esperanza naufraga. Siente hasta la agonía ese fracaso parcial de su Sangre Redentora, y es la Misericordia ignorada más que el organismo acosado quien lanza el llamamiento de angustia: Tengo sed.
Un soldado más clemente, arrostrando los sarcasmos e invectivas, Le da la burda bebida que la tropa lleva consigo por. doquier. Era una agria mezcla de vino y vinagre. En ella moja aquel hombre la esponja que tapa la boca de la vasija, la coloca en la punta de una caña, y extendiendo el brazo la acerca a los labios del Condenado. Jesús acepta el amargo brebaje. No se podrá decir nunca que un gesto de bondad haya sido por Él rechazado. Mas lo que Él desea es otra cosa. La palabra tengo sed recogida por San Juan en el Calvario se enlaza con aquel otro deseo expresado por Cristo junto al brocal del pozo de Jacob y que en testimonio del mismo Evangelista, hizo súbitamente un apóstol de la Samaritana: “Mujer, dame de beber”.
Es el Amor que llama al amor, el dueño del campo reclutando obreros para la siega, el Buen Pastor convidando a las ovejas al único aprisco, y convoca para que le ayuden, juntamente con los sacerdotes y religiosos, a todos los hombres conscientes, para decirlo con la expresión de San Pedro, del “real sacerdocio” de su Bautismo y su Confirmación.
* * *
He de tomar muy en serio toda palabra de Cristo. “No ha sido para bromear para lo que te he amado, dijo Él mismo a Ángela de Foligno. No por hacer muecas he sufrido por ti.”
Hoy Cristo se queja, me suplica, me pide auxilio.
– Podría prescindir de ti, y sin ti conquistar almas. He querido convertirte en mi colaborador. Te confío hombres, mis hermanos. Te entrego mi Sangre. A ti te toca llevársela, derramarla sobre ellos, colmarlos de ella. A ti te toca calmar mi sed redentora y ensanchar el reino del Padre. ¿Me lo vas a negar?
– Señor, soy vuestro hijo omnipotente y enteramente indigno, pero que sólo desea abandonarse a Vos, amaros y hacer que se Os ame: Disponed de mí a vuestro talante. Despertad en mí esas inmensas aspiraciones que llenan vuestra grande Alma. Sobre todo, haced que yo no defraude vuestra confianza, que miembro alguno os sea arrancado por culpa de mi malicia o de mi negligencia, y que yo ofrezca a vuestros labios, mas y mejor que una copa de hiel. El Amor sólo se paga con amor.
Padre, venga a nos el tu reino.
* * *
“Un domingo, al cerrar mi libro terminada la Misa, una estampa que representaba a Nuestro Señor en la cruz resbaló un poco fuera de las páginas en forma que sólo podía ver una de sus divinas manos agujereada y sangrante. Experimenté entonces un sentimiento nuevo, inefable. Mi corazón se partió de dolor a la vista de esta sangre preciosa que caía al suelo sin que nadie se apresurara a recogerla; y resolví estar continuamente en espíritu al pie de la cruz para recibir el divino rocío de salvación y esparcirlo después sobre las almas.
“Desde aquel día, el grito de Jesús moribundo ‘Tengo sed’, resonaba a cada instante en mi corazón encendiendo en él un ardor desconocido y vivísimo. Quería darle de beber a mi Amado; me sentía yo misma devorada por una sed de almas y quería a cualquier precio arrancar a los pecadores de las llamas eternas.” (“Historia de un Alma”, Cap. V.)
 
XL. GUIAD MAR ADENTRO Y ECHAD VUESTRAS REDES
(San Lucas, V, 1-11.)
Tras un primer contacto con Jesús en el vado del Jordán, Simón y Andrés, Santiago y Juan habían vuelto a Betsaida, al norte del lago de Tiberíades. Unidos para la pesca, echaban a mano en las aguas litorales la chabaka, una clase de esparavel de forma cónica, provista de pedazos de plomo que se hundía boca abajo aprisionando a los peces entre sus mallas; o bien subidos en barcas parejas, iban mar adentro a echar las redes que cerraban arrastrando. Se contaba lo pescado y las partes que se dividían equitativamente entre las tripulaciones. Esta vida ruda modelaba almas ingenuas y borrosas, pero valientes para el deber, desdeñosas del peligro y un tanto meditativas y propensas a lo sobrenatural.
Aquella noche no habían pescado nada. La mala suerte les había perseguido hasta el alba. Estaban remendando sus nasas sobre la playa cuando pasó Jesús escoltado de una muchedumbre de gentes que aguardaba su palabra y acechaba sus milagros. Viendo la barca de Pedro amarrada el Maestro sube a ella, se aleja un par de remadas para hacer espacio y desde esta improvisada cátedra comienza a enseñar familiarmente al pueblo. Despídelo luego, y dirigiéndose a Pedro y sus compañeros les dice: “Guiad mar adentro y echad vuestra redes”. ¡Graciosa consigna de un hombre que nada sabe de las cosas de la mar! Cuando hay probabilidades de encontrar pesca es a la puesta de sol o al amanecer antes de que salga. A aquella hora no hay nada qué hacer. Pedro, sin embargo, se inclina. Tiene fe en el Maestro. Su corazón está de Él prendado. “Toda la noche hemos estado fatigándonos y nada hemos cogido. No obstante, sobre tu palabra, echaré la sed.”
Ayudado por su hermano se hace mar adentro y con una hábil maniobra, cala, extiende y recoge el arte, que pronto rebulle con gratos estremecimientos, amenazando romperse. Han caído justamente en un gran banco de peces. Hay que llamar Santiago y a Juan para que ayuden a halar. Y las barcas se llenan hasta desbordar.
Estos marineros que saben bien a qué se llama un buen día se dan perfecta cuenta de que están ante un milagro. Un temor supersticioso les sobrecoge al contacto, con lo divino. Simón cae de rodillas. “Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.” Mas Jesús le tranquiliza con una palabra: “Nada temas; de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar”.
Y el pequeño equipo, dejando allí mismo el oficio y sus humildes aparejos, se va inmediatamente hacia lo desconocido detrás de aquel Cristo que fascina los corazones. Mañana se esfumarán los horizontes queridos. Pedro subirá a otra nave para travesías menos apacibles y pescas más fructíferas.
* * *
A diecinueve siglos de distancia, la voz de Jesús resuena con el mismo acento: “Ven y sígueme”. Junto a los sacerdotes y religiosos, moviliza a los militantes laicos. Coge al minero en el fondo de la mina, al labrador en el surco, al estudiante en su cuarto de trabajo, al patrono en su despacho, o mejor, los deja allí mismo, allí los incrusta y los inviste de una misión sublime: recristianizar a sus hermanos. Ya lo dijo Pío XI: “Los apóstoles inmediatos de los obreros han de ser obreros; los apóstoles del mundo industrial y comercial han de ser industriales y comerciantes”. Y Pío XII lo confirma: “Esta labor apostólica realizada de acuerdo con el espíritu de la Iglesia, consagra por así decir al laico y Ie convierte en ministro de Cristo”.
Hubo una hora en mi vida en que la invitación divina conmovió mi alma. Fue, me acuerdo muy bien, en ‘aquella’ ocasión, ‘aquel’ día, en ‘aquel’ sitio. Señor: ¡qué misteriosos son realmente vuestros caminos! ¿Quién me habría dicho entonces que con ‘este’ consejo, con ‘esta’ lectura, con ‘esta’ resolución interior, erais Vos quien me empujabais para embarcarme en vuestra cruzada? Sin pararme a pensarlo dije que ‘sí’ sin entenderlo mucho, sin embargo. Ahora diviso mejor toda la sarta de gracias que a partir de entonces me han traído al lugar en que combato. Por todo ello, bendito seáis.
Y escucho de nuevo vuestra insistente voz: “Ve mar adentro y echa las redes”. Nos aburguesamos a la larga. A los remolinos del mar libre preferimos el trabajito cómodo, en la playa tranquila, o en esas aguas ribereñas donde pulula el pescado menudo.
La Acción Católica no es eso. La Acción Católica quiere como decía también Pío XI, “la divina poesía del nombre”, junto al fervor de las clases selectas. Éstas no se conciben sino en función de una masa que orientar, que servil, que conquistar. ¡Tanto mejor si ello ataca a algunas viejas rutinas que se quieren presentar como fidelidad al Evangelio cuando en realidad no encubren más que egoísmo!
El militante es también “ese hombre desnudado, crucificado, devorado” en el que el Padre Chevier definía al sacerdote. He de sacudir la herrumbre administrativa, los dobleces y los falsos pliegues de negligencia o de ahorrarme trabajo que los años me han impreso tal vez a mi pesar. Por las metas más lejanas, por los resultados menos brillantes es por lo que he de sentirme atraído. ¡Afuera los atractivos del ocio!
Y sobre todo, nada de desanimarse. Como Pedro, debo resignarme a afanarme mucho tiempo sin capturar nada. El éxito está en la última acción, aquélla que humanamente no tiene ninguna probabilidad de salir bien, pero que se ejecuta, con la fe en el alma, a indicación del mismo Cristo. El valor tenaz, tras el fracaso de toda una noche, es el que atrae al amanecer la intervención del Maestro... y la victoria.
– Jesús, enséñame a echar mis redes con ese optimismo y ese abandono.
– Ten confianza, hijo mío. Nunca me encuentro más a tu lado que cuando te afanas trabajando en mi reino. Acuérdate sólo de esta verdad primaria. La tarea te toca a ti; el resultado a Mí. Que la alegría de padecer por Mí baste para sostener tu esfuerzo en la oscuridad.
* * *
“Por último, pensaba en qué cosa me sería posible emprender para la salvación de las almas; y estas sencillas palabras del Evangelio hicieron en mi la luz. En cierta ocasión, decía Jesús a sus discípulos mostrándolos los campos de amarillos trigos: ‘Alzad los ojos y mirad los campos que ya están en sazón para la siega’. Y poco después añadía: ‘La mies es mucha y los operarios pocos; id y pedid al dueño de la mies que envíe operarios’.
“¡Qué misterio! ¿Acaso no es Jesús omnipotente? Las criaturas ¿no son de aquel que las ha creado? ¿Por qué desciende a decir: ‘id y pedid al dueño de la mies que envíe operarios’? ¡Ah! Es porque siente hacia nosotros un amor tan incomprensible, tan delicado que no quiero hacer nada sin asociarnos a ello. El Creador del universo aguarda la plegaria de una pobre alma para salvar a una multitud de otras, rescatadas como ella al precio de su sangre.
“La vocación que a nosotros nos corresponde no es la de ir a segar en los campos del Padre de familia; Jesús no nos dice ‘Bajad los ojos, segad la mies’. Nuestra misión es más sublime todavía. Las palabras del Maestro son estas otras: ‘Alzad los ojos y mirad’. Mirad que en el cielo hay sitios vacíos; vosotros habéis de hacer por llenarlos... Vosotros sois mis Moisés orando en la montaña; pedidme operarios y os los enviaré, ¡Espero sólo una plegaria, un suspiro de vuestro corazón!
“El apostolado de la plegaria ¿no es, por decirlo así más elevado que el de la palabra? A nosotros nos toca formar operarios evangélicos que salvarán millares de almas de las cuales nos convertiremos en madres. ¿Qué tenemos, pues, que envidiar a los sacerdotes del Señor?” (“Carta XII, de 15 de agosto de 1892 a. Celina”.)
 
XLI. RETIRAOS CONMIGO Y REPOSAD UN POCO
(San Marcos, VI, ,30-32.)
De dos en dos, los apóstoles han corrido Galilea en todas direcciones anunciando el reino de Dios. Vuelven entusiasmados, pero rendidos de cansancio, a dar cuenta al Maestro, hasta el más pequeño detalle, de sus hechos y actitudes, de su predicación, de los incidentes ocurridos en el curso de su ir y venir. Cristo es Jefe: Manda y educa; orienta y dispone; deja a los suyos una gran latitud de iniciativa; les demuestra confianza, pero les estimula y vigila. Es también un ideal director espiritual, celoso en la modelación de las almas, en la rectificación de las intenciones, en la disciplina de las virtudes, en la eliminación del amor propio, en el levantamiento de los ánimos. Para decirlo en confianza y, aun mejor, de corazón a corazón, sabe lo que se hace.
Esta rápida información convence pronta al Salvador de la necesidad de aflojar un tanto las cuerdas demasiado tensas de los arcos. En los rostros lee una fatiga evidente. En ciertos signos externos de enojo o de impaciencia adivina el desgaste de nervios. Con toda claridad ve que hay que desuncir.
Otras preocupaciones les aguardan ya. Viene la Pascua. En los alrededores de Cafarnaum se están formando las caravanas que han de subir a Jerusalén. Son auditorios a medida para un predicador, mas también multitudes donde bulle el fermento de un falso mesianismo que, imperiosamente exigen milagros y que, en un rapto de fiebre mística, empujarían con gusto al Salvador, a marchar al frente de ellas contra el Procurador romano. No es pequeña tarea la de canalizar, dirigir, apaciguar a toda esta gente. Los doce se dedican a ello con afán. No les queda tiempo ni para comer.
Jesús se compadece. “Retiraos conmigo a un lugar solitario y descansad un poco.” Hay al noroeste del lago, en la Decápolis, en las comarcas de la Betsaida julia, radas tranquilas, suaves laderas, oasis de silencio y de verdor, propicios al recogimiento. AllÍ se hará como un retiro, al resguardo de la batahola de los peregrinos y de las intrigas de los fariseos, que sueñan ya con el deicidio. Desde luego la era de la gran popularidad se acerca a su fin. Pronto la misión esencial será formar los dirigentes sobre los que se edificará la Iglesia.
Marcos precisa todo eso con palabra magnífica, en la que se adivina el santo celo de Cristo por el alma de sus militantes: “Jesús reunió consigo a sus apóstoles y se fue con ellos en la barca, al otro lado del mar de Galilea”.
* * *
¡Qué fina psicología de apostolado hay en estos breves versículos del Evangelio!
La acción devora al hombre que la realiza. Físicamente, lo deshace; moralmente le deja exhausto, a menos que no se le apliquen los correctivos de un sano régimen espiritual. Todos hemos tenido pesadas horas en las que disipada prontamente la embriaguez de la acción, hemos vuelto a quedar cansados, desamparados, desengañados, prestos a huir de todo para reconquistar una paz que no se ha sabido conservar en lo íntimo del alma. ¿Cómo resolver sobrenaturalmente, cómo prevenir estas crisis que el amor propio herido no sabría conducir a otro desenlace que una abdicación? Señor, a Vos me vuelvo para descubrir el secreto.
– Tú no eres un aventurero en busca sólo de triunfos y de gloria humana. Mi obra es el apostolado. Es menester que te entregues a él como un niño, a mis órdenes y bien cogido de mi mano. A la visión esencial es a la que ha de ajustarse todo lo demás.
¿Cómo sortear los lazos que tiende la vanidad, que se instala como roedor gusano, en el corazón de la dedicación, y unas veces embriaga y otras desanima? Viniendo a darme cuenta de todo, igual que hacían mis discípulos. Búscate un director espiritual, descúbrele sin afeites tus aptitudes interiores, tus dificultades, tus tentaciones. Si eres expansivo y confiado, yo le concederé la gracia de cauterizar tus llagas secretas; Yo le inspiraré en el momento oportuno los consejos que tu vida necesita; Yo te hablaré por su boca.
– ¿Nada más, Señor?
– Guiado por él, ven a un lugar solitario a descansar conmigo un poco. También el organismo sobrenatural necesita reponerse, restaurar sus fuerzas. Esa es la misión de los ejercicios espirituales, que no puedes omitir o aplazar sin peligro: la confesión, la comunión frecuente, según el tiempo de que dispongas, y en la medida señalada por tu padre espiritual; la visita cotidiana a la iglesia donde hablarás conmigo de todo cuanto te llegue al corazón; la lectura que alimente tus convicciones religiosas y sacuda tus energías; un retiro anual, en fin, donde a solas con el Solo, revises tu programa de vida y es menester, endereces .el camino.
– ¡Dios mío! Todo eso ya lo he intentado. He cumplido un momento... y luego el torbellino de mis quehaceres ha vuelto a absorberme. ¡Es tanto lo que hay que hacer y tan poco el tiempo libre!
– Empieza por lo esencial. Sé práctico. Darse no es perderse. Yo no tengo ninguna necesidad de militantes que, se evaporan y no se prodigan más que a sí mismos. Con verdad se ha dicho: el alma de todo apostolado es la vida interior. Lo demás es espejismo y trabajo perdido. Soy Yo quien trae el fuego a la tierra. En Mí es en donde hay que prender la llama.
– Señor, iré hoy mismo a ver a mi director espiritual. Dadme el valor de hablar con sencillez.
* * *
“Sor María de la Eucaristía quería encender los cirios para una procesión; no tenía cerillas y al divisar la lamparita encendida ante las reliquias, acercóse a ella, pero no quedaba más que un débil resplandor sobre el pabilo carbonizado. Consiguió, sin embargo, encender su cirio y con él todos los de la comunidad. Entonces me dije: ¿Quién habrá que pueda glorificarse de sus propias obras...? Una lamparita medio extinta ha engendrado esas llamas, las cuales a su vez podrían engendrar una infinidad de otras y quemar incluso el mundo entero. Y, sin embargo, aun entonces, seguiría siendo esta humilde lamparita la causa primera de tal incendio. Lo mismo sucede con la comunión de los santos. Sí, una pequeñísima chispa bastaría para que nacieran grandes luminarias en la Iglesia, como doctores, mártires. A menudo, sin saberlo nosotros mismos, las gracias y las luces que recibimos son debidas a un alma escondida, porque Dios quiere que los santos se comuniquen unos a otros la gracia, por medio de la oración, a fin de que en el cielo se amen con un gran amor, un amor mucho mayor todavía que el de familia, incluso de la familia más ideal de la tierra.
“¡Cuántas veces he pensado que acaso debía todas las gracias por mí recibidas a las oraciones de alguna pequeña alma, que me habría solicitado de Dios y a la que no conoceré sino en el cielo!” (“Novissima Verba”.)
 
XLII. DADLES DE COMER VOSOTROS MISMOS
(San Mateo, XIV, 13-21; San Marcos, VI, 33-44; San Lucas, IX, 11-17; San Juan, VI, 1-15)
Jesús se ha embarcado a escondidas, juntamente con los doce, para huir de la afluencia de gente. En la límpida calma de la atmósfera, las multitudes han percibido la maniobra. No se dejarán ellas arrebatar a su tribuno. Siguiendo la costa, llegan, pasando por el norte, a la orilla oriental, mientras los apóstoles, cansinos, sólo avanzan a lentas paladas, bajo un calor excesivamente abrumador, sobre una mar demasiado lisa.
Cuando Cristo atraca a la orilla, ya está allí el pueblo, esperándole. Aquéllas pobres gentes dan la sensación de ovejas sin pastor. El Maestro se llena de piedad y accede de buen grado a satisfacer sus deseos. Les hace una amable acogida, cura a sus enfermos, predica el reino de su Padre, inaugurando así la divina táctica que legará a sus militantes de todos los siglos, la de la caridad como preludio por la alegría del beneficio recibido, del don de la verdad.
Cae la tarde; ya es hora de levantar este mitin al aire libre; o mejor dicho – porque la elocuencia de Jesús nada tiene de común con las retóricas de nuestras reuniones electorales – ya es hora de poner término a esas múltiples charlas que llevan de un grupo a otro a Aquel cuyo, poder todos se disputan.
“Felipe, pregunta Cristo, ¿dónde compraríamos pan para toda esta gente?” Estos buenos hombres que hubieron de salir de improviso, no traen nada de provisiones; hay que proveer a ello. El apóstol, acostumbrado ya a calcular un auditorio, pasa su mirada sobre esta masa ondulante de cabezas. Lo menos hay allí cinco mil hombres sin contar, en último término, a las mujeres y a los niños que los han seguido. A razón de un denario cada veinticuatro raciones de pan de cebada, no serían bastante doscientos denarios para que cada cual recibiese un trocito de pan. ¡Doscientos denarios! Distaban mucho de poseerlos. El tesorero del colegio apostólico traicionaría un día por muchísimo menos, prueba evidente de que él no solía manejar semejante suma.
Jesús no insiste, pero los apóstoles, por su parte, avisados sin duda por Felipe plantean el problema con toda desnudez. “Señor, el lugar es desierto y la hora es ya pasada; despacha a esas gentes para que vayan a los pueblos a comprar qué comer.” “No es necesario, replica Jesús misteriosamente; dadles de comer vosotros mismos.” Está su fe demasiado embotada para acordarse del vino de Cana, de la pesca milagrosa, de la tempestad sosegada. Olvidan que Cristo reina sobre la naturaleza como soberano. No ven mas que su bolsa vacía y la imposibilidad material de organizar allí mismo semejante avituallamiento. “¡Ni lo pienses, Maestro!”
Él ya, entonces, de las palabras pasa a los hechos. “Mirad cuantos panes tenéis.” Dé prisa hacen el recuento. Flaco botín: cinco panes de cebada y dos peces que un muchacho llevaba consigo, tal vez para venderlos a buen precio. “¿Qué es eso para tanta gente?”, comenta Andrés que es quien ha dado el informe. “Haced que se siente el pueblo sobre el césped”, repone tranquilamente Jesús, que quiere ofrecer una opulenta comida. Se preparan todos. Sobre la hierba abundante, se acomodan los grupos, por cientos, por cincuentenas. El milagro, llamado a tener una gran publicidad, por ser la representación de la Eucaristía, debe; realizarse en medio de un orden perfecto.
El Maestro coge los panes, luego los peces, y alzando al cielo la mirada, para dar gracias, los bendice, los parte, los multiplica. Llevando los cestos que tenían para sus atenciones personales, los apóstoles hacen el reparto y recogen las sobras, mientras la multitud, enteramente saciada, aclama al Autor de tal prodigio.
* * *
La compasión divina se cierne siempre sobre esas masas proletarizadas, inmensos rebaños errantes sin guías y sin víveres, en busca de verdad y de amor. Jesús se vuelve hacia sus íntimos.
– Dadles de comer vosotros mismos, vosotros que vivís del Evangelio.
Y yo he de contestar asustado:
– Señor, ya veis mis miserables recursos, mi buena voluntad impotente. ¿Qué son estos irrisorios medios para necesidades casi infinitas?
– ¿Qué importa? Necesito tu colaboración. Los hombres no pueden nada sin Mí y yo no quiero nada sin ellos; juntos hacemos buena labor.
Mira de qué modo multipliqué los panes y los peces. Moví los brazos de mis apóstoles, utilicé las humildes provisiones de un muchacho. Con eso sólo alimenté a una multitud. Si se hubieran retraído, si no hubieran andado sino de mala gana y rezongando, tal vez no hubiera Yo hecho el milagro, tal vez hubiera despedido en ayunas a aquellos infelices.
Soy Yo quien alimenta a las almas, mas lo hago partiendo de la abnegación de mis amigos. Los asocio a mi misión, les atribuyo su mérito, sin darles derecho a atribuirse la gloria. Así es como te conviertes tú en instrumento de una obra que es, no obstante, enteramente mía. A través de esas necrópolis que se han vuelto las ciudades modernas, quiero hacer pasar un hálito de resurrección. ¿Estás dispuesto a ayudarme? Te tomo a mi servicio.
– ¡Oh Jesús! Os ofrezco mi vocación de militante. Haced que nunca jamás os rehúse la ofrenda total de mi débil concurso.
* * *
“En cuanto penetré en el santuario de las almas, me di cuenta a la primera ojeada que la tarea era superior a mis fuerzas; y echándome en seguida en los brazos de Dios, imité a los niños pequeños que presos de cualquier susto, esconden su rubia cabecita contra el hombro de su padre, y dije: Señor, ya lo veis; soy demasiado pequeña para criar a vuestros hijos; si queréis dar por mí lo que a cada uno convenga, llenad Vos mi exigua mano y sin dejar vuestros brazos, sin volver siquiera la cabeza, distribuiré vuestros tesoros a las almas que vengan a pedir su sustento. Si es de su agrado, sabré bien que no a mí sino a Vos a quien se lo debe; en cambio si se duele y halla amargo lo que le ofrezco, no se turbará mi paz y me aplicaré a persuadirles de que ese alimento viene de Vos, y me guardaré muy bien de buscar otro para ellas.
“Al comprender así que me era imposible hacer nada por mí mismo, la tarea parecióme más sencilla. Me dediqué interna y exclusivamente a unirme cada vez más a Dios, sabiendo que lo demás se me daría, por añadidura. En efecto, mi esperanza no se ha decepcionado jamás; mi mano se ha encontrado llena, siempre que ha sido necesario para alimentar las almas de sus hermanas. Os lo confieso, Madre mía, si me hubiese conducido de otra manera, si me hubiera apoyado en mis propias fuerzas, no habría tardado mucho en darme por vencida.” (“Historia de un Alma”, Cap. X.)
 
XLIII. ¿ME AMAS TÚ MÁS QUE ÉSTOS?
(San Juan, XXI, 15-19.)
Tras los dramáticos acontecimientos de la Semana Santa, el encuentro de Cristo con los apóstoles, a orillas del mar de Tiberíades, reviste un frescor idílico. Por la pluma del discípulo amado, testigo ocular que no escatima ningún detalle, se suceden los episodios, con la precisión y el colorido de una película en la que todo se va encadenando: la infructuosa pesca nocturna, la sombra de lo Desconocido sobre la playa, la red echada a su mandato y que coge ciento cincuenta y tres gordos peces, la intuición de Juan: “Es el Señor”. Y Pedro que inmediatamente se ajusta el cinturón sobre el jubón y se dirige a nado a la orilla, mientras los demás salvan a remo los doscientos codos que los separan del Maestro y pisan tierra a su vez.
Encuentran una hoguera encendida en la arena, sobre ella algunos peces y tortas de pan. Jesús que sabe que están muy cansados, lo ha preparado todo por Sí mismo. Se sientan y comen sin prisas, con la exquisita familiaridad de los viejos días, apenas empañada por esta nota de gravedad que el paso de la muerte lleva siempre consigo. Nadie pregunta “Tú ¿quién eres?” Se dan perfecta cuenta de que es el Señor.
Terminado el yantar, Cristo llama a Pedro. Éste lleva encima constantemente el peso de su triple negación. Su presunción lo perdió; la contrición la salva. Por el honor del mandato que se le confirió, bueno es que el perdón le sea públicamente concedido.
Jesús lo mira dulcemente, como en otro tiempo, junto al Jordán, como ayer tras el canto del gallo. Y los ojos que ya han llorado tanto su arrepentimiento, se ponen de nuevo húmedos. “Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos?” Desde aquella caída, el pobre apóstol desconfía de las comparaciones. “Aun cuando te abandonasen, yo no lo haré jamás”, proclamaba entonces. Ahora se conoce ya bien. Su jactanciosa seguridad se ha venido al suelo. Por eso se limita a contestar: “Sí, Señor; ya sabéis que os amo”. Jesús responde: “Apacienta a mis corderos.”
Nuevamente brota la pregunta, extraña ya en su insistencia: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Pedro se interroga a sí mismo. Sabe que es débil. Sin embargo, es sincero. Decir lo contrario, sería mentir: “Sí, Señor; ya sabéis que os amo.” “Apacienta a mis corderos.”
Por tercera vez el Maestro vuelve a la carga. “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” Ante ello, el viejo corazón, mal cicatrizado, se siente enteramente sacudido. ¿Habrá por desgracia en su alma otras grietas insospechadas? ¿O querrá, acaso, con una triple protesta de amor, borrar la triple negación? Pedro se humilla más todavía, y remitiéndose a la omnisciencia del que lee como en un libro abierto en las más oscuras mentes, sólo acierta a repetir entre sollozos: “Señor, Vos que lo sabéis todo, ya sabéis que os amo”. “Apacienta a mis ovejas”, añade el divino Interlocutor, confirmándole, a cambio de serle tan adicto, la investidura total sobre el redil de la Iglesia.
La voz se vuelve después solemne. Frente a este , mocetón decidido que no hace mucho, para reunirse con Él, hendía las olas a grandes brazadas, Jesús evoca, con visión profética, al anciano, que el día de mañana, en la colina del Vaticano, ofrecerá dócilmente sus miembros consumidos por el trabajo al beso de la cruz. “En verdad, en verdad te digo que cuando eras más mozo tú mismo te ceñías el vestido e ibas adonde querías; mas cuando seas viejo, extenderás tus manos, otro te ceñirá y te conducirá adonde tu no quieres.”
Una breve palabra pone punto a la conversación. “Sígueme.” El discípulo no ha de quedar por encima del Maestro. Debe seguirle los pasos, heroicamente, hasta el Calvario. Ya está Pedro rehabilitado.
* * *
He de meditar en secreto esta austera lección. La primera pregunta que Cristo dirige a su militante no es: “¿Tienes desparpajo? ¿Conoces el lenguaje y las aspiraciones de las masas? ¿Eres fértil de iniciativas, perito en publicidad, orador popular y gancho de almas?”
Lo que Él le dice es: “¿Me amas?” El apostolado es tarea sobrenatural. Dios es quien, asume su responsabilidad Para entregarse a ella con fruto sólo sirven los corazones arraigados en Dios por amor. Entonces y sólo entonces, actúa Jesús por medio de ellos. Los demás azotan el aire y se clavan la espuela en el ijar, “bronces sonoros, címbalos resonantes”, usando el estilo de San Pablo. Todo eso se lo lleva el viento.
“¿Me amas tú más que éstos?”, sigue insistiendo con más precisión Cristo. Sin entretenerse en vanas comparaciones que no caben en el pensamiento divino, esto quiere decir sencillamente que, cuanto más ensancha un alma su campo de acción, más ha de aumentar en ella la llama de la caridad. De lo contrario, es una carrera hacia el abismo.
– Señor, me hacía falta escuchar esta enérgica llamada al orden. En el arrebato del tumulto, pronto me inclinaría a creer que el apostolado basta para todo. La tarea externa crece. El entenderse de corazón a corazón se hace cada día menos frecuente. Esto es ilógico, lo sé perfectamente; es en verdad un contrasentido del que más tarde o más pronto habría sido yo la víctima y conmigo los quehaceres que tengo a mi cargo. Ahora comprendo que el primer deber del militante es el amor.
– Señor, Vos que todo lo sabéis, sabéis bien que no os amo lo bastante. Aumentad mi amor.
* * *
“Lo mismo que un torrente arrastra consigo, a lo profundo del mar, cuanto encuentra a su paso, igual ¡oh mi Jesús! el alma que se lanza al océano sin orillas de vuestro amor se lleva con ella todos sus tesoros. Señor, Vos lo sabéis, esos tesoros sois Vos quien me los ha confiado; por eso me atrevo a usar vuestras propias palabras, las de la última noche que os vio aun sobre este mundo, peregrino y mortal.
“¡Jesús, Amado mío! Ignoro qué día acabará mi destierro... más de una noche, tal vez, me verá cantar aun aquí abajo vuestras misericordias; pero al fin vendrá también para mí la última noche... y entonces quiero poderos decir:
“Dios mío, quiero que donde yo esté estén también conmigo aquellos que me habéis dado; y que el mundo sepa que los habéis amado como me habéis amado a mí.” (“Historia de un Alma”, Capítulo X.)
 
XLIV. A TODO SARMIENTO QUE DÉ FRUTO MI PADRE LO PODARÁ
(San Juan, XV, 1-8.)
Jesús ha dejado el Cenáculo para ir a Getsemaní. Son las once de la noche. La claridad lunar se vierte a través de un cielo profundo expandiendo su azul luminar sobre las alineadas capas que tapizan las laderas de la colina de Ofel, y las ramas secas que siembran el suelo.
El Maestro deja vagar su mirada hacia los floridos pámpanos y los secos sarmientos. Cuántas veces han comparado los profetas a Israel con la viña escogida. Él hace suya también la alegoría, para explicar la vida de las almas, en una página cuyo acento, cuya poesía, cuyo ritmo y divina elevación, bajo la sencillez de las imágenes, son tal vez lo más acabado del Evangelio.
“Yo soy la verdadera vid, plantada por mi Encarnación, en este mundo. Mi Padre es el labrador. Vosotros sois los sarmientos. Mi gracia es vuestra vida; de mi plenitud recibís. Quien está unido conmigo y yo con él, ése da mucho fruto, porque sin Mí nada podéis hacer. El que no permanece en Mí será echado fuera, como el. sarmiento, y se secará, y le cogerán, y arrojarán al fuego y arderá.”
“Permaneced en Mí que Yo permaneceré en vosotros. Al modo que el sarmiento no puede de suyo producir fruto si no está unido con la vid, así tampoco vosotros si no estáis unidos conmigo.”
“A todo sarmiento que dé fruto, mi Padre lo podará para que dé más fruto.”
“A la rama que fructifica, el viñador la poda. Corta, repela, arranca las vegetaciones parásitas. Amputa sin piedad todo cuanto es egoísmo o lujo vano. Vigila la subida de la savia y con celoso cuidado dirige su curso. Así mi Padre cifra su gloria en que vosotros deis en Mí mucho fruto.”
¿Atisbaron los apóstoles en toda su amplitud el infinito alcance de esta lección y las desconcertantes perspectivas que al género humano abría? No parece que reaccionaran en seguida. Para ver realizados tales esplendores, les haría falta ver a la Mística Viña la primera pasada por el tajo de la crucifixión; les haría falta verse ellos mismos bajo la podadera de las persecuciones y sentir cómo se hundía hasta su corazón la acerada punta del cuchillo divino que fecunda purificando. Sólo entonces comprenderían que “sin derramamiento de sangre no hay Redención”, que todo colaborador del Maestro tiene que “ver realizado en su carne lo que falta a la Pasión de Cristo, por su cuerpo que es la Iglesia”, y en una palabra, que la vocación militante es un llamamiento a la perfección y al sacrificio.
* * *
Muchísimas veces he leído esta página que contiene, como dice Bossuet, “profundidades que hacen temblar”. Ahora se trata de convertirla en hechos. A mí es a quien se dirige Jesús.
– En Mí debes vivir. Separado de Mí no eres más que sarmiento seco, que sólo vale para el fuego. Perdido en mí, de mi belleza revestido, te santificas, te divinizas, eres hijo del Padre que está en los cielos.
En Mí debes crecer. Es la ley de la vida. La planta desmedrada raquítica, sucumbe tarde o temprano a las intemperies. La subida lenta de la savia es el preludio de la muerte. Tengo que progresar en el fondo íntimo de tu ser por la identificación cada vez más completa de tus pensamientos, de tus sentimientos, de tus quereres con los míos.
En Mí debes producir frutos de apostolado. No existen en mi reino flores de invernadero para recreo de los ojos. La dedicación a las almas no es facultativa. Es un deber, no un lujo. Tomate todo esto al pie de la letra. Así empezarás a comprender qué es la vida cristiana.
¿Cómo vivir? ¿Cómo crecer? ¿Cómo dar fruto? Mediante la poda divina que corta las ramas secas y orienta el impulso vital,
Recuérdalo. Aquel fracaso que tanto te humilló hasta el extremo de parar en seco un momento todo tu arranque. Poda.
‘Aquel’ proyecto valiente que tan bien empezó mas se paró después, dejándote en el corazón una vaga amargura y la duda de ti mismo. Poda.
‘Ese’ golpe que notas cuando a despecho de tus esfuerzos y de tus lágrimas, un alma que te es querida abandona el ideal y se precipita en el fango. Poda.
‘Esta’ abrumadora monotonía de una tarea que hay que volver siempre a empezar, esta inseguridad de una obra para la que aún hay poca gente en las filas y cuya gráfica parece la línea quebrada de las temperaturas de un enfermo grave. Poda.
Detengámonos ya. ¿Para qué continuar? Piensa en los mil episodios dolorosos que jalonan tu carrera de militante. Te han asombrado, te han escandalizado. Previsto estaba, sin embargo... para que tú des más fruto.
Piensa en todo esto de ahora en adelante. Esta visión que da la fe te ayudará a descubrir la cruz donde tú no has visto más que crisis.
– ¡Oh. Jesús! Si vuestros amigos escogidos, un Francisco de Asís, una Teresita de Lisieux, pudieron con su fervor, caldear un mundo frío, es porque se abandonaron sin reservas a los tijeretazos del divino Viñador. Tras sus huellas, y a pesar del instintivo miedo de una voluntad rechinante, quiero abandonarme por entero a vuestro Amor Misericordioso. Venced mis resistencias y tomadme a la fuerza.
 
“Úneme siempre a ti, Viña santa y sagrada
y mi débil ramaje te rendirá su fruto,
y así podré ofrecerte mi dulce uva dorada,
siquiera este minuto.
Sus granos son las almas, ¡oh racimo de amores!
Hacerlo habré de prisa: de la noche cae el luto.
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Semillitas al Señor  
  "Así como el sol alumbra a los cedros y al mismo tiempo a cada florecilla en particular, como si sola ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa nuestro Señor particularmente de cada alma, como si no hubiera otras. (Manuscrito A, 3 r°)
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Vos obráis como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con toda sencillez mis penas y mis alegrías, como si él no las conociese... (Manuscrito C, 32)
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Puedes, por lo tanto, como nosotras, ocuparte de "la única cosa necesaria", es decir, que aun entregándote con entusiasmo a las obras exteriores, tengas por único fin complacer a Jesús, unirte más íntimamente a él. (Carta 228)
 
El Señor y los corazones...  
  ¡Ah, qué verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones!... ¡Qué cortos son los pensamientos de las criaturas!... (Manuscrito C, 19 v°)
 
El Señor Es ternura...  
  Al entregarse a Dios, el corazón no pierde su ternura natural; antes bien, esta ternura crece haciéndose más pura y más divina. (Manuscrito C, 9 r°)
 
El Señor esta siempre con nosotros...  
  cielo que le es infinitamente más querido que el primero: ¡el cielo de nuestra alma, hecha a su imagen, templo vivo de la adorable Trinidad!... (Manuscrito A, 48)
 
Santo Rosario  
   
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