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En la escuela de la humildad
IV. TEN MISERICORDIA DE Mí, QUE SOY UN PECADOR
(San Lucas, XVIII, 9-14.)
¡Qué contraste entre estos dos hombres que suben al templo para rezar! El primero se pone bien delante, no tanto para recogerse en sí mismo como para que todo el mundo lo vea. Se escuda en su virtud, se mantiene en pie, yergue el busto; de vez en cuando mira a la multitud como midiéndola, y la abarca toda con sus ojos. Es un hombre de orden, parapetado en su beata suficiencia. Profesional de la justicia legal, especialista de la mortificación, lleva en la frente las bandas rituales y en su manto las franjas, de una longitud desmesurada. Fariseo, “separado”, no ignora ni una iota de los seiscientos treinta preceptos rabínicos y saborea con fruición el halagador murmullo que por doquier resuena a su alrededor.
El otro es un hombre insignificante. Está de rodillas, allá en lo más retirado, entre los mendigos y gente baja. Es un publicano, un agente de las bajas tareas fiscales del romano invasor. ¡Israel es muy benévolo tolerando semejante ralea sobre La colina de Sión!
Desde los dos extremos del santuario, la plegaria sube hasta Dios. El fariseo exhibe complaciente el balance de su ascetismo. El pueblo ayuna un día al año; él lo hace dos veces por semana. Es obligatorio el diezmo de los frutos de la tierra; él lo da generosamente de todos sus bienes. Todo marcha, pues, muy bien. ¿Quién mejor que él honra a Yaveh? ¡Ah, si los demás hicieran lo mismo!
¡Los demás! Instintivamente vuelve la cabeza. Advierte a lo lejos, detrás dé sí, aquel montón de pecadores acorralados, y entre ellos, más contrito, más abyecto que ninguno, el cobrador de los impuestos. La comparación le embriaga. Un grito de agradecimiento le sube a los labios. “Señor: gracias te doy por no ser como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como este publicano... ¡Ah, éste! ¡Él sí que tendrá sobre su conciencia extorsiones y pillajes! Mírale cómo se prosterna sobre las losas, cómo baja los ojos, cómo se golpea el pecho. Desde aquí oigo sus gemidos: “Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pecador.” ¡Desde luego que no querría yo encontrarme en su pellejo!”
No es éste, sin embargo, el parecer de Cristo, que pone fin a la parábola: “Es éste y no el otro el que volvió justificado.”
Sobre el estado de alma del fariseo se cierne la duda. Él encarna la corrección, exclusivamente exterior, de un alma satisfecha de sí misma y que sobre sí misma edifica una religión minúscula y de bajo vuelo. Atentado a la verdad, parodia y caricatura.
El publicano, en cambio, hace brotar de las profundidades de su humildad una llama de angustia hacia el cielo. Él respeta el orden de las cosas: la nada del hombre y el Todo de Dios. Para él son las alabanzas del Maestro: “Todo aquel que se ensalza será humillado; y el que se humilla será ensalzado”. Es la ley de toda santidad.
* * *
En todo hombre hay algo de fariseo, y lo hay mucho en mí.
Lo es la satisfacción que siento en enumerar mis esfuerzos, en sacar la cuenta de mis progresos.
Lo es la comparación que establezco entre mi fidelidad a ciertas prácticas y la indiferencia o él “ya está bien” de tantos otros.
Lo es la tentación que sutilmente me persigue me asedia de llegar por mí mismo – sin que Dios desempeñe más función que la de intermitente proveedor – a las cumbres de la perfección.
El publicano era un niño. El otro no. Yo tampoco.
Creo demasiado en mi valor personal, en la eficacia de mis resoluciones.
¡Qué trabajo cuesta desprenderse del amor propio! Parece como si el pecado original me lo hubiera infiltrado en la sangre en incurable dosis.
Jesús, dulce y manso corazón: haced el mío semejante al vuestro.
* * *
“Las más sublimes inspiraciones no son nada sin las obras. Es verdad que otras almas pueden sacar de ellas mucho beneficio, si testimonian al Señor su humilde gratitud por permitirles participar en el festín de uno de esos privilegiados; mas si éste se complace en su riqueza y hace la oración del fariseo, se vuelve semejante a quien se muriese de hambre ante una mesa bien servida...”
“No tengo más que echar una mirada a los Santos Evangelios: en seguida respiro el perfume de la vida de Jesús, y sé bien a qué sitio acudir. No es el primer puesto sino al último al que me dirijo. Al primero dejo subir al fariseo, y repito, llena de confianza, la humilde oración del publicano.” (“Historia de un Alma”, Cap. X.)
“La santidad no reside en cumplir esta o aquella práctica determinada, sino que consiste en una disposición del corazón que nos vuelve humildes y pequeños entre los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados, hasta la audacia, en su bondad de Padre.” (“Novissima Verba”.)
 
V. VELAD Y ORAD
(San Marcos, XIV, 66-72.)
¡Qué deslumbrante carrera la de Simón, hijo de Jonás! En su comienzo, allá junto al Jordán, la mirada de Jesús largamente posada sobre él, con el nuevo nombre pleno de simbolismo: Pedro. Luego, sobre la soleada grava de Betsaida, aquella posterior llamada, más concreta: “Yo haré de ti un pescador de hombres.” Más tarde, en Hattin, su elección decisiva como apóstol. Y al fin, en Cesárea, su designación de Jefe de la Iglesia, con el poder de las llaves. En todo momento, este pescador de intuiciones geniales, de bruscos impulsos y de corazón loco de amor, se coloca resueltamente a la cabeza del colegio de los doce.
Tiene, sin embargo, un reverso la medalla. Pedro es presuntuoso, fanfarrón, amigo de los oropeles. Le falta la experiencia de su propia debilidad. En muchas ocasiones ha habido que hacerlo volver a su puesto y sin ningún miramiento.
Aquel atardecer, en la intimidad del Cenáculo, exaltado por la primera comunión que acaba de hacer, entona de nuevo sus bravatas. “A donde yo voy, tú no puedes seguirme ahora”, ha dicho el Maestro misteriosamente. Sin reflexionar, Simón Pedro protesta: “¿Por qué no puedo seguirte al presente, si yo por ti daría mi vida? Estoy dispuesto a seguirte a todas partes... a la cárcel... a la muerte...” La voz divina se empaña de melancolía “¿Tú fiarás la vida por mí...? En verdad, en verdad te digo, Pedro, que esta misma noche no cantará el gallo por segunda vez sin que me hayas negado tú tres veces.” Nueva protesta, y más vehemente, a tan odiosa perspectiva. “Jamás, Señor; jamás te negaré. Aunque todos te abandonen, yo permaneceré siempre a tu lado.” Y oprime nerviosamente el pomo de la espada de que acaba de armarse, no sin ostentación.
En el Huerto de los Olivos, invitado a velar y orar con el Cristo agonizante, se descuida de hacerlo. Los párpados le pesan tras tantas pruebas, y se duerme. El tumulto le coge sumido en el sueño. Se levanta, al beso de Judas, corta con gesto irreflexivo la oreja de Malco, y luego todo su valor se desvanece... y huye.
Lo volvemos a encontrar calentándose al fuego, en el atrio del palacio; de Caifás. Están interrogando al Divino inculpado. Pedro, llevado allí por Juan, está al acecho de las más pequeñas noticias. La noche es fresca. Su alma está también transida de frío, mezclado con la soldadesca del cuerpo de guardia, tiende sus manos hacia las llamas. Deberían inclinarlo a la prudencia el pánico de Getsemaní y la apremiante profecía de Cristo. No; él ama a Jesús. Se cree fuerte. Se mezcla en la conversación y se embriaga de palabras, como todos los corazones inseguros. Mas las mujeres son perspicaces. La portera se ha fijado en él. “¿No eras tú también de Los que estaban con Él?” Pedro siente que corre un peligro, aparenta no haber comprendido y farfulla algunas frases atropelladas. “¿Yo? ¡Ni lo conozco siquiera! No sé de qué me hablas.” Primera capitulación que habría debido aleccionarle en cuanto a su capacidad de resistencia.
Un tanto aplanado, se repliega hacia el vestíbulo, mientras allá a lo lejos, el gallo canta. Una criada lo ve, lo interpela y lo acusa. “Este también estaba con Jesús.” Pedro pierde el dominio de sí mismo, y a la negativa añade el juramento. “¡Falso! Yo no soy de ellos. Yo no conozco a ese hombre.”
El incidente se calma. En lugar de huir, se dirige de nuevo junto al fuego. Imprudencia fatal. A su alrededor se cuchichea. Todas las miradas le son hostiles. “¿Acaso vas a negar que tú eres uno de sus discípulos?” “Os digo y os repito que no lo soy.” “¡Vamos, vamos! Tu acento te traiciona. Tú eres galileo... y yo estaba en el huerto y te he visto. Soy pariente de Malco... y ahora ¿qué dices?”
Ya está Simón cogido en la trampa. Un poco más y será a él al que cargarán de cadenas. Al pobre Apóstol le da vueltas la cabeza, se defiende, se confunde en imprecaciones. “¡Os lo juro! ¡Os lo juro! ¡No conozco al tal Jesús!”
Para hacerle volver en su sentido será menester el segundo canto del gallo, y entonces las palabras del Maestro acuden de repente a su memoria. Y mientras el Salvador, encadenado, se dirige al negro calabozo, los divinos ojos totalmente empañados de tristeza, dos ojos infinitamente dulces, se fijan un instante en los suyos, cargados de angustia, y abren en ellos una fuente de lágrimas, que ya nunca jamás se secará.
De este día arranca la conversión del Apóstol. A la claridad de la caída ha medido la profundidad de su miseria, ha aprendido a desconfiar de sí mismo. Del fondo o el abismo ha brotado la fuente pura de la humildad, la verdadera, la auténtica, la que nace de la consideración de la propia nada frente a omnipotencia de Dios: Pedro será en lo sucesivo un dócil instrumento en las manos de Jesús. El camino de la santidad se le ha abierto ya.
* * *
Feliz la culpa que en un corazón tocado de fariseísmo, despierta la contrición del publicano y las lágrimas del Apóstol.
Me conviene mucho volver sobre mí mismo. He vivido mucho tiempo de ilusiones. Creía en la fuerza de mi voluntad. Me sentía seguro. La sacudida de la tentación me ha removido; el vértigo ha hecho presa en mí. ¡De qué altura he caído!
La primera impresión fue de amargo despecho, de desaliento, de leso orgullo. ¿Cómo he podido, yo, llegar a esto? Morbosos pesares, han redoblado mi mal, dejándome indefenso para las recaídas.
Hoy, veo más claro. La aventura de Pedro y la sublime manera con que Dios le puso el desenlace, me enseñan el arte soberano de servirme de mis propias culpas para desasirme de mí mismo y lanzarme a la desesperada en el océano de la misericordia. Ellas me impulsan a acoger con humildad el consejo que un día se le diera a los doce: “Velad y orad, para no caer en tentación, que el espíritu está presto, pero la carne es flaca.”
¡Oh Padre mío! Haced que ame mi pequeñez; haced que nunca suelte vuestra mano, y que si por fragilidad la abandono, tan poco sea que no dure ello sino el tiempo que tarde en volver a cogerla para oprimirla con más fuerza.
* * *
“Ved a los niños pequeños; no cesan de romper, de desgarrar, de tirar las cosas, aun queriendo tanto a sus padres que se lo riñen. ¡Ah! Cuando yo me porto así, como un niño, toco bien de cerca mi insignificancia y mi debilidad; y entonces me digo: ¿Qué sería de mí, qué podría hacer yo si únicamente me valiera de mis propias fuerzas?”
“Comprendo muy bien que San Pedro sucumbiera. ¡Pobre San Pedro! Se afirmaba en sí mismo en lugar de afirmarse en la fuerza de Dios. Estoy segura de que si le hubiera dicho humildemente: ‘Concédeme, te lo suplico, el valor de seguirte hasta la muerte.’ Él le habría dado este valor inmediatamente. Estoy segura también de que Nuestro Señor, no enseñaba a sus Apóstoles, con sus consejos y con su presencia sensible, ni menos ni más de lo que nos enseña a nosotros mismos con las buenas inspiraciones de su gracia. Seguramente que le habría podido decir a San Pedro: ‘Pídeme la fuerza necesaria para realizar tus propósitos.’ Pero no lo hizo, pues, destinándolo a gobernar toda la Iglesia, donde hay tantos pecadores, quería que experimentase por sí mismo cuan poco puede el hombre sin la ayuda de Dios.”
“Por eso, antes de su caída, Jesús le dijo: ‘Cuando hayas vuelto en ti mismo, confirma a tus hermanos’, es decir, cuéntales la historia de tu pecado, enséñales con tu propia experiencia la debilidad de las fuerzas humanas.” (“Novissima Verba”.)
 
VI. ¿PODÉIS BEBER MI CÁLIZ?
(San Mateo, XX, 20-28.)
Dentro de pocas semanas, Cristo subirá al monte Calvario. Acaba de descorrer el velo del terrible escenario que va desde la traición hasta el suplicio. De la tremenda profecía, a Santiago y a Juan sólo se les queda en la mente la espléndida apoteosis: “El Hijo del hombre al tercer día resucitará.” El reino mesiánico se acerca. Es la hora de recoger las mercedes. Lo han dejado todo por seguirle. Ostensiblemente son sus preferidos. ¿Por qué no se les habrían de dar los primeros puestos?
Participando en su conciliábulo María Salomé los anima. Viéndolos tímidos y un tanto vergonzosos, les conduce ella misma a Jesús. A una madre no se le niega nada. “Maestro: Ordena que mis hijos se sienten, el uno a tu diestra y el otro a tu siniestra, cuando estés en tu reino.” ¡Siempre la perspectiva carnal del poder y los honores!
Con toda ternura, considerando bien su ingenua sencillez, Él se vuelve hacia ellos y a ellos se dirige: “No sabéis lo que pedís. ¿Podéis vosotros beber mi cáliz y recibir mi bautismo?” Los hijos de Trueno imaginan combates, lágrimas, sangre. Su ambición, que no su amor, no se espanta. “Sí; podemos” responden a un mismo impulso. “Bien. Beberéis mi cáliz”, prosigue el Cristo, cuya mirada remota divisa a Santiago lapidado por la multitud judía y a Juan sumergido en el aceite hirviente ante la Puerta Latina. “En cuanto a lo de sentaros a mi diestra y mi siniestra, no es a mí a quien toca llamaros. Es secreto del Padre.” Ambos se repliegan sin añadir nada más. Pero los otros diez olfatean la maniobra. Fue un soberbio escándalo. “¡Esto es intolerable! Se aprovechan de su juventud y de los servicios que Salomé presta, para intrigar y escalar el primer puerto. ¡Como si Jesús no supiera por sí mismo seleccionar a los más capaces! “Y los reproches menudean sobre aquellos dos impertinentes, ya pesarosos de lo que han hecho.
La cuestión se agria. Jesús tiene que intervenir. “Vosotros sabéis que los jefes de naciones mandan sobre ellas como dueños y señores. Que no sea así entre vosotros. El más grande será el siervo de todos; el primero se volverá vuestro esclavo. Así ha hecho el Hijo del Hombre que no ha venido para que lo sirvan sino para servir y ofrecerse a la muchedumbre en holocausto.”
* * *
Los corazones puros están más expuestos que los otros a las tentaciones del amor propio. Los corazones fervientes tampoco están a salvo. No se dejan coger en la burda trampa del fariseísmo, envaneciéndose, aparentando que rezan, en su propio panegírico. Su ternura es sincera, recto su espíritu. Arden en deseos de unirse a Cristo y por instinto reclaman sus privanzas. Pero son como grandes niños mimados, que no distinguen bien la sutil vanidad que enturbia sus ambiciosos sueños. Como los primeros pasos de la vida espiritual han sido fáciles para ellos, se creen que van a alcanzar la cumbre con facilidad. Su temeridad, nacida de su inexperiencia, se embriaga de tempranas victorias. Los demás avanzan penosamente: son lisiados que se yerguen al recibir la absolución, mas a los que les dolerán siempre sus cicatrices. Ellos, en cambio, están sanos. Su puesto, de derecho, está a la diestra del Señor. Y Jesús los llama al orden. Ellos se apresuraban hacia los escarpados senderos de la montaña. Él les lleva consigo al valle de la humildad. Ellos se embriagaban de caricias divinas. Él les acerca a los labios la copa del sacrificio. El discípulo no está por encima del Maestro. Renunciar a sí mismo, desposeerse de todo, anonadarse, en suma, es el secreto de toda perfección, la ley de toda santidad. Jesús ha escogido el último puesto. Como nadie puede arrebatárselo, hay que ir por el penúltimo. Así es, en el Reino, la escala de los valores, el código de las precedencias. “Muertos estáis dirá San Pablo a los Colosenses – vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.”
Lo noto y lo advierto. Toda una reversión es lo que quiere Dios operar en mí. Para ser suyo, debo, en el sentido literal de la palabra, humillarme, retornar a ese humus, a ese limo original del que Él me hizo y que sólo es grande si lo traspasa su Espíritu.
Enseñadme, Señor, a hacer vuestra voluntad.
* * *
“Nuestro Señor respondió una vez a la madre de los hijos del Zebedeo: ‘Estar a mi derecha o a mi izquierda es para aquellos a quienes mi Padre lo concede.’ Imagino que estos puestos privilegiados, negados a grandes santos y mártires, serán para los niños. ¿No lo ha profetizado así David cuando dice ‘que el pequeño Benjamín presidirá las asambleas?’ ”
“El único medio de progresar rápidamente por el camino del amor es el permanecer siempre bien pequeño. Yo así lo hago. Por eso puedo, cantar ahora con nuestro Padre San Juan de la Cruz:
y abatíme tanto, tanto,
que fui tan alto, tan alto,
que a la caza le di alcance’.”
(“Consejos y Recuerdos.”)
 
VII. YA NO SOY DIGNO DE SER LLAMADO HIJO TUYO
(San Lucas, XV, 11-32.)
La miseria humana entregada como presa a la misericordia divina: así es el hijo pródigo. La aventura comienza como un pequeño suceso: un hijo de familia, que se aburre bajo el techo paterno, que quiere darse una gran vida, y se siente irritado por el decoro, las buenas formas y las tradiciones morales que constituyen su medio ambiente. Quiere salir al mar ancho. Lejos se está más libre. Pide su parte en la herencia y se va.
Pasto de cortesanas, pronto lo dilapida todo: dinero, salud, honor... De la efímera aventura, sólo le queda un gasto de ceniza en los labios y un vacío espantoso en el corazón. Para colmo de desdichas, el hambre asola la comarca. Él es un forastero, un desarraigado, sin oficio ni vínculo alguno, y para colmo, roído por la crápula. ¿Cómo vivir?
Volvemos a hallarlo guardando cerdos en un bosque de encinas. Trabaja por la comida – esas bellotas caídas del árbol, esas insípidas algarrobas que disputa a los animales, aun en la misma gamella –, pues no hay vecino alguno que quiera procurársela. El abatimiento se apodera de él, y con el abatimiento, la sensación física de estar hundido para siempre. ¡Cómo ha podido venir a parar a esto, y por culpa suya, y por la busca ciega de qué voluptuosidades! A su memoria vuelve, con claridad viva, la escena ignominiosa. ¡Bien se lo anunciaba su padre!
¡Su padre! Su solo nombre hace que las lágrimas llenen sus ojos. Lo vuelve a ver, inclinado, encanecido, gastado, y tan digno, sin embargo, en su dolor, en la hora del supremo adiós. ¿Cómo ha podido él infligirle tal martirio? ¡Cielo santo! ¡Qué sin corazón se es a los veinte años!
El hambre se ceba en él con más fuerza. ¿Va él a seguir comiendo estas odiosas habas que le dan ya náuseas? Ni las querrían los criados de su casa, y él, tan regalado antaño, ahora las devora.
“Me levantaré, e iré a mi padre, y le diré: Padre mío, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.” Y con súbita resolución, por miedo a volverse atrás, coge su cayado y se pone en camino.
Cuanto más se acerca a los paisajes familiares a su infancia, más le sobrecoge la emoción, pero más le invade la vergüenza también. Se ve harapiento, escuálido, tarado por la lujuria... hecho, en suma, un triste despojo. ¿No irá su padre a rechazarlo, a maldecirlo, a echar los perros contra él?
Mas ¿quién es aquel anciano que se divisa allá, viniendo por el camino? Avanza hacia el mendigo, se detiene, lleva su mano a los ojos, le contempla un instante, y se lanza a su encuentro. No cabe ninguna duda. Es él. La voz de la sangre lo señala. Entonces él se precipita a sus pies: “¡Padre! ¡Padre, he pecado!” “¡Hijo! ¡Oh, hijo mío!” Y el anciano, interrumpiendo su confesión, le cubre de besos y de abrazos, le oprime entre sus brazos, solloza, y luego le abraza y le besa de nuevo sin cesar. “¡Cuánto habrás sufrido, hijo! ¡Qué demacrado estás! Pero ahora eso ya ha concluido. ¡Ya no nos separaremos nunca más!” Y sin aguardar explicaciones, el padre empieza a dar órdenes. “Presto, traed aquí luego el vestido más precioso y ponédselo; ponedle un anillo en el dedo y calzadle las sandalias. Y traed un ternero bien cebado, matadlo y celebraremos un gran banquete. Hoy es día de gozo y fiesta, pues que este hijo mío muerto estaba y ha resucitado; habíase perdido y ya lo he hallado.”
En cuanto al mayor, el hijo bueno y justo, que refunfuña envidiosamente, y pide cuentas a su padre a la puerta misma de la casa, un día u otro comprenderá él también. Y si todo lo ocurrido lo conduce a penetrar en el corazón de un padre y a desprenderse para siempre de su fría corrección para vivir al fin la verdadera intimidad del hogar, todos habrán salido ganando y será un doble regreso y un doble gozo.
* * *
Sobre este episodio, cualquier comentario lo marchitaría. Básteme entenderlo y aplicármelo.
¿Soy yo el hijo menor, salido del fango del pecado mortal? ¿O soy el mayor, enemigo de todo exceso, pero tan reservado, tan lejano y frío, que el padre se duele en silencio y ha de reprimir una ternura que tanto querría expandir? Sea como sea, el secreto de la vida de familia se me revela bien claramente. Es menester que yo penetre en mí mismo, que me dé perfecta cuenta de mi indigencia, que confíe en el perdón y me abandone sin miedo al amor de mi Dios. Fiel o fugitivo, todo, a sus ojos, está mancillado. Nada es sin su bondad, nada vive sino de su gracia. Desgraciado de aquel que confía en sus propios méritos. Hay exclamaciones de ternura que no se elevan sino de un corazón deshecho de arrepentimiento.
Señor: yo no tengo mío más que mis pecados; no soy digno de llamarme hijo vuestro. Pero Vos me amáis; todo lo que es vuestro es mío. Tened piedad de vuestro hijo.
* * *
“Dios a mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de este espejo inefable es como yo contemplo todos sus demás atributos. Todos ellos se me muestran entonces deslumbrantes de amor. ¡Qué alegría más dulce la de pensar que el Señor es justo, es decir que considera nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿De qué puedo tener miedo, pues? Dios, infinitamente justo, que se digna perdonar con tanta misericordia las culpas del hijo pródigo ¿no ha de ser justo también conmigo que siempre estoy con Él?” (“Historia de un Alma”, Capítulo VIII.)
“Entristecen mucho más el corazón del buen Jesús las mil pequeñas imperfecciones de sus amigos que las faltas, incluso graves, que cometan sus enemigos. Ahora bien, hermano mío, me parece a mí que únicamente cuando los suyos hacen ya costumbre de sus indelicadezas y no le piden por ellas perdón, es cuando Él puede decir: ‘Estas llagas que veis en la palma de mis manos, me las han hecho en la casa de los que me amaban’.
“Por aquellos que lo aman y que a cada pequeña falta vienen a echarse en sus brazos pidiéndole perdón, Jesús se estremece de alegría. Entonces dice a sus ángeles lo mismo que el padre del hijo pródigo decía a sus criados: ‘Ponedle en el dedo un rico anillo y regocijémonos’. ¡Ah, hermano mío, cuan poco conocidos son la bondad y el amor misericordioso del Corazón de Jesús! Verdad es que para gozar de semejantes tesoros hay que humillarse, reconocer la propia nulidad y esto es precisamente lo que muchísimas almas no quieren hacer.” (“Carta VIII, de 13 de julio de 1897, a su hermano espiritual”.)
 
VIII. SEÑOR, ACUÉRDATE DE Mí CUANDO HAYAS LLEGADO A TU REINO
(San Lucas, XXIII, 39-43.)
Había una vez un ladrón, uno de esos especialistas del robo a mano armada, cuyas cabezas están puestas a precio y que más pronto o más tarde caían, de resultas de una buena redada, en las manos de la policía imperial. Éste ya había sido cazado e iba a concluir en el patíbulo su pobre vida de malos pasos. Todo su cuerpo estaba roído por los sufrimientos, por esa tortura lenta y refinada de la cruz, que dejando intactos los órganos vitales, disloca todos los miembros, atravesándolos de bruscas descargas, como tremendas sacudidas nerviosas, y prolonga la agonía largamente. La víctima querría buscar alivio en el movimiento, mas los clavos, inexorables, desgarran las carnes que se agitan. La sed se enciende, alucinante. Enjambres de mosquitos se ceban en las vivas llagas. Poco a poco la congestión va invadiendo el cerebro. Una bruma de sangre va velando los ojos.
Esta clase de condenados suele gesticular, implorar, maldecir. Engañan su dolor a fuerza de imprecaciones. Es lo que hace el otro, el de la izquierda, que blasfema como un endemoniado, y la emprende con este mismo Jesús que a su lado está también crucificado. En cambio él, Dimas – así dice la tradición que se llamaba – ha podido un momento mezclar su voz al concierto de injurias levantado contra el rabí galileo, y pensar para sí lo que el otro le gritaba: “Si tu eres verdaderamente el Cristo ¿por qué no te salvas y nos salvas a nosotros contigo?” Mas ahora la gracia le ha tocado. La majestad de este reo le impresiona. Su dulzura le conmueve. Hace poco ha rechazado el narcótico anestesiante. Ahora pide perdón para sus verdugos. Su Madre, erguida al pie de la cruz da una impresión tal de bondad y de dignidad... El instinto del bandido es infalible. Él entiende bien en materia de criminales: Este no lo es. Desde luego no es como él. Y Dimas, crujidos los miembros, evoca en medio de las tinieblas que ya le rondan, con la lucidez de un moribundo, toda su miserable existencia, ensombrecida por los vicios y los crímenes.
La contrición le gana. Lo que en él quedaba de hondamente honrado, se despierta. Los recuerdos de antaño, suben a la superficie: la imagen de su madre, algunos retazos de oraciones... ¡Quién sabe! Tal vez imprecisa y vaga, una parábola de este Jesús, oída en cualquier camino. El odio de los fariseos hacía este hombre le subleva. Tiembla por su compañero que está uniendo sus sarcasmos a los de ellos. Ya no puede contenerse: ha de proclamar su convicción en voz bien alta; después de todo no  tiene nada que perder. “¿Es posible que no sientas temor alguno de Dios, tu que padeces el mismo suplicio? A nosotros no se nos da sino lo que hemos merecido; es justicia. Pero Él ¿qué daño te ha hecho?”
En las ansias de la agonía, Jesús se estremece. Sólo injurias y puños amenazantes ve y oye por todos lados. Judas le ha vendido – Pedro le ha negado –, los demás han huido; aquellos a quienes ayer sanó con sus milagros, están confusos... Y en este derrumbamiento ostensible de todo su reino, es un malhechor moribundo el único que toma públicamente su defensa contra los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo. La gracia iluminante va recta al corazón del bandido, y despierta en él una loca esperanza de levantamiento moral, de rehabilitación, de salvación... algo así como una ingenua ternura que se abraza desesperadamente al amigo de la última hora.
Dimas inclina su cabeza hacia el rostro circuido de espinas. Saboreemos nosotros la dulzura de tal nombre en tales labios “Jesús; acuérdate de mí cuando hayas llegado a tu reino.” ¿Qué es lo que sus ojos divisan? Todo y nada. Él sabe solamente que este rabí se dice rey de los judíos, que es inocente, que es bueno... y al borde de la tumba, no teniendo ya nada que esperar de los hombres y no pudiendo contar para nada consigo mismo, se confía a este Desconocido, en el cual sin embargo él presiente un Dios.
La respuesta le llega, inefablemente dulce, sellada con el juramento de las promesas solemnes: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.”
* * *
Recojamos de rodillas la lección que se desprende de semejante milagro.
Vemos aquí una conciencia obscura en las ansias de la muerte. ¿Qué se necesita para que se filtre en ella un rayo de la eterna luz? Una mirada de compasión a su miseria, una mirada de amor hacia Jesús, una palabra de confianza dicha, en la oscuridad; y el ladrón, justificado en el mismo instante, recibe de la boca misma de Cristo, la seguridad anticipada de su canonización. ¿Qué importan luego las angustias finales y la turba de soldados quebrándole a mazazos las rodillas? Uniendo su tránsito al gran grito de Cristo expirante, el buen ladrón muere en un transporte de amor: “Señor, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Éste, éste es el divino ascensor de que hablaba Teresita. Los brazos de Cristo han elevado esta alma a las cumbres de la santidad. También a mí pueden subirme hasta ellas, a pesar de mis culpas pasadas, o mejor dicho por razón misma de esas culpas si su recuerdo me ha hecho más pequeño y más humilde, más consciente de mi propia miseria y más ávido de perdón y de amor.
Jesús, acuérdate de mí que sólo soy ceniza y fango.
* * *
“No por haber sido preservada del pecado mortal dejo de elevarme a Dios por la confianza y el amor... ¡Ah! Siento bien que aunque tuviera sobre mi conciencia todos los crímenes que se pueden cometer, no perdería ni lo más mínimo de mi confianza en Dios; iría, a pesar de todo, con el corazón roto de arrepentimiento a echarme en los brazos de mi Salvador. Sé que acaricia al hijo pródigo, conozco sus palabras a la Magdalena, a la mujer adúltera y a la Samaritana... No; nadie podrá aterrorizarme porque sé bien a qué atenerme en punto a su amor y a su misericordia. Sé bien que toda esa multitud de ofensas se evaporará en un cerrar y abrir de ojos, lo mismo que una gota de agua echada en una hoguera.” (“Historia de un  Alma” cap. X).
“Mis protectores en el cielo y mis privilegiados son los que lo han robado, como los Santos Inocentes y el Buen Ladrón, Los grandes santos lo han ganado con sus obras, yo quiero imitar a los ladrones, quiero conseguirlo por la maña y por la astucia, una astucia de amor que me abrirá sus puertas, a mí y a los pobres pecadores. El Espíritu Santo me alienta, pues dice en los Proverbios: “Venid, pequeñuelos, y aprended de mi sagacidad.” (“Consejos y Recuerdos”.)
Semillitas al Señor  
  "Así como el sol alumbra a los cedros y al mismo tiempo a cada florecilla en particular, como si sola ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa nuestro Señor particularmente de cada alma, como si no hubiera otras. (Manuscrito A, 3 r°)
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Vos obráis como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con toda sencillez mis penas y mis alegrías, como si él no las conociese... (Manuscrito C, 32)
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Puedes, por lo tanto, como nosotras, ocuparte de "la única cosa necesaria", es decir, que aun entregándote con entusiasmo a las obras exteriores, tengas por único fin complacer a Jesús, unirte más íntimamente a él. (Carta 228)
 
El Señor y los corazones...  
  ¡Ah, qué verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones!... ¡Qué cortos son los pensamientos de las criaturas!... (Manuscrito C, 19 v°)
 
El Señor Es ternura...  
  Al entregarse a Dios, el corazón no pierde su ternura natural; antes bien, esta ternura crece haciéndose más pura y más divina. (Manuscrito C, 9 r°)
 
El Señor esta siempre con nosotros...  
  cielo que le es infinitamente más querido que el primero: ¡el cielo de nuestra alma, hecha a su imagen, templo vivo de la adorable Trinidad!... (Manuscrito A, 48)
 
Santo Rosario  
   
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