I. DAME DE BEBER
(San Juan, IV, 5-42.)
En las afueras de Sicar, en la tierra hostil de Samaría, un descansadero, un pozo... En su brocal, Jesús se sienta. ¡Ha caminado tanto hoy! Los apóstoles han ido a buscar provisiones. Él acecha un alma... la de esta pecadora que avanza, sensual y riente, el cántaro bien plantado sobre su cabeza.
“– Mujer, dame de beber...”
Ella queda suspensa, ignorando qué sed puede atormentar el Corazón de un Dios. “¡Hablar así un judío a una samaritana!” Exceso de candor, ciertamente. ¡Tanto odio separa a los dos pueblos!
Él clava en pleno corazón su palabra incisiva. “Si tú conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, tal vez habrías sido tú la que a Él se lo hubiera pedido, y Él te daría un agua viva.”
La mirada, el acento, la majestad de este extranjero impresionan. A ella la invade un gran respeto. “No tenéis con qué sacarla y el pozo es profundo. ¿De dónde me vais a dar esta agua viva?”
Aguardaba el Maestro esta pregunta, signo de un alma que se abre. Su gracia profundiza más todavía. “Los que beban del agua de este pozo tendrán otra vez sed. Y ya no la tendrá nunca más el que beba del agua que yo he de darle, porque ella se convertirá en él en fuente de perpetuo manar hasta la vida eterna.”
La mujer presiente un misterio inefable y, sin comprender aun, se rinde a la invencible llamada: “Señor, dame de esa agua para que no tenga ya más sed ni haya de venir aquí a sacarla”.
Es demasiado pronto todavía. Antes de hacerla beber en las fuentes del Evangelio, Jesús quiere explorar esta conciencia, poner al descubierto sus ocultas llagas, inspirarle la nostalgia de una vida más alta, elevarla poco a poco a esa “adoración en espíritu y en verdad” que calme sus ansias al sumergirla en lo infinito de Dios.
Al terminar su diálogo, Él hará a esta mujer pública la revelación fulgurante que niega a los doctores de Israel: “Yo soy el Mesías, yo, que te estoy hablando.” Deslumbrada, subyugada, la ramera convertida en apóstol arrastrará a todo Sicar a sus pies.
* * *
Yo soy esta alma que va a saciar su sed en las turbias cisternas del amor propio y de los placeres. En mis labios queda aún su amargor, con la atroz quemadura de una sed inextinguible. Él mundo no da la calma a los que en él confían.
Y he aquí, al Hombre-Dios que me acecha en el camino, que me mira y me interpela. “Hijo, dame de beber”. – Señor, ¿queréis burlaros de mí? Vos sois la Riqueza yo, la indigencia. Un Francisco de Asís, una Teresita de Lisieux, tienen para Vos atractivo, ¿pero yo? – Si tú conocieras el don de Dios, verías cuan seriamente te he hablado, dejarías las fuentes envenenadas y buscarías el agua viva. Tu sed se uniría a mi sed. Tengo sed de tu amor, de tu santificación, de tu felicidad. Ten tú sed de recibirme, de poseerme, de dejarte ganar por mí. Dame tus deseos y déjame hacer. No me resistas. Yo soy tu Dios y tu amigo, yo que te hablo.
¡Oh, qué conmovedor diálogo! ¡Qué luz en mi camino! Señor, ¿cómo deciros que no? Vos sabéis bien lo que yo valgo. Me doy todo a Vos.
* * *
Dice Dios:
“No aceptaré de tu casa becerros, ni machos cabríos de tus rebaños.”
“Porgue mías son todas las fieras silvestres, los ganados: que pacen en los montes, y los bueyes.”
“Conozco todas las aves del cielo, y en mi poder están las amenas campiñas.”
“Si yo tuviese hambre no acudiría a ti; porque mía es la redondez de la tierra, y cuanto ella contiene.”
“¿Acaso he de comer yo la carne de los toros, o de beber la sangre de los machos cabrios?”
“Ofrece a Dios sacrificios de alabanza, y cumple tus promesas Altísimo.” (Salmo XLIX, 914.)
“Esto sólo es lo que Jesús pide de nosotros, No necesita de nuestras obras, sino únicamente de nuestro amor. Este mismo Dios que declara no tener necesidad ninguna de decirnos si está hambriento, no tiene el menor reparo en mendigar de la Samaritana un poco de agua... ¡Tenía sed! Mas al decir dame de beber, era el amor de su pobre criatura lo que el Creador del universo reclamaba. ¡Tenía sed de amor!”
“Sí; Jesús está más sediento que nunca. Sólo ingratos indiferentes encuentra entre los discípulos del mundo; y entre los discípulos suyos, qué pocos corazones halla que se entreguen sin reservas a la ternura de su amor infinito.” (“Historia de un Alma”, Cap. XI.)
II. TÚ TE AFANAS Y ACONGOJAS... Y UNA SOLA COSA ES NECESARIA
(San Lucas, X, 38-42.)
Hay fiesta en Betania. Viene Jesús. Parará en casa de Lázaro; Cada uno sabe bien en dónde se halla a gusto. En su honor, la casa ha sido aseada de arriba abajo. Todo está ataviado como para los más solemnes días.
Cruzados los primeros saludos, Marta anda acá y allá muy afanada. Él está tan fatigado... le dejan descansar tan poco, que le será muy grato detenerse unos instantes. Ella le preparará una buena comida; su hermana la ayudará.
María, sin embargo, no ha podido, sustraerse al gozo de escucharlo un momento. Se sienta, a sus pies y le mira fijamente con sus grandes ojos húmedos. Él habla de su Padre, que ha amado tanto al mundo que le ha dado a su Unigénito; habla del desmedido amor que le lleva hacia la cruz... de su reino interior, en lo más profundo de las almas. María sigue allí. ¿Cómo arrancarse a semejante seducción?
Marta se impacienta. ¿Es momento, acaso, de importunar al Maestro? ¿Tal vez no ha predicado ya bastante hoy? ¡Y la comida no adelanta! Esta María, siempre igual. Cuando está junto a Jesús, todo lo demás no existe para ella. Él sí que comprenderá.
En voz baja, en tono de cordial familiaridad, Marta le susurra al oído:
– Señor, ¿no ves cómo mi hermana me deja afanarme sola? Debes decirle que me ayude.
Él no se ofende. ¡Marta es tan buena! Con indulgencia sólo sonríe ante esta ingenua petición. Mas ya su pensamiento se ha alejado de la escena que sus ojos contemplan. A través de María, acurrucada a sus pies pareciendo implorar su protección. Él entrevé todas las almas implorantes, ávidas de evadirse de la confusión del mundo, para charlar con Él de corazón a corazón.
Como en un suave aleteo, Jesús eleva el plano de la conversación. Consagrarse a su persona y a su causa, es lo que vale. Mas, por favor, huid de la agitación, huid de las preocupaciones excesivas y de la humana naturaleza. Lo que importa no es prepararle un festín, sino nutrirse de su vida. La actividad disipa cuando no va precedida del reposo de la oración.
“Marta, Marta: tú te afanas y acongojas distraída en muchísimas cosas; y a la verdad que una sola cosa es necesaria. María, ha escogido la mejor parte, de que jamás será privada.”
* * *
Está bien claro que hasta los más pequeños detalles de este encantador fragmento parecen apuntar de lleno a mi corazón.
Amo el ruido, el movimiento, las tareas y los quehaceres múltiples, las reuniones nocturnas, esta vida, en suma, en la que uno ya no se pertenece a sí mismo y que hace exclamar en torno mío, en elogiosos términos a los que no soy ciertamente insensible: “¡Éste sí que es dinámico, y emprendedor!“
¿Y qué resultados tiene semejante despliegue de actividad? Sólo Dios lo sabe. Para mí, hay momentos en que únicamente me produce desazón y malestar. Siento confusamente que mi vida interior no se encuentra a la altura de mi vida de apostolado. La oración me cansa. Abrevio mis visitas a la iglesia. Sin el menor reparo, llego incluso a quedarme sin hacerlas por cumplir un encargo, preparar una junta o reunirme con un amigo. A veces tengo la impresión de que me he quedado vacío.
“Tú te afanas y acongojas en muchas cosas y una sola es necesaria”. “¿Cuál, Señor?” “Cumplir mi voluntad, y, para bien conocerla, recogerte y escucharme cada día en el silencio de la oración.” “Entonces ¿me he de dedicar a la vida contemplativa y meterme en un convento?” “No; no hay que meterse en ningún convento, sino sólo abrir mi Evangelio, meditar mi palabra, impregnarte de ella para de ella vivir, y penetrado así de mi Espíritu, dar a tu acción militante la plena eficacia sobrenatural.”
“Háblame Señor; que ya tu siervo escucha.”
* * *
“Las almas ardientes no pueden permanecer inactivas. Indudablemente, como Santa Magdalena, las almas contemplativas se echan a los pies de Jesús, escuchando su palabra dulce e inflamada. Parece que no dan nada y dan mucho más que Marta, que se afana, y se acongoja distraída en muchísimas cosas. Sin embargo no son las tareas de Marta, sino sólo su inquietud, lo que censura Jesús; a esos mismos quehaceres, su divina Madre, se sometía humildemente, pues había que preparar las comidas de la Sagrada Familia.”
“Esto lo han comprendido todos los santos, pero más especialmente tal vez las que inundaron el universo con la luz de la doctrina evangélica. ¿No fue acaso la oración el manantial en que San Pablo, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, San Juan de la Cruz, Santa Teresa y tantos otros amigos de Dios, bebieron esta admirable ciencia que pasma a los mayores genios?” (“Historia de un Alma”, Capítulo X.)
“En mis horas de oración, es el Evangelio mas que nada lo que da pasto a mis reflexiones. En él encuentra cuanto puede necesitar mi pobre alma. En él descubro cada vez rayos de luz nueva, sentidos ocultos y misteriosos. Comprendo bien y lo sé además por experiencia, que el reino de Dios está dentro de nosotros mismos. Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas; Él, Doctor de doctores, enseña sin ruido de palabras. Nunca le he oído yo hablar, pero sé que está dentro de mí. A cada paso me guía y me inspira; yo diviso, en el preciso instante en que me son necesarias, claridades antes desconocidas.” (“Historia de un Alma”, Cap. VIII.)
III. SI NO OS HICIERÉIS SEMEJANTES A LOS NIÑOS...
(San Mateo, XVIII, 1-4; San Marcos, IX, 32-36,)
Iban hacia Cafarnaum, a la cabeza Jesús orando, mientras los doce conversaban por pequeños grupos. Las altas voces revelaban una seria discusión. Estos tercos judíos hablaban de puestos y de honores. Sin duda que Pedro había recibido las llaves del reino, mas al día siguiente mismo se le había tenido que reprender. En definitiva, pues ¿cuál era el primero? Cada uno ¿.guardaba su vez. Él Maestro, allá delante, callaba.
Por la noche, en su cotidiano descansa del camino, pregunta indiferente: “¿De qué ibais hablando cuando veníamos?”
Sigue un silencio embarazoso. Los doce cambian entre sí inquietas miradas. ¿Lo habría oído? ¡Él está tan por encima de estos minúsculos enredos! Se sienten adivinados; un sordo malestar oprime los corazones. Por fin uno de ellos, más osado, se decide. Sin embargo, desvía un poco la cuestión, a cuento de darle algo más de viveza. ¡Son tan sórdidas en el fondo, estas disputas por la prioridad!
– Señor, ¿quién es, a tu parecer, el mayor en el Reino de los cielos?
Grave, casi severo, Jesús responde:
– Si alguien quiere ser el primero ha de hacerse el último de todos y el servidor de los otros.
Luego, juntando la acción a la palabra, en el estilo de los viejos profetas, hace venir a un niño, a uno de aquellos pequeños que las mujeres del pueblo le traían a su paso para que los bendijera.
Tiernamente, el Maestro lo pone en medio del grupo, lo sube a sus rodillas, le tranquiliza con un beso y declara con una solemnidad que deja a todos pensativos:
– En verdad, en verdad os digo que si no os volvéis y hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos.
¡Ya han hallado su respuesta! Querían un código de la jerarquía, y los nivela por abajo. Buscaban el primer puesto y se les pone la infancia como espejo. No se debe tratar, pues, de hacerse el más grande, sino de volverse pequeño. Y ello no, a la verdad, de un modo potestativo. El acceso al reino tiene este precio. Para que semejante paradoja pueda calar hondo en estos duros cerebros judaicos, hará falta más de una lección. Sólo el Espíritu Santo, en las lenguas de fuego de Pentecostés será capaz de lograrlo.
El niño por su parte ha vuelto a sus juegos. La revolución prodigiosa de la cual ha venido a. ser el héroe involuntario, le tiene sin cuidado. Él ha comprendido únicamente en el cálido respeto del abrazo de Cristo, que este Jesús no es un Rabí como los demás, que ahuyentan de su lado a los niños. Él los ama.
* * *
El secreto de mi santificación, helo aquí, pues: Volverme niño.
Apenas despertada en, mí la sed de Cristo, ¡cuántos castillos espirituales en el aire no he levantado! He soñado en fervores de capa y espada; en golpes de pecho, mortificaciones y sacrificios minuciosamente anotados. Querría escalar la perfección a fuerza de puñetazos, mas presto en las horas de fatiga, a abandonar del todo un programa demasiado hermoso. He pordioseado a derecha e izquierda fórmulas de vida mejor, he abrevado en todas las escuelas, he pedido anticipos a todas las devociones. Y siempre y por doquier me ha rondado esta obsesionante preocupación: ¿Cómo crecer en santidad?
Cristo me responde hoy echando por tierra todos mis planes. El camino recto es la vía de la infancia espiritual. Para subir hay que bajar primero. El punto de partida de la conversión es la imitación cristiana del niño pequeño.
Señor, ayudadme a comprender. En Vos confío.
* * *
“Yo puedo, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad. Que crezca es imposible. Debo soportarme tal como soy, con mis imperfecciones innumeras, mas quiero buscar el medio de ir al cielo por un pequeño sendero, muy recto, muy corto, un pequeño sendero completamente nuevo. Estamos en un siglo de grandes inventos: ahora ya no hace falta subir los peldaños de una escalera, en las casas ricas, un ascensor la reemplaza con ventaja. También yo querría encontrar mi ascensor para elevarme hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir por Ia dura escalera de la perfección.”
“He pedido, pues, a los Libros Santos que me muestren el ascensor que demanda mi deseo, y he leído estas palabras, salidas de la boca misma de la eterna Sabiduría: ‘Si alguno es como un niño pequeño, que venga a Mí’. Y me he acercado a Dios, adivinando bien que había descubierto lo que buscaba, y queriendo saber aún qué es lo que Él haría al niño pequeño, he encontrado esto: ‘Igual que una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo, así os estrecharé sobre mi pecho y os meceré sobre mis rodillas’.”
“Ah, nunca palabras más tiernas, más melodiosas, han venido a regocijar mi alma. El ascensor que me ha de elevar hasta el cielo son vuestros brazos, oh Jesús. Para eso no me hace falta crecer, al revés, es preciso que continúe siendo pequeña, que lo sea cada vez más, ¡Oh, Dios mío: Vos habéis rebasado mi esfera y yo quiero cantar vuestras misericordias!” (“Historia de un Alma”, Cap. IX.)