IX. UNA NUEVA OS ANUNCIO DE GRANDÍSIMO GOZO: OS HA NACIDO EL SALVADOR
(San Lucas, II, 1-20.)
Al sudeste de Jerusalén, en dirección al Mar Muerto y en el verdeante valle de Beth Saur (¿Betsaida?) que vio a Jacob apacentar sus rebaños y a David estrangular a los osos, unos pastores descansan en el aprisco. De improviso el que ha quedado de guardia da voces de alerta. En el cielo, tachonado de estrellas, un fulgor se enciende: un ángel aparece. Sobrecogidos, caen al suelo. Les ha invadido ese temor físico a Jehová, que desde la tempestad del Sinaí no ha abandonado ya nunca más al pueblo de Israel.
“No temáis, dice el celeste mensajero; vengo a anunciaros una gran alegría. En el pueblo de David, hoy, os ha nacido el Salvador, el Cristo, el Señor.” ¿Os hacéis cargo del transporte de estas humildes gentes, tratadas por todos como parias, porque viven entre matorrales, al margen de la ley? Ha venido el Mesías... y de este gozo las primicias son para ellos. Una fantasmagoría de grandeza cruza su espíritu: ¡Un Jefe, un Dominador mundial, un prestigioso Soberano que doblegará el universo a la voluntad de los judíos!
El ángel prosigue: “He aquí las señales por las Que lo conoceréis: hallaréis a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Y la voz ahora, se agranda hasta el infinito. Es todo un concierto que allá en los cielos orquesta el gran acontecimiento: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.”
¡Un niño! ¡Unos pañales! ¡Un pesebre! Extraño cuadro que raya en lo inverosímil. Estos hombres sencillos, sin embargo, no dudan ni un momento. “Vamos a Belén”. Y provistos de ingenuos presentes, con paso presuroso, buscan en la noche. ¡Allí se ve un fulgor! ¿Es una linterna que se mueve? ¿Es un halo de luz desprendido de algún ángel? Allí está, en la ladera de la caliza colina, en una de esas cuevas, naturales que sirven de establo cuando el tiempo sé vuelve menos clemente. Y en el centro, un comedero en el que lanza sus vagidos el recién nacido; muy cerca, a su lado, contemplándolo con amoroso y tierno recogimiento, hay un hombre y una mujer de rodillas. ¡Pobres gentes! ¡Venir a dar aquí, sobre estas briznas de paja, con un frío tan intenso! ¡Qué .punzante dolor para una madre! ¿Es que ya no había sitio en el mesón? Mas ya la Madre les presenta a su Hijo. Lo besan ingenuamente, prorrumpen en exclamaciones, lloran de alegría, le tienden sus menudos regalos. ¡El Mesías! ¿Es posible? ¡Qué dulce y bella es esta noche, santo Dios!
Bien pronto, todo Belén resonará de cánticos. Y mientras María repasará en su imaginación estas horas llenas de misterio, ellos volverán hacia sus pastos, seguros para siempre de que la estrella de salvación se ha elevado sobre su miseria para transfigurarla.
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¡Cuántas veces he saboreado esta atrayente visión de Navidad! Pero ¿he pensado alguna en toda su hondura? El Verbo hecho carne, la eterna Sabiduría en figura de niño, el Cristo eligiendo libremente el más aflictivo de los escenarios. Hay que procurar que la poesía del pesebre, con los oropeles de tantas reproducciones que la fantasía ha embellecido, no me oculte su ardiente realismo.
Es el Amor que solicita amor, y que para proscribir del corazón de los hombres el pánico terror de lo divino, se envuelve de intento en las más endebles apariencias, se presenta ante mis ojos bajo la de la más conmovedora fragilidad. El niño no intimida, sino que atrae y calma. Se espía su sonrisa, se aguardan sus caricias. Los hombres más desengañados, los hombres más encenagados, se rinden a veces a sus gracias. ¿Quién temblaría ante tanta inocencia? Dios quiere así que lo ame, y que vaya hacia Él con sencillez, sin ceremonia, igual que se entrega uno gratamente a los brazos tendidos de un recién nacido. ¡Sublime revelación de la Eterna Caridad! ¿Y he de ser yo insensible?
Jefe de nuestra grey, al ofrecerme desde un principio este rostro, esta humildad, este desvalimiento, y el abandono de todo su ser al cuidado maternal, Jesús quiere aún invitarme a que le siga, por el camino sin celadas de la infancia espiritual.
¡Oh, Divino Niño! ¡Extingue en mí todo instinto de grandezas y haz que, por amor, quiera yo parecerte!
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“Padre Eterno, vuestro Hijo unigénito, el dulce Niño Jesús, es mío, pues Vos me lo habéis dado. Yo os ofrezco los merecimientos infinitos, de su divina Infancia y os pido, en su nombre, que llaméis a gozar de las alegrías del Cielo a innumerables falanges que sigan eternamente a tan divino Cordero.”
“¡Oh Niño Jesús, mi único tesoro, yo me abandono a tus divinos caprichos, no quiero otra alegría que la de hacerte sonreír. Imprime en mí tus gracias y tus virtudes infantiles, a fin de que el día de mí nacimiento en el Cielo los Ángeles y los Santos reconozcan a tu pequeña esposa Teresita del Niño Jesús.” (“Plegarias”.)
X. MAS ESTIMO LA MISERICORDIA QUE EL SACRIFICIO
(San Mateo, IX, 9-13.)
En los albores de su ministerio Galileo, Jesús estableció su asiento en Cafarnaum. Ciudad cosmopolita, asentada en las lindes de los estados de Herodes Antipas y de Filipo, en el nudo de los caminos comerciales de Damasco y Tolemaida, vasto almacén de mercaderías abierto al tráfico del lago Tiberíades, su recinto constituía la base de operaciones de una legión de alcabaleros, recaudadores, consumeros, a los que se llamaba, con expresión genérica, los publícanos. Ellos procedían en nombre y por cuenta de compañías que arrendaban la cobranza de los tributos, y explotaban sin contemplaciones su privilegio fiscal. Con esto se dice ya el grado de su impopularidad. Por más que la ley fuese muda a su respecto, los fariseos les hacían el vacío y se negaban a sentarse a la mesa con ellos, por constituir las comidas judías, rodeadas de plegarias, un rito sagrado vedado a los impuros.
A uno de estos excomulgados es al que Jesús se acerca para hacer de él un apóstol. Al dejar la casa de Simón para dirigirse al arenal, lo divisa sentado en un fielato. Una mirada, una de esas miradas penetrantes e incisivas que iluminan y revuelven una vida, y una palabra, imperiosa como el verbo creador: “Sígueme”. Y Leví, por otro nombre Mateo, obedece con presura al conjuro de la gracia. Él mismo, convertido en evangelista, narrará más tarde el episodio, con la frescura realista que rodea los comienzos de una vocación.
Un funcionario que abandona su puesto sin despedirse a la voz de alguien que pasa es ya ciertamente un suceso poco vulgar. La continuación de la aventura no lo es menos.
Antes de partir, se le ocurre a Leví invitar a sus colegas a una comida de despedida. En ella se hallará bien presente el espíritu corporativo; el espíritu de apostolado también. Jesús estará allí. Estas buenas gentes podrán acercársele. ¿Quién sabe si también alguno de ellos quedará igualmente seducido?
El Maestro deja hacer, y los discípulos lo mismo. En la morada, abierta a todos, hay afluencia de publícanos y de pecadores. Entre los judíos cien por ciento escribas y fariseos, el escándalo es enorme. Grupo hostil que se mantiene lejos del banquete sin dejar de vigilarlo, arropados en su orgullo nacional y religioso parecen sufrir, por el Dios a quien sirven, todas estas promiscuidades. “Fijaos qué a gusto se encuentra en medio de ellos. Cualquiera diría que es uno de los suyos. ¡Comprometerse así un rabí con esta ralea! ¿Se ha visto nunca cosa semejante en Israel?” No atreviéndose a interpelar al mismo Cristo, se lanzan contra sus apóstoles, que se ven y se desean para salir airosos.
El rumor llega hasta los oídos de Jesús. Interviene con autoridad y valiéndose de un proverbio oriental, denuncia a estos falsos justos. “No son los que están sanos, sino los enfermos los que necesitan de médico.” Luego pasa a la ofensiva y los fustiga duramente, con ayuda de una frase profética, tomada de Oseas: “Id, pues, a aprender lo que significan estas palabras: Más estimo la misericordia que el sacrificio. Porque a los pecadores y no a los justos es a quienes he venido yo a llamar a conversión”.
La respuesta era como un trallazo. “Justo”, “sacrificio”; los doctores del judaísmo sólo estas palabras tenían en su boca. Un justo era, para ellos, el que hacía tantas prosternaciones, ayunaba, tantos días, se lavaba tantas veces las manos con tantos litros de agua. Un sacrificio era una inmolación ritual sobre el altar del templo de Jerusalén, inmolación tanto más agradable a Jehová cuanto mayor fuera el precio de la víctima, evaluado – ya se sabe – en especies contantes y sonantes. Los publícanos, colocados al margen de la nación; se veían excluidos de todo culto oficial. Eran unos parias. Y he aquí que públicamente se les daba un desquite. Jesús arrancaba la máscara a aquellos prototipos de la santidad y tendía su mano a los pecadores. No podía imaginarse más completa revolución.
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El Corazón de Cristo se manifiesta en este cuadro lo mismo que bajo la lanza de Longinos, que en la visión de Paray-le-Monial. Es la misericordia en acecho de la miseria. Mientras no se ha comprendido esta verdad esencial no se sabe nada del Evangelio. Y la cosa no es tan sencilla como a primera vista parece.
Adán inocente conversaba familiarmente con Dios. El pecado ha marcado al hombre con la arruga del temor. Miedo de Caín queriendo escapar del castigo del cielo, espanto de los israelitas ante los relámpagos del Sinaí, pavor de los paganos de hoy servidores de magos y de fetiches y que no saben sino conjurar los maleficios de sus ídolos, sequedad de espíritu incluso de los mismos cristianos que tiemblan y rezan a distancia: el corazón humano se ha contraído hasta el extremo de dudar del corazón de Dios.
La gran revelación de Jesús es la del “excesivo amor” – para usar la misma expresión de San Pablo – que nos profesa la Trinidad. Él es quien nos ha hecho conocer al Dios de la bondad, un Dios que es un Padre, un Confidente y un Amigo, un Dios que sana las almas y los cuerpos y que se inclina tanto más a su criatura cuanto la ve más débil, más desfalleciente, más cansada. Se acabó la ley del temor. Hay que creer en el Amor. Ésta es la clave de la nueva ley. Yo soy pobre; me siento abrumado bajo el peso de mis pasadas culpas; tengo la impresión física de mi impotencia en todos los terrenos. De acuerdo. Soy, pues, magnífica tarea para la misericordia del Divino Médico. Si creyera que estaba sano, se apartaría de mí. Señor, aquí os enseño todas mis lacras.
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“¿Cómo es posible que un alma tan imperfecta corno la mía pueda aspirar a la plenitud del amor? ¿Qué misterio, pues, es éste? ¿Por qué no reserváis Vos, oh mi único Amigo, estas inmensas aspiraciones para las grandes almas, para las águilas que se ciernen en las alturas? ¡Ay de mí, que no soy más que un pobre pajarito apenas cubierto de un leve plumón! Yo no soy un águila; de ella no tengo sino los ojos y el corazón... Si; a pesar de mi extremad pequeñez me atrevo a mirar cara a cara al sol divino del amor, y ardo en el deseo de elevarme hasta él. Quisiera volar, quisiera imitar a las águilas; mas todo cuanto puedo hacer es levantar apenas mis pequeñas alas; no depende de mi insignificante poder el remontar el vuelo.”
“¿Qué va a ser de mí? ¿Morir de dolor viéndome tan impotente? ¡Ah, no! No me aflijo siquiera. Con audaz abandono, quiero quedarme aquí, mirando con fijeza, hasta la muerte, a mi divino Sol. Nada podrá espantarme, ni el viento ni la lluvia; y si espesos nubarrones vinieran a ocultar al Astro del Amor, si me pareciera no creer que exista otra cosa que la muerte de esta vida, entonces será el momento de la alegría perfecta, el momento de llevar mi confianza hasta los limites extremos, guardándome mucho de cambiar de sitio, pues sé muy bien que detrás de los tristes nubarrones, sigue brillando mi dulce Sol.”
“¡Oh, Dios mío! Bien comprendo vuestro amor por mí; pero, Vos lo sabéis, muy a menudo me permito distraerme de mi única ocupación, me alejo de Vos, mojo mis alitas apenas formadas en miserables charcos de agua que hallo en la tierra. Después gimo como la golondrina y mi gemido os advierte de todo, y Vos os acordáis, ¡oh Misericordia infinita, que no es a los sino, sino a los pecadores a quienes habéis venido a llamar!” (“Historia de un Alma”, Cap. XI)
XI. YO SOY EL BUEN PASTOR: CONOZCO A MIS OVEJAS
(San Juan, X, 1-16.)
Si la Galilea es un jardín ubérrimo del cual surge espontáneamente, de los surcos; de las laderas, del campo todo, la imagen del sembrador, del viñador, de los lirios, la Judea, seca y casi estéril, despierta las comparaciones de la vida pastoril. En sus desmedradas hierbas se apacientan corderos y cabras. Por la noche un solo redil reúne a los rebaños a cielo abierto, en pleno campo, sin más protección que una cerca de rústicas piedras erizada de espinos. Un vigilante de guardia mantiene a raya a los ladrones que quisieran intentar el escalo. Al amanecer, deja pasar a los pastores, que con un chasquido de su lengua llaman a sus respectivas ovejas. Y se sale en dirección a los buenos pastos, guardándose con atención de los asaltos de lobos y panteras.
Sobre este tema va a bordar Jesús la más suave de las alegorías, un idilio de ternura que constituirá luego la delicia de los imagineros de las Catacumbas. Dejamos a un lado el proceso del mercenario, fariseo o falso Mesías, dispuesto a huir a la más pequeña alarma. Es el retrato del Cristo el que nos interesa. Sobre él gravitan todas las tareas. Le vemos unas veces ser el portero que impide a los intrusos que tratan de asaltarlo el paso al redil, y otras el guía que se pone a la cabeza del rebaño. Él es el buen Pastor, y más aún el jefe supremo de los pastores que confiere los poderes é impone las consignas. No descansa jamás. De día y de noche, él vela.
Jamás se conforma con echar una mirada de conjunto sobre la gregaria multitud anónima. Conoce a sus ovejas. Las llama por su nombre, con personal acento que las conmueve y al que ellas no se pueden sustraer. A cada una le prodiga sus propios cuidados. De todas sabe sus virtudes y sus debilidades, adivina sus malos pasos, sus tentaciones de escapar y las horas de turbación. La clásica visión del pastor oriental, indolente y despreocupado, ha sido ampliamente rebasada. No guarda la menor proporción el corazón del hombre con el Corazón de Dios.
En el aprovisionamiento de las ovejas es donde este contraste se hace más luminoso y evidente. La comparación en este punto cruje por todos lados a impulsos de un Amor del que ninguna imagen terrenal nos puede dar la idea. Jesús ha Venido al mundo para dar a sus fieles la vida dársela con abundancia. No sólo sabe elegir los prados más fértiles, sino que se hace a la vez confidente, amigo, padre espiritual y se da Él mismo en alimento. Entre sus ovejas y Él mismo puede reproducir en algún modo los lazos que, le unen a. su Padre celestial.
Para colmar aún más sus bondades, libremente, voluntariamente, muere por su rebaño. Y su sueño más querido es ensanchar el redil a la medida del mundo de las almas. La imaginación humana no puede concebir nada absolutamente que pueda exceder de semejante misericordia.
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Cristo me conoce. Me conoce por mi nombre, no solamente por el lado general y como si dijéramos vulgar y común de mi ser, sino por cuanto pueda tener yo de más significativo, de más intransferible, de más secreto. Él ve claro hasta el fondo de mi alma. Nada le puedo esconder. Conoce mi fragilidad, mis terquedades, mis lacras más ocultas, mis pecados de omisión y hasta lo que pueda haber dé turbio é inconfesable, sin que yo mismo me dé cuenta tal vez, en mis más loables designios. Para decirlo con las palabras de la bienaventurada Ángela de Foligno “me conoce a fondo mejor que yo mismo.”
No se ha limitado a diseñar las grandes líneas de mi existencia. Desde La cuna al sepulcro, Él me sigue o mejor dicho, me guía, en mi camino. Los horizontes de mi actividad se despliegan, como las praderas de la parábola, señalados, escogidos, fijados por Él para mi mayor bien. Hasta el más pequeño detalle lo tiene previsto. Nada es indiferente cuando se ama. Y Él me ama. Es prodigioso, pero es así. Él es el Amor misericordioso. Esto lo dice todo.
La cúspide de semejante Amor es la donación de sí mismo. Muere por mí, por mí personalmente, no ya no por todos en conjunto. Derribada la barrera del pecado, derrama en mí la vida, la vida eterna, mi propia vida. Infunde en mí la superabundancia. Me sostengo en su plenitud.
¡Ah! ¿Para qué seguir razonando? Lo único que hay que hacer es arrodillarse, recordar morosamente el camino recorrido, ver el dedo de Dios que lo señala desde su principio hasta el fin, y luego abandonarse sin recelo a la gratitud y a la confianza.
Jesús, Buen Pastor, ten piedad de mí.
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“Me hallo en una época de mi existencia en la que puedo dirigir mis ojos al pasado; mi alma, ha madurado en el crisol de las pruebas interiores y exteriores. Ahora, como la flor tras la tormenta, vuelvo a levantar la cabeza y veo que se realizan en mí las palabras del salmista: ‘El Señor es mi Pastor, nada me faltará. Él me ha colocado en lugar de pastos; me ha conducido junto a unas aguas que restauran y recrean.’ Convirtió a mi alma. Me ha conducido por los senderos de la justicia para gloria de su nombre. De ésta suerte aunque caminase yo por medio de la sombra de la muerte, no temeré ningún desastre porque tú estás conmigo”. (“Historia de un. Alma”, Cap. I.)
“Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a este divino horno: ese camino es el abandono del niño pequeño que se duerme sin recelo ni temor alguno en los brazos de su padre. ‘El que sea pequeño como un niño, que venga a Mí’, ha dicho el Espíritu Santo por boca de Salomón; y es el mismo Espíritu, de amor el que ha dicho también que ‘es a los pequeños a los que se concede la misericordia’. En su nombre, el profeta Isaías nos revela que en el último día ‘el Señor conducirá a su rebaño a pastar a sus prados, y recogerá los corderitos oprimiéndolos contra su, pecho’. Y como si todas estas pruebas aún no fuesen suficientes, el misino profeta, cuya inspirada visión penetraba ya en las profundidades eternas, exclama en nombre del Señor: ‘Lo mismo que una madre acaricia a su hijo, así yo os consolare, os llevare contra mi seno y os meceré sobre mis rodillas’.”
“¡Oh, hermana mía querida! Tras un lenguaje semejante sólo cumple callar, llorar de gratitud y de amor… ¡Ah! Si las almas débiles como la mía sintieran lo que yo siento, ninguna desesperaría de alcanzar la cima de la montaña del Amor, puesto que Jesús no pide grandes acciones, sino sólo el abandono y el reconocimiento.” (“Historia de un Alma”, Cap. XI.)
XII. REGOCIJAOS CONMIGO, PORQUE HE HALLADO LA OVEJA MÍA QUE SE ME HABÍA PERDIDO
(S. Lucas, XV, 1-7)
En el crepúsculo de su vida es cuando Jesús añade la última estrofa a su alegoría del Buen Pastor. Unos pocos días más solamente y subirá ya las gradas de su Calvario. Esta perspectiva le estremece de una inmensa, piedad por los pecadores. Se angustia y se conmueve, como un moribundo que se da cuenta del desamparo en que van a quedar los suyos. Y quiere empujar al corazón del hombre a que crea en su locura de amor.
Escribas y fariseos vienen a darle la ocasión. Su odio no ceja. Espían sus más pequeños hechos para cogerlo en falta. He aquí precisamente que – una vez más – lo encuentran en buena armonía con los publícanos. “Mirad, mirad – se pasman – cómo acoge a los pecadores y come con ellos.” ¡Como si la mensura de Jehová hubiera ya deslindado definitivamente los dos campos: de este lado, un puñado de elegidos, sectarios celosos de la Ley; del otro, los de la escoria, destinados irremediablemente a los avernos!
Jesús desarticula todo el mecanismo de ese monstruoso cálculo. Evoca el alma vagabunda, mas débil que viciosa, corriendo la aventura del pecado, igual que allá en las estepas de la Judea, la oveja caprichosa ramonea por los linderos, se pierde en la maleza y presa luego del vértigo rueda al fondo del precipicio dejando sus vellones en las zarzas y los espinos. Al atardecer, cuando el pastor recuenta el rebaño de la manchita roja como marca tras la oreja, la echa de menos. Las otras noventa y nueve están allí. Sólo falta ella.
¿Qué decisión tomar? La noche entra. ¿Cómo buscar en la soledad a la pálida luz de las estrellas? ¿Qué probabilidades existen de encontrar a la fugitiva? Quizá ha perecido ya, devorada por las fieras; tal vez está en lo profundo de algún hoyo, malherida y sin remedio. Así razonaría un mercenario, con la prudencia del sentir común.
Mas el Buen Pastor no es un mercenario. El rebaño fiel se tiene manso en el aprisco sin correr riesgo alguno. Todos los pensamientos del guardián son para la desaparecida. Adivina que está, en medio de las tinieblas crecientes, corriendo sin sentido, loca de miedo, balando lastimeramente y, en seguida transida de frío, propicia a una segura muerte.
A esta idea no puede hacerse: Toma su bastón y se lanza al campo a grandes pasos; sigue varias huellas, azota los matorrales, da voces a lo lejos, haciendo altavoz con las manos. ¡Oh sorpresa! Tras toda una noche de búsqueda, hela aquí al fin, saliendo de un macizo de altas hierbas. Ha oído su nombre, y acude presurosa, y se acurruca febrilmente a sus pies. Y Él, lleno de gozo, no tiene valor para reñirla. La acaricia dulcemente y viéndola tan cansada, la toma sobre sus hombros, como si fuera un corderillo, y la lleva triunfalmente al redil. Estallan aquí de nuevo los, transportes de alegría. Tranquiliza a los pastores a los que antes había dado la voz de alarma: “¡Regocijaos conmigo, porque ya he hallado, la oveja mía que se me había perdido”. Y dando a la enseñanza, un sabor de paradoja, termina Jesús con este certero golpe a sus adversarios: “En verdad os digo que habrá más alegría en el cielo por un pecador que hace penitencia que por noventa y nueve justos que perseveran”.
* * *
Esto es lo que me tranquiliza y me sosiega. Cuando leo la “Historia de un Alma” y veo el despertar radiante de aquella flor primaveral del Carmelo de Lisieux, no me cuesta esfuerzo alguno concebir a la divina ternura inclinándose sobre tanta inocencia. Mi vida, sin embargo, es otra cosa muy distinta, con sus frialdades, sus retrocesos, sus inverosímiles rodeos por todos los caminos de la sensualidad y el amor propio.
El Buen Pastor me responde que no se trata lo más mínimo de mis culpas ni mis méritos, sino sólo de su misericordia. Siempre padecemos, el mismo error óptico. Siempre esa ceguera obstinada del hombre de considerarse el centro del universo. Yo no tengo, ciertamente, nada de atractivo, mas no se trata de esto. El divino Pastor, como es bueno hasta lo infinito “siente gusto por nuestras almas”, según la ya famosa frase. Más justos seríamos si dijéramos que lo que siente, es piedad. Mi indigencia es lo que le conmueve. Mi. indigencia por supuesto, se torna en su gracia, que me envuelve, me persigue y me acosa, hasta total, alcance y rendición.
Todo ello se ilumina súbitamente cuando cierro los ojos y contemplo de nuevo mi pasado. Aquel día, en aquella ocasión, se me rompió la buena red y caí hasta el fondo del abismo. Su mano me cogió, me sostuvo y me puso otra vez en sitio firme. Nunca se ha impacientado Él por mis recaídas. Su Caridad se ha mostrado siempre más tenaz que mi malicia. ¿Cómo dudar de ello aún?
“Ten piedad de mí, Señor, con la medida, de tu infinita misericordia. Y con la abundancia de tus perdones, destruye mi iniquidad.”
* * *
A una Hermana que acudió a pedirle excusas por haberle causado algún pesar, Teresa, conmovida hasta lo más hondo de su ser, le respondió: “Si supierais bien qué es lo que yo siento en este momento! Nunca como ahoya había comprendido el amor con que Jesús nos recibe cuando le pedimos perdón tras una falta. Si yo, su pobre e insignificante criatura, he sentido tanta ternura hacia vos por volver a mí ¿qué experimentará el corazón del buen Dios hacia los que vuelven a Él? Seguro, sí, que más de prisa aún de lo que yo acabo de hacerlo, Él olvidara todas nuestras iniquidades para no volver a acordarse de ellas nunca más... Hará más todavía; Nos amará más aún que antes de nuestra culpa.” (“Consejos y Recuerdos”.)
“¡Qué grande es la nueva gracia que esta mañana he recibido, en el momento en que el sacerdote comenzaba el Confíteor, antes de darme la Sagrada Comunión!
“Veía ahí a Nuestro Señor a punto de darse a mi, y tal confesión me parecía una humillación muy necesaria... ‘Me confieso a Dios Todopoderoso, a la bienaventurada Virgen María... y a todos los santos... que pequé gravemente.’ ¡Ah, sí!, me decía yo, hago muy bien en pedir, en este momento, perdón para mí a Dios y a todos los Santos. Me sentía, como el publicano, una gran pecadora. ¡Y el buen Dios me parecía tan misericordioso! ¡Qué conmovedor encontraba esto de dirigirme a toda la Corte celestial para obtener por su intercesión el perdón de mis pecados! ¡Ah, qué esfuerzo me ha costado no prorrumpir en llanto...! Y cuando la Sagrada Forma ha penetrado en mi boca ¡qué emocionada estaba! ¿No es extraordinario haber sentido todo esto al Confíteor? Me parece que ello se debe a mi disposición presente: ¡Me veo tan miserable! No por ello mi confianza ha disminuido, sin embargo. Antes al contrario; y la palabra ‘miserable’ no es la adecuada, porque soy rica de todos los tesoros divinos. Mas precisamente por esto es por lo que me humillo todavía más... Cuando pienso en todas las gracias que el buen Dios me ha concedido, he de contenerme para no derramar sin tasa lágrimas de agradecimiento. Me parece que las que he derramado esta mañana eran de contrición perfecta. ¡Ah, cuan imposible es inspirarse a sí mismo semejantes sentimientos! Es el Espíritu Santo el que nos los da, pues sólo Él lanza su soplo donde quiere.” (“Novissima Verba.”)
XIII. A LOS POBRES SE LES ANUNCIA EL EVANGELIO
(S. Lucas, VII, 18-23.)
Tenemos la suerte de poseer el signo inequívoco del apostolado mesiánico, cincelado de mano maestra por Isaías y reivindicado por el mismo Cristo. Recordemos en qué circunstancias.
Juan el Bautista estaba prisionero en los calabozos de Maqueronte. Tan grande era su prestigio que Herodes, “el zorro”, le guardaba un resto de consideración. Los discípulos habían sido autorizados para acercarse al Maestro. Cierto día aquéllos le hablan del creciente renombre del Rabí de Nazaret, de los rumores que acerca de él se llevan de un lado a otro, de las esperanzas que despierta. Una chispa de celos late en la narración. ¿Cómo soportar sin envidia el brillo de esta gloria naciente que de modo tan doloroso contrasta con la oscuridad de esta prisión?
El Precursor se sobresalta. Hace mucho tiempo que espera esta hora. Sólo por ella ha vivido hasta hoy. Su corazón magnánimo aspira a disminuir en el ánimo de los suyos en beneficio del joven Profeta. Que vayan de su parte a interrogarlo. Un contacto directo les convencerá mucho mejor que los más prolijos razonamientos.
Dócilmente dos de ellos se destacan, suben el valle del Jordán, y alcanzan a Jesús en las cercanías de Naím. Y lo interpelan sin rodeos: “¿Eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?”
Cristo responde con el lenguaje de los hechos, único capaz de conmover y cautivar el alma popular. Precisamente acaba de volver a la vida al hijo único de una viuda. Cada casa a la que va se transforma en corte de milagros. Inválidos, enfermos, heridos, ciegos se dan cita allí. Una virtud emana de él que los cura a todos. Pasa por todas partes sembrando el bien. Los fariseos rezongan, pero los desgraciados le ponen por las nubes. ¿Es de ser un simple hombre todo esto?
“Id y decid a Juan – repuso el Cristo – todo lo que habéis oído y visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son purificados, los sordos recobran el oído, los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncian el Evangelio.” EL texto, sacado de Isaías, designaba claramente al Mesías esperado. El Salvador, aplicárselo así mismo, deshace ya todo equívoco.
¿Se rindieron los discípulos del Bautista a semejante espectáculo? Parece que hayamos de dudarlo a juzgar por las misteriosas palabras con que se cierra esta divina entrevista: “Bienaventurado aquel que no se escandalizare por causa mía”.
Y era que la escuela farisaica, por una odiosa deformación, identificaba la buena fortuna con el favor del cielo. ¿Cómo, entonces, tomar en serio a un predicador de bellacos, que caminaba siempre rodeado de una escolta de tristes hampones que sacaban al sol sus lacras y sus harapos? ¿No era ello más que bastante para descalificarlo?
Encastillados en su beata posesión de bien comidos, aquellos mediocres no habían comprendido nada absolutamente de los abismos del divino Corazón. Una revolución se estaba pasando ante sus mismos ojos, sin que ni siquiera la sospechasen. Había acabado el paganismo, con su desdén del trabajo corporal y sus templos exiguos como joyeros reservados a una pequeña selección de refinados. Había acabado el judaísmo, harto complejo y duro, como comentado por los doctos, para ganar el asentimiento de los humildes, en el reino de Cristo, los desheredados, los sin hogar, los sin nada, son los privilegiados. Y para que nadie alegue ignorancia de ello, mañana, en la sinagoga de Nazaret, sin cuidarse de sí lastimará las mezquinas susceptibilidades de sus conciudadanos, el Carpintero divino volverá una vez más a repetir el texto inspirado para poner bien de relieve la realización del mismo en su persona: “A los pobres se les anuncia el Evangelio”.
* * *
¡Cómo me encanta a mí este párrafo: La misericordia infinita no se ciñe sólo a las llagas del alma; se demora también en la curación de las heridas del cuerpo; compadece, reconforta y ayuda a los que tienen hambre, a los que tienen sed. La miseria material es título suficiente para merecer sus atenciones. ¡Hermosa religión, consoladora y humana!
¿Por qué tiene que ocurrir que a mil novecientos años de distancia, toda una serie de malentendidos haya llevado a un lacerante cambio de la opinión? “Nuestro siglo – decía León Harmel – es el primero en el que los pobres están contra la Iglesia.”
El proletariado sublevado, por una monstruosa paradoja, no quiere ya ver en Cristo sino el Dios de los ricos. El Evangelio no le viene a medida. Su confianza la otorga a los infolios marxistas, sobre los cuales la vieja cruz tutelar queda forrada bajo el emblema de la hoz y el martillo. ¿Habrá que llegar a la, conclusión de que el reino mesiánico retrocede, de que el Cristianismo agoniza?
De ninguna manera, porque la resurrección se produce. Nuestros pequeños jocistas, nuestros valientes sindicalistas cristianos, guiados por la gran voz de los Papas, han recogido el instinto, profundo de la Misericordia de Jesús. Y lo llevan, cada día un poco más, a los talleres, a la obra, a la oficina o a la fábrica.
Señor, dame esta santa pasión de trabajar como Tú en la evangelización de los pobres.
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“He comprendido que el amor de Jesús se revela lo mismo en el alma más sencilla que en nada resiste a sus gracias, que en el alma más sublime. En efecto, siendo lo característico del amor el rebajarse, si todas las almas se parecieran a las de los santos Doctores que han iluminado la Iglesia, es indudable que Dios no podría descender lo bastante bajo para llegar hasta ellas. Mas Él ha creado también al niño pequeño que no sabe nada y sólo puede proferir débiles gritos; ha creado al pobre salvaje que no tiene para conducirse sino la ley natural... ¡Y hasta estos corazones es hasta los que tiene que descender!
“Son éstas las flores campestres cuya sencillez le encanta. Y con esta acción de descender tan bajo muestra el Señor su grandeza infinita. Lo mismo que el sol alumbra a la vez el cedro y la florecilla, igual el Astro divino ilumina particularmente cada una de las almas, grande o pequeña, y todo se ordena a su bien, así como en la Naturaleza están ordenadas las estaciones de modo que se abra, en el día señalado la más humilde margarita.” (“Historia de un Alma”, Cap. I)
XIV. ECCE HOMO
(San Juan, XIX, 4-6.)
El proceso del Cristo toca a su fin. Es casi medio día. Pilatos tiene prisa por concluir. En vano ha tratado de arrancar al rabí de Nazaret de esta turba de furiosos; la apelación a Herodes de nada ha valido; la amnistía pascual sólo ha salvado a Barrabás. Queda un último recurso: despertar en el pueblo la piedad. “¡Que traigan al acusado!”
Jesús avanza entre los empujones de los guardias. Desde el huerto de Getsemaní se halla constantemente bajo el peso del dolor. Por entre los purpúreos jirones del ‘sagun’, esta casaca de hilo rojo que llevan los soldados romanos que por burla y afrenta acaban de endosarle, el cuerpo aparece todo señalado de latigazos. El ‘flagrum’ de tiras cortantes, guarnecidas de piedras y huesos de agudos filos y de bolas de plomo, ha marcado, quebrado, molido a su placer. La cabeza la lleva sujeta con un aro de espinas que la desgarra con punzantes heridas. El rostro está tumefacto por las bofetadas recibidas, lívido por los escupinajos, perlado todo él de gotas de sangre. Faz de leproso en la que sólo resplandece la augusta majestad de los ojos, profundos y tristes.
El mismo Pilatos se emociona al verlo. Por endurecido que se halle su corazón, de tantos condenados como ha visto debatiéndose en la tortura, la sorprendente dignidad de este Jesús le impresiona. Se adelanta hasta la baranda de la galería cubierta que domina la calle donde rumorea la multitud. Con el gesto impone silencio, y designando a la víctima dice solamente “Ece homo”. “¡He aquí al hombre!” En su tono había a la vez compasión y sarcasmo, una simpatía no disimulada por este desgraciado y una vengativa ironía contra aquellos desalmados que se encarnizaban con él.
Si creía que iba a mudar la opinión del populacho, el gobernador tardó bien poco en desengañarse. Despierto el apetito, el gusto de la sangre no se detiene ya en su camino. Los fariseos estaban allí, azuzando con su rabia a las turbas indecisas. Un clamor unánime ascendió hasta el pretorio, eterna rebelión del odio contra el Amor Redentor: “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” Barridos pronto por el miedo los escrúpulos de Pilatos, el drama tendrá su desenlace en la colina del Calvario.
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“¡He aquí al hombre!” Palabras repletas de misterio, que sobrepasan de mucho el común sentido en que las entendía el funcionario imperial. Tratemos de desentrañarlo con la inteligencia del corazón.
He aquí un Dios que, por amor, toma naturaleza humana, se erige en jefe de nuestra especie y se convierte en su modelo.
He aquí al Salvador que toma sobre sí el pecado del mundo, para pagar la deuda al precio de su inmolación.
He aquí al Hijo del hombre, el varón de dolores. El que concentra y resume en Sí nuestras miserias y nuestras pruebas, hasta el punto que nada humano le es ajeno. Él que, por haber conocido la experiencia de nuestros combates y de nuestras lágrimas, es más capaz que nadie de aliviarnos de la carga.
Un ser de carne y hueso, como nosotros, que gime, que llora y que sufre: así es mi Jesús. Su amor vibra y palpita con todas mis angustias. Lo adivino a cada instante al lado mío, más cerca aún, si cabe, en .las horas más; negras. ¿Cómo permanecer insensible a esta seducción? ¿Voy a hundirme yo también en la sombría crueldad de los doctores de la ley?
¡Ecce Homo! Estas palabras que encendían en ellos la cólera, a mí me enternecen y me emocionan. A la claridad de la fe, la fórmula vulgar se ilumina de eterna Caridad. Ella preludia a su modo la punzante definición de Paray-le-Monial: “Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres.”
Verbo Encarnado, hazme pues comprender que Vos tenéis un Corazón humano, que Vos no sois el Trascendente, el Inaccesible, el Solitario, sino que sois para mí el Amigo compasivo y bueno, el único Amigo – pues no hay fuera de vos otro alguno – que me invita y me atrae a su suave intimidad.
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“¡Oh Jesús, que en vuestra cruel pasión os habéis convertido en oprobio de los hombres y varón de dolores! Yo venero vuestro divino rostro sobre el cual brillan la belleza y la dulzura de la divinidad y vuelto ahora para mí como el rostro de un leproso. Sin. embargo, bajo esos desfigurados rasgos, reconozco vuestro amor infinito, y me consumo de deseos de amaros y de hacer que os amen todos los hombres. Las lágrimas que tan abundantemente corrieron de vuestros ojos, se me muestran como perlas preciosas que me enajena recoger, a fin de rescatar con su valor infinito las almas de los pobres pecadores.
“¡Oh Jesús, cuya faz es la única belleza que arrebata mi corazón! Me conformo con no contemplar aquí abajo la dulzura de vuestra, mirada, con no sentir el beso inefable de vuestra boca; pero os suplico que imprimáis en mí vuestra divina semejanza, que me abraséis en vuestro amor para que yo me consuma rápidamente y llegue cuanto antes a gozar la contemplación de vuestro glorioso rostro en el cielo. Así sea.” (“Oración a la Santa Faz.”)
XV. ÉL ME HA AMADO, Y SE HA ENTREGADO POR Mí
(San Mateo, XXVII, 32-50.)
Jesús ha pasado por entre los hombres sembrando sobre sus pasos milagros de bondad y sólo implorado de ellos un poco de amor. La respuesta de la humanidad es lacerante: tres años de creciente incomprensión que para su Corazón son un martirio; al empezar, una popularidad ficticia, fundada sobre un malentendido y sobre las ambiciones puramente carnales de quienes quieren convertirlo en un rey; luego la corriente que cambia, el desafecto, el aislamiento, el odio, la traición y la vergonzosa fuga del último cuadro de sus fieles. “Entre los suyos vino y los suyos no le recibieron.”
El drama llega al paroxismo cuando el pueblo lo pospone a Barrabás y a Él lo condena a la cruz. ¡Cuánto se sufre al evocar la iniquidad de semejante elección! Luego, es el instrumento de tortura que se le hace echar sobre sus hombros, la subida al calvario, entre rechiflas, sarcasmos y salivazos. Cuando las fuerzas físicas ya le abandonan, sobre un suelo rocoso, en el que los pies tropiezan y vacilan, son los lanzazos y las ironías insultantes.
Ninguna renunciación le es evitada. ¿La gloria, el prestigio, las amistades...? Todo se ha evaporado. La presencia de los dos ladrones a los cuales se le ha emparejado, es un agravio más. Su libertad se mide por las cadenas que lo sujetan, por los guardias que lo rodean, más que por los clavos que le crucifican. Le arrancan las vestiduras. Le inmovilizan en el tormento sobre los tableros en que Él dócilmente tiende. Conoce la indecible sensación del abandono del Padre. Las tinieblas que invaden Jerusalén no son sino el símbolo del sudario de angustia que gravita sobre su alma. Su Sangre corre gota a gota hasta el gran alarido que consuma la inmolación y le deja convertido en un cadáver. Ha llegado verdaderamente hasta el fondo mismo del dolor. Ha pasado todo entero por la prensa.
¿Qué sentimientos le animan en estas postrimerías? ¿Tal vez el horror hacia esta raza satánica, el asco por una ingratitud tan monstruosa, el valor estoico de dominar el suplicio despreciando a la turba de sus verdugos? Miremos y escuchemos. Ni el más pequeño grito de ira, ni el menor gesto de impaciencia. Cuando se le dirigen preguntas ociosas o indignas, se calla. En cambio, responde cumplidamente si de lo que se trata es del reino de Dios. A las mujeres de Jerusalén les prodiga palabras de piedad, a los verdugos de perdón, a los ladrones de esperanza y a todos dirige la llamada de su gracia: “Tengo sed”.
Sólo una explicación hay de semejante actitud: el Amor Misericorde. Jesús no comercia con el dolor cuando se trata de nuestra salvación. Este es “su bautismo”, “su hora”, la vocación de su sangre hacia la cual marcha anhelante, bajo el acicate de la caridad. Hasta ahora no ha hecho sino amarnos. Fuera de esta perspectiva, la Pasión parecería el más incomprensible de los misterios. La señal de la Cruz es la señal del Amor.
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“El me ha amado, y se ha entregado por mí”. Al resumir en estas palabras la vida de Cristo, San Pablo me invita a que de ellas me haga yo una aplicación personal. A mí es a quien Él se ha entregado. Presente estaba yo en su pensamiento en cada una de sus torturas; presente ante su mirada cuando se ofrecía en holocausto. Aunque hubiera sido yo el único hombre, hubiera por mí arrostrado su martirio.
Es preciso ir aún más lejos. Mis culpas son las que lo han crucificado. Aquel día, a aquella hora yo preferí a Barrab&am