XXXII. ÉSTE ES EL PRIMER MANDAMIENTO: AMARÁS
(San Marcos, XII, 28-34.)
Jesús está en Jerusalén. Dentro de tres días será crucificado. En el templo, por los caminos, en la casa, los sanedritas le asaltan con capciosos requerimientos. Tratan de ir reuniendo las pruebas de la acusación que le levantarán ante Pilatos. Por lo demás, lo suyo les cuesta, pues el Maestro desenmascara pronto sus aviesos propósitos. Acaban por deponer las armas. Mañana habrá sangre. Ante el juez, este hombre no estará tan arrogante.
Surge, sin embargo, un escriba que aventura una pregunta. Hace tiempo que sufre al ver de qué modo los Doctores han martirizado el Pentateuco para dejarlo en seiscientos trece preceptos – doscientos cuarenta y ocho positivos y trescientos sesenta y cinco negativos – tantos como letras tiene el Decálogo! ¡Como si Dios se divirtiera en estos juegos de ingenio! En este laberinto es imposible orientarse: el detalle recubre lo esencial; no existe escala de valores. Higiene de las comidas, ritos para los sacrificios, deberes de familia... todo se extiende en el mismo plano, en amasijo indescifrable.
Jesús tiene el don de desenredar las madejas más revueltas. Oigamos sus propias palabras:
“Maestro, ¿cuál es el mayor de los mandamientos de la Ley?” El Salvador adivina un alma leal, harta de argucias y de formalismos. Con soberana soltura, Jesús se apoya en la tradición. A la cabeza del Kema, la plegaria cotidiana que los fariseos llevan inscrita en pergamino, dentro de unos finos estuches de cuero, se encuentra el precepto del amor de Dios. Él lo cita, ampliándolo: “Amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas. Éste es el más grande y el primero de los mandamientos”. Y luego, desconcertando el sectarismo judío, asocia indisolublemente al Padre de los cielos su inmensa familia humana: “El segundo, semejante al primero, es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
El escriba queda deslumbrado. Con su rasgo genial, Jesús ha limpiado de malezas la Tora, y abierto a los hombres sencillos, que en ella se extraviaban, el camino recto del deber. “Maestro, has dicho bien. Sí; eso vale más que todos los holocaustos y sacrificios.” Al fin se hace la luz en su espíritu. La religión es el amor. ¿Por qué no lo habría aprendido antes?
* * *
Diecinueve siglos después de este escena, hay muchos aún que lo ignoran o lo olvidan. Ven en el cristianismo un código penal, una disciplina de la voluntad, un ceremonial, un ritual. Sólo perciben la parte externa y visible. Su alma profunda se les escapa.
“Dios es Amor”. Así. es como lo define San Juan. Él se entrega a nosotros por amor. La única reciprocidad que de nosotros pide es amor.
Sin amor, el culto es una hipocresía.
Sin amor, la moral es un cinturón de hierro.
Sin amor, el dogma es un tejido de opresores misterios.
Sin amor, la existencia es un paisaje brumoso, en el que la niebla borra toda corporeidad y una humedad fría paraliza toda vida. Encendamos en esta soledad la llama del amor, y todo se anima, todo late, todo se ilumina, lo mismo que el océano, el bosque y la montaña a la caricia del sol.
Yo he sido criado para amar a Dios. Es mi ocupación, mi línea de conducta, mi vocación.
Lo he de amar con un amor total y sin reservas. Él es el único para quien no hay temor de esconderse en la ternura.
Lo he de amar con todo mi ser, es decir, con el cuerpo que se prosterna y recita fórmulas piadosas; con la mente que se esfuerza en penetrar los esplendores del Ser divino; con el corazón, que se abre en sentimientos de afectuosa adoración; con la voluntad, que se inclina generosamente ante la voluntad de su Padre, y que se ahinca en cumplirla en su integridad, hasta fundirse del todo en ella.
Lo he de amar a lo largo de toda mi existencia, tanto en el gesto más humilde como en la más austera crucifixión.
Por el amor seré juzgado. Lo demás no es nada.
Y sin embargo cuando repaso mi jornada, descubro una serie de actos más o menos mecánicos de los que no es el amor el primer motor. Mis mismas actividades religiosas no todas se inspiran en el amor. La rutina las carcome y las llena de herrumbre.
– Señor, sólo Vos podéis cambiarme radicalmente en mi interior. No os pido el amor sensible, ni el fuego del corazón, ni la emoción pasajera. Sé bien cuánta ilusión o cuánta vanagloria se oculta bajo esta decoración ficticia. Lo que imploro de Vos es la realidad de un amor hecho de total donación y de conformidad absoluta con vuestra voluntad.
¿Vais a negarme esta gracia, Vos que sois el Amor Misericorde?
* * *
“Ser vuestra esposa, ¡oh Jesús!, ser carmelita, ser, por mi unión con Vos, madre de almas, todo eso debería bastarme. Sin embargo, siento en mí otras vocaciones: en mí siento la vocación del guerrero, del sacerdote, del apóstol, del doctor, del mártir... Quisiera realizar las hazañas más heroicas, siento en mí el valor de un cruzado, querría morir en un campo de batalla en defensa de la Iglesia...
“Como estas aspiraciones se volvían un verdadero martirio, abrí un día las epístolas de San Pablo, a fin de buscar remedio a mi tormento. Los capítulos XII y XIII de la primera epístola a los corintios se ofrecieron a mi vista. Leí allí que todos no pueden ser a un tiempo mismo apóstoles, profetas y doctores, que la Iglesia se compone de miembros diferentes, que el ojo no puede ser mano a la vez.
“La respuesta estaba clara, mas no colmaba mis ansias ni me. daba la paz. ‘Y abatíme tanto, tanto, que fui tan alto, tan alto que le di a la caza alcance’ (San Juan de la Cruz). Sin desanimarme, seguí mi lectura y este consejo me consoló: ‘Vosotros entre esos dones aspirad a los mejores. Yo voy a mostraros un camino aun más excelente’ (I Cor. XII, 31).
“Y el Apóstol explica cómo los dones más perfectos no son nada sin el Amor, que la Caridad es el camino más excelente para ir en derechura a Dios. ¡Por fin había encontrado reposo!
“Considerando el cuerpo místico de la Santa Iglesia, no me había reconocido en ninguno de los miembros que describe San Pablo, o más bien quería reconocerme en todos. La Caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros, el más necesario, el más noble de todos los órganos no podía faltarle: comprendí que tenía un corazón y que estaba ardiendo de amor; comprendí que sólo el amor hace moverse a los demás miembros, que si el amor llegara a extinguirse los apóstoles ya no predicarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre. Comprendí que el amor resumía todas las vocaciones, que el amor lo era todo, que abarcaba todos los espacios y todos los tiempos ¡porque es eterno!
“Entonces, en el colmo de mi delirante alegría, exclamé: ¡Oh, Jesús mío! ¡Ya he hallado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí, ya he encontrado mi sitio en el seno de la Iglesia, y este sitio, ¡oh Dios mío!, sois Vos quien me lo ha buscado: En el corazón de la Iglesia mi Madre ¡yo seré el Amor! Así lo seré todo; ¡así mi sueño se verá realizado!” (“Historia de un Alma”, Cap. XI.)
XXXIII. LES ESTABA SUJETO
(San Lucas, II, 51-52.)
De la vida de Jesús, Nazaret se lleva la mejor parte. La morada de la Sagrada Familia es una de las más exiguas: una sola habitación horadada en la misma roca, en la ladera de una colina, para la intimidad y el reposo; un taller lleno de herramientas, y un corralillo como cualquier otro.
José se afana concienzudamente en su tarea, ayudado por el divino aprendiz. “El obrero, el hijo del obrero”: así se les llama en el pueblo, según dicen Marcos y Mateo. Entre este vecindario de pastores y de pequeños granjeros, ellos representan la artesanía, aperadores, carpinteros, albañiles, conforme se presenta. La tradición del primer siglo nos evocará los yugos y carretas salidos de las manos de Cristo, y los aperos campesinos, y las arcas caseras... Si es preciso levantan una casa o le hacen una reparación. Son los hombres del estado llano que sirven para todo.
La clientela no es contentadiza; los nazarenos tienen merecida fama de pesados y de ordinarios. El oficio tiene sus dificultades. La mayor parte del tiempo hay que trabajar sentado en el suelo, con herramientas rudimentarias, haciendo los pies de torno para sujetar la pieza que se trabaja.
María atiende a la casa. Va al pozo a buscar agua, sale al campo a coger leña, cardos, ramas secas con que encender el fuego, amasa la harina y cuece los panes, que en unión de los higos, las pasas y las olivas constituyen la comida cotidiana. En las horas libres hila la lana o el lino, teje los vestidos o los remienda.
Jesús se afana de un lado a otro, atento y dócil. Aprende a manejar la sierra, o la garlopa, barre las áureas virutas ya veces va a llevar los encargos. Solicita órdenes, las cumple puntualmente, pregunta si lo ha hecho bien. Sus Padres, cohibidos de mandar a un Dios, no pueden sino admirar su sumisión perfecta.
Acabada la faena, consumida la modesta comida, comienza la velada de oración en el corral o a la puerta de la casa. Pocas palabras. Estas tres almas se comprenden instintivamente. Tras la ritual recitación de los salmos del antepasado David, que en la boca del Mesías se impregnan de una punzante actualidad, Jesús, María y José se recogen en lo más profundo de sí mismos, en el silencio de la contemplación.
Treinta años dura esta vida sin brillo, sin incidentes, sin misterio. Oración, trabajo, recogimiento, caridad con todo su panorama. Nazaret se encierra en dos versículos de San Lucas. La Santa Casa quedará en los siglos venideros como el santuario de la vida escondida.
Y, sin embargo, ¡cuánta majestad en esta oscuridad! Bajo la insignificancia de los actos – un clavo que se remacha, una túnica que se zurce, el pan que se mete en el horno – allí se obra lo divino a lo largo de la jornada. Todo se hace allí por amor. María y José afanándose por Jesús, y Jesús por su Padre. La envoltura material de estos mezquinos trabajos resplandece por todos lados al fulgor de la intención, tan pura y tan alta, que los dirige al cielo derechamente con la máxima ternura.
En un mundo agitado por mil sucesos, lo que llama la atención del Altísimo y seduce deliciosamente su corazón, no es el insolente triunfo de César al frente de sus legiones, ni los últimos destellos de helenismo en la Acrópolis, ni las láminas de oro flameando en el pináculo del Templo, sino este niño que a una orden de su padre ordena cuidadosamente la caja de las herramientas, o, al menor deseo de su madre, se va con presura, con el cántaro a la cabeza, a buscar agua.
* * *
No hay nada como esta peregrinación a Nazaret para abatir el orgullo del hombre y darle el sentido de la verdadera grandeza. En esta dulce intimidad, en el ruido ligero de la lima o del cepillo, oigo la voz del Niño Dios.
– Te gusta la agitación, el oropel, lo que brilla, lo que te pone en primera fila, lo que se traduce en chispazos de gloria. Escoges tus amistades. Exhibes tus relaciones. Buscas cometidos dignos de ti. Ceniza y humo nada más es todo eso. En el libro de cuentas de la Providencia todo lo que huele a vanidad va a parar al pasivo: Voy a decirte lo que tiene valor. Has realizado hoy, como de costumbre, tus monótonos deberes profesionales. ¿Lo has hecho lo mejor que podías y por amor de Mí?
Has tenido ciertos encuentros, te has visto con amigos, has hecho visitas. ¿Has puesto en cada cosa de esas toda tu caridad por amor a Mí?
Has rezado tus oraciones, has estado un rato en la iglesia, tal vez has comulgado. ¿Has puesto en ello todo tu corazón, por amor a Mí?
Alguien por razón de su cargo te ha comunicado una orden; o te ha dado un consejo. ¿Te has sometido a su autoridad por amor a Mí?
No busques por fuera la clave de la santidad. El secreto está en eso, en la transfiguración de la vida corriente, en la espiritualización de la tarea diaria por altos pensamientos de amor.
– Señor, muchas veces he probado, he luchado, he abandonado. He caído de nuevo en la fascinación de lo minúsculo. ¡Tanto, sin embargo, como quisiera amaros y haceros amar!
– Empieza otra vez lo mismo. No esperes a luego. Ofréceme ese deseo, pon en él todo tu amor. Yo ayudaré a tu buena voluntad. Sigue la escuela de Nazaret.
* * *
“Qué delicioso será conocer en el cielo todo cuanto sucedió en la intimidad de la Sagrada Familia. Cuando el Niño Jesús iba creciendo, tal vez le decía a su Madre al verla ayunar: ‘Yo quiero ayunar también’. Y la Santísima Virgen, le respondería: ‘No, no, Jesusito mío; aún eres muy pequeño; no tienes fuerzas todavía’. ¿O acaso no se atrevería a impedírselo?
“¡Y el bueno de San José! ¡Oh, cuánto lo quiero! Él no podría ayunar, a causa de su penoso trabado. Parece que lo veo, cepilla que cepilla... y enjugarse luego el sudor de la frente de vez en cuando... ¡Oh, qué pena me da! ¡Qué sencilla me imagino la vida de los tres!
“Las mujeres del pueblo vendrían a charlar con la Santísima Virgen con toda familiaridad; en alguna ocasión le pedirían que dejase al Niño Jesús que fuera a jugar con sus hijos. Y el niño Jesús miraría a la Santísima Virgen para saber si debía ir...
“Lo que más me satisface cuando pienso en la Sagrada Familia es imaginarme una vida enteramente corriente. ¿Nada de todo eso que nos cuentan, de todo eso que se supone! Por ejemplo que el Niño Jesús modelaba pajaritos de barro, luego les soplaba y echaban a volar. No, el Niño Jesús no debía hacer milagros inútiles… Sino ¿por qué no fueron llevados a Egipto por un milagro mucho más natural y que tan fácil habría parecido a Dios? ¡En un abrir y cerrar de ojos se habrían visto allá! Mas no, todo en su vida ocurrió como en la nuestra.
“¡Y cuántos trabajos, cuántos desengaños! ¿Cuántas veces no le haría la gente recriminaciones al bueno de San José? ¡Cuántas veces se negarían a pagarle su trabajo! ¡Oh, cómo nos asombraríamos si supiéramos bien todo lo que padecieron.” (“Novissima Verba.”)
XXXIV. HACED PENITENCIA, PUES SE ACERCA EL REINO DE LOS CIELOS
(San Lucas, III, 1-14.)
Era un hombre terrible este Juan Bautista. Desde su infancia se había retirado al yermo para vivir como errante solitario, en aquellas colinas calcáreas, surcadas por los lechos de secos torrentes, que se extienden desde Hebrón a Jerusalén. Llevaba el sayal de los eremitas nómadas, el cilicio de pelo de camello y se ceñía con un cinturón de cuero. Comía el alimento de los pobres, los saltamontes y la insípida miel silvestre que de ciertos árboles manaba.
Grande fue la sensación que se produjo cuando llegado hacia los treinta años, se dirigió hacia las márgenes del Mar Muerto, esa región desolada que fue testigo de los desenfrenos y de la ruina de Sodoma y de Gomorra, y en donde las aguas bituminosas del lago maldito impregnan el aire de un aliento malsano.
El desierto de Judea, en la desembocadura del Jordán, vio a las multitudes acudir presurosas al llamamiento del nuevo Elías. Es el precursor, el heraldo que abre el camino al Soberano. Su palabra cálida y colorista, unas veces trallazo, otras caricia, saca del paisaje sus imágenes grandiosas. “Haced penitencia, pues se acerca el Reino de los Cielos... Todo valle será terraplenado; todo monte y cerro, allanado; los caminos torcidos se enderezarán, los escabrosos se igualarán”. Inclíname las frentes, se enternecen las almas; un aura de conversión pasa sobre Israel.
Fariseos y saduceos se presentan a su vez, menos como fieles que como investigadores. Con santa indignación, Juan los rechaza. “¡Haza de víboras! ¿Quién os ha dicho que podréis huir de la ira que os amenaza?”
Las almas sencillas se intranquilizan. Si trata así a los doctores ¿qué será del bajo pueblo? “Y nosotros... ¿qué hemos de hacer, pues, nosotros?”, preguntan temerosas. Mas la voz del asceta se vuelve deliberadamente apaciguadora: “Que el que tenga dos túnicas le dé una al que ninguna tiene; el que tenga qué comer que haga otro tanto.” Es la caridad lo que entra así en el reino. Dos clases de gentes se adelantan temblando. Publícanos, encargados de cobrar los impuestos por cuenta de Roma; soldados, cuya misión es prestarles ayuda en sus expediciones recaudatorias. Ambas son universalmente abominadas y proscritas del trato de las personas selectas. Y sin embargo, también tienen alma. ¿Cómo podrán salvarla? ¿Tendrán que dejar sus empleos? “Maestro, y nosotros ¿qué haremos?”. Sienten ya gravitar sobre ellos los rayos vengadores del vagabundo inspirado. El auditorio se espera un sombrío apostrofe.
Juan se recoge en sí mismo; luego, con dulzura: “Vosotros, dice, no exijáis más de lo que os está ordenado. Vosotros no hagáis extorsiones a nadie, ni uséis del fraude, y contentaos con vuestras pagas.” Cundió entre los grupos un movimiento de estupor. ¿Nada más? Así, pues, lejos de excomulgarlos, los llamaba también al Reino de Dios, con tan poco trabajo, sólo mediante el equitativo cumplimiento de las obligaciones de su cargo. ¡Charlaba familiarmente con ellos! ¡Y los bautizaba! Si el precursor era tan indulgente ¿qué sería, pues, el Mesías?
* * *
Este cuadro, copiado exactamente de la realidad, expresa a maravilla el eterno equívoco que pesa sobre las almas. La santidad está al alcance de la mano en la ejecución concienzuda y la sobrenaturalización de los deberes de nuestro estado. Nos obstinamos en buscarla en no sabemos qué evasión.
El claustro, es corriente pensar, hace santos... no la casa familiar, ni el taller ni el mostrador. La profesión que no es religiosa – y que ella no constituya la causa del fuego eterno – consagra al hombre a la mediocridad. A trancas y barrancas ganaremos nuestra pequeña salvación; así, así, mediante una gran contrición in extremis conseguiremos un escaso rincón en el Paraíso: es todo lo que podemos esperar. El gran amor es la suerte de los duchos en mortificaciones, de los clausurados en la vida perfecta. A la sombra de este distingo, nos resignamos a no ser cristianos más que a medias, a dispensarnos de todo esfuerzo.
Ya Juan Bautista aventó estas falsas. clasificaciones y estos funestos equívocos. La gracia divina es para todos, para todos la vocación al amor. ¿Cómo llegar a ello? ¿Ejercitándonos incansablemente, por una espiritualidad fuera de lo real, y rompiendo con todas las necesidades de la vida? Esa era la solución de los fariseos falaces e hipócritas. A este árbol de muerte, el Precursor le aplica vigorosamente el hacha.
Dentro y por medio de los deberes de su estado es como cada uno ha de santificarse; el fraile rezando sus preces, la esposa atendiendo a su cocina, el soldado obedeciendo las órdenes, el patrono mandando con humanidad, el obrero trabajando a conciencia: y todos considerando su tarea cotidiana como la más auténtica expresión de la voluntad de Dios, poniendo en ella el máximo espíritu de justicia y de caridad, convirtiéndola, por el ofrecimiento, en oración.
No otra cosa quería significar el canónigo Cardijn cuando ante sus jocistas exclamaba: “La fábrica es vuestra iglesia, vuestra máquina es vuestro altar, vuestro trabajo es vuestra misa.”
– Señor, necesito que me digan que vuestro reino se acerca también para mí.
Está ya muy cerca porque vuestro advenimiento es esencialmente vuestro crecimiento en el fondo de mi alma por la caridad.
Está ya muy cerca, porque para llegar a él ya no tengo que desterrarme hasta Dios sabe dónde. Todos sus elementos los tengo cerca de mí, en mis obligaciones diarias.
Está ya muy cerca, porque sois Vos, viviendo en mi corazón, quien aspira a asumir todas mis acciones, a hacerlas vuestras, a volverlas divinas.
Ya lo decía Pascal, en su hermoso lenguaje; “Haced las cosas pequeñas como si fueran grandes, por la majestad de Jesucristo que las hace en nosotros y vive nuestra vida; y las grandes como si fueran pequeñas y fáciles, por su; omnipotencia.”
¡Oh, Jesús! Haced de mí vuestro pequeño aprendiz en el arte de laborar con amor.
* * *
“Teresita hablaba a menudo de un juguete muy conocido, con el que se distraía mucho cuando era niña. Se trataba de un calidoscopio, que es una especie de pequeño anteojo, en cuyo extremo opuesto a aquel por el que se mira se ven bonitos dibujos de múltiples colores; dando vueltas al aparato, esos dibujos varían hasta lo infinito.
“Este objeto – dice Teresita – causaba mi admiración, y yo estaba intrigada por la causa que pudiera producir tan encantador fenómeno. Un día, tras un detenido examen, descubrí que se trataba sencillamente de pedacitos de papel y cabos de lana, cortados de cualquier manera y metidos allí dentro. Seguí mis averiguaciones y hallé tres espejos en el interior del tubo. Había dado en la clave del problema.
“Esta fue para mí la imagen de un gran misterio: Mientras nuestras acciones, incluso las más pequeñas, no se salen del recinto del amor, la Santísima Trinidad, representada por los tres espejos convergentes, les da unos reflejos y una belleza admirables. Jesús nos contempla por el punto de mira, que es como si dijéramos a través de sí mismo, y encuentra nuestros movimientos siempre bellos. Mas si nos salimos del centro inefable del amor ¿qué es lo que verá? Trocitos de paja... acciones manchadas y sin ningún valor.” (“Consejos y Recuerdos.”)
XXXV. ESTA POBRE VIUDA HA DADO MAS QUE NADIE
(San Marcos, XII, 41-44.)
Jesús se despide del Templo de Jerusalén. Luego de abandonar el Santuario, en el que ha fustigado a los fariseos que traman su muerte, descansa unos momentos en el atrio de las mujeres. Sentado ante las treces arcas de las limosnas contempla el desfile de donantes que en estas vísperas pascuales, llevan sus ofrendas a la Casa de Dios. Los demás admiran las rutilantes monedas que centellean en las embocaduras de forma de trompeta. Él sondea los corazones y la intención. Hay gentes de todas partes, que exhiben su munificencia y dan sobre todo pruebas de ostentación. Esta clase de generosidad no impresiona al Maestro.
De improviso, su mirada se anima, su ternura se estremece. Entre la muchedumbre de fieles una pobre indigente se ha deslizado de manera furtiva; es una viuda que lleva retratada en su imagen de la insignificancia de su óbolo que contrasta con tantos y tantos presentes fastuosos, echa dos leptas, dos céntimos solamente.... y sale como huyendo, seguida por las despectivas miradas de unas gentes acostumbradas a apreciar la piedad por el peso del oro.
Jesús se levanta, llama a sus apóstoles, les refiere el caso “Mirad esta viuda, les dice. Ella es la que más ha dado”. Los doce le interrogan intrigados, tratando de encontrar la lección bajo la envoltura paradójica. Y Él entonces se explica, con una especie de pasión. “Los demás han dado de lo superfluo; ella se lo ha quitado de lo necesario. Aquellos piensan quedar en paz con Dios, entregándole unas sobras; ésta pensaría que no ha hecho nada si no lo hubiera puesto todo. Los otros han hecho un movimiento; ella ha puesto el corazón”.
Así es como dos céntimos de pobreza han merecido pasar a la posteridad, con el mismo título que los presentes de los Magos y el perfume de la Magdalena.
* * *
Las acciones se pesan con pesas, de amor. El amor aspira a darse todo. Tales son las enseñanzas de ese episodio: En ellas hemos de. detenernos.
En la vida de un hombre ¿qué representan las hazañas memorables? Se acaba pronto de contarlas con los dedos de una mano. La existencia está hecha de un tenue polvillo de palabras, pensamientos, íntimos actos que escapan a toda publicidad. O dejo que sea arrastrado este tamo, remolino incoloro y vago, hacia la mediocridad, y es una manera de frustración – una concesión a los intereses terrenales un pacto con la vanidad, o los llevo a la cuenca de la caridad, vivificando tales acciones y sucesos con intenciones de adoración, de reparación, de reconocimiento, y el vil metal se depura y resplandece hasta adquirir un valor divino por el título infinito del amor.
¡Ah! Quiera el cielo que yo pueda vivir así fascinado, magnetizado por Dios, Que yo pueda orientar hacia Él mis comidas, mis descansos, mis trabajos, mis recreos, mis deberes familiares y mi apostolado, tanto más atento a guardarlo todo para Él cuanto sea más humilde la materia y más se hurte por ello a las miradas aprobadoras que pagan en falsa moneda humana.
Esto puede conducirme bien lejos: a la entrega absoluta de todo mi ser en el holocausto. Es verdad. Si el sacrificio no siempre constituye la medida del amor, le sirve a menudo, sin embargo, de piedra de toque. Hasta ese extremo, pues, me tengo que entregar: hasta el perdón liberalmente concedido, hasta el favor hecho a quien me sea antipático, hasta la completa obediencia a una autoridad desagradable, hasta la enfermedad con entereza soportada. La viuda ha echado todo lo que tenía en el cepillo de las limosnas. Un todo que no es casi nada. Mas no importa porque para ella era todo. Si hubiera dado la mitad, Cristo la habría admirado. Lo absoluto del desprendimiento es lo que le deslumbra.
– Señor, Vos me queréis a mí también todo para Vos. No soportáis que haya en mi jornada actividades extraviadas al servicio de ídolos de carne. Yo no soy nada, mas esta nada la queréis toda entera. Tomadla, encadenadla. Quede yo, como la Hermana Teresita, hipnotizado por Vos, radicalmente incapaz de realizar acto alguno fuera de vuestra voluntad.
Grabad en signos de fuego en mi alma el lema en que se cifra mi ideal: Todo por Jesús.
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“Sólo una cosa sé: amaros, oh Jesús. Las acciones brillantes me están vedadas; no puedo predicar el Evangelio, derramar mi sangre... ¡No importa! Mis hermanos trabajan por mí, y yo, niña pequeña, me quedo junto al trono real, amando por los que pelean.
“Mas ¿cómo daré testimonio de mi amor, si el amor se demuestra con las obras? ¡Bueno, pues la niña tirará flores...! Embalsamará con sus perfumes el trono divino, entonará con su voz argentina la canción del amor. Sí, Amado mío; así es como mi vida efímera se consumirá ante Vos. No tengo otro medio para demostraros mi amor que tirar flores, es decir, no dejar escapar ni el más pequeño sacrificio, ni una mirada, ni una palabra; aprovechar las menores acciones y realizarlas por amor. Quiero sufrir por amor y hasta gozar por amor; y así es como yo tiraré flores. No dejaré ni una sola sin deshojarla para Vos... y además cantaré, cantaré siempre, aun cuando tenga que coger mis rosas en medio de las espinas, y mi canto será más melodioso cuanto más largas y punzantes sean esas espinas.” (“Historia de un Alma”, Cap. XI.)
XXXVI. TUVE HAMBRE Y ME DISTEIS DE COMER
(San Mateo, XXV, 31-46.)
Cristo nos confía sus ultima verba. Pasado mañana, en el Cenáculo, será su testamento de amor; hoy, frente al Templo, cuya destrucción anuncia, es la visión terrorífica de los últimos días de la humanidad. Humilde y dulce, el Maestro levanta, ante los pobres compañeros que lo interrogan ansiosamente, una punta del velo que oculta el futuro. Les apremia para que mantengan bien despierta su atención.
Ese discurso escatológico concluye con una grandiosa escena. El Mendigo de ternura, que pronto ofrecerá sus miembros al tormento, se presenta a sí mismo con la majestad soberana de su supremo advenimiento. En una impresionante evocación en que revive la profecía de Daniel, nos muestra al Hijo del hombre, Pastor universal, deslindando los campos para el juicio final, como separaba los espíritus en nuestros terrenales conflictos de ideas, como las actitudes últimas se graban con la muerte, reúne a su derecha a los buenos, marcados con su sello por haber vivido de Él; aparta a su izquierda a los malos, que no se ajustaron al Modeló ideal y destinados por ello a la eterna repulsa.
¿Con qué criterio se hará esta gigantesca selección? Jesús no lo descubre por completo. Subraya solamente, en forma de parábola, de la qué hemos de guardarnos mucho de deducir una tajante aplicación en sus últimos detalles, el punto capital en discusión, el que corre el peligro de ser el menos destacado, y que por lo mismo cuida Él de poner bien de relieve.
“Venid, benditos de mi Padre – exclama – a tomar posesión del reino... Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber... estaba desnudo y me cubristeis.” Asómbranse los justos. Ellos han ejercido, ciertamente, la caridad, mas ¿cuándo se las han habido con el mismo Cristo? La respuesta no se hace esperar: “Siempre que lo hicisteis con alguno de estos mis más pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis”.
Ahora toca a los malos escuchar su resistencia. En una sola frase pinta el infierno y sus suplicios: la condenación eterna, el castigo de los sentidos, las penas perdurables, la espantosa promiscuidad. “Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno, con el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre, tuve sed, estaba desnudo, y no me disteis de comer, ni de beber, ni me cubristeis”. Surgen indignaciones y protestas. Debe tratarse de una mala interpretación. Hay sin duda, aquí un trágico error judicial. ¿Cuándo nunca se han tropezado ellos a Jesús en su camino? Por segunda vez, la explicación estalla inexorable: “Siempre que dejasteis de hacerlo con alguno de estos pequeños, dejasteis de hacerlo conmigo.” Y los nombres, pasados por el gálibo del amor, saben ya a qué atenerse en cuanto a su destino.
* * *
– Señor: nadie como¡ Vos podría unir así tanta sencillez a tanta grandeza. Este misterio me atrae y me abruma al mismo tiempo. Moisés en el Sinaí recibió de vuestro Padre las dos tablas con sus diez mandamientos. Vos mismo habéis jurado que no borraríais de ello ni una jota… y el juicio final, tal como lo habéis pintado, se limita a examinar someramente unos deberes de misericordia temporal. ¿Qué lección se esconde bajo este enigma?
– Hijo mío, acuérdate del precepto soberano: Amar a Dios sobre todas las cosas; y del segundo, semejante al primero, acuérdate igualmente. Y a tu prójimo como a ti mismo. Ambos deben fundirse en una misma perspectiva. Yo soy lo único infinitamente Amable, lo único infinitamente Deseable, lo único a lo que se haya de servir sin reservas y sin pago.
Pues bien; Yo he querido ponerme al frente de la inmensa familia humana, reunir “en uno” a todos los hombres mis hermanos, incorporármelos íntimamente, en un verdadero Cuerpo Místico, del que yo soy Cabeza y ellos miembros. En el más humilde de ellos, soy Yo el que vive, el que obra, el que late. A todos, hasta el último, los abarco bajo mis divinos cuidados. El que los atiende, me atiende; el que los desprecia, me desprecia. Mas el hombre está de tal suerte constituido que degrada y envilece cuanto toca. En este orden, en que todo se sostiene en forma indisoluble, toma él lo fácil y cómodo y desdeña lo que le pueda desagradar. Dirigirme, de vez en cuando, un poco de incienso, más o menos sincero, no cuesta gran cosa; respetarme y ayudarme cada día, en mis lacerados miembros, esto sí que constituye una prueba de obediencia. Por eso he querido recordar, en impresionantes términos, la inanidad de los homenajes verbales salidos de un corazón sin caridad. ¿Comprendes ahora cómo, en la práctica, toda vida de amor ha de comenzar por servir al prójimo?
– ¡ Ah, Jesús mío! Si ello es así, yo me hallo muy lejos de estar en paz de cuentas con Vos. Mi programa de piedad está en regla, mis ejercicios piadosos se encuentran al día, mas en el fondo de mi alma se esconde, como una úlcera secreta, una natural antipatía; me cuesta trabajo ponerme a bien con algunos, gradúo mis amabilidades con los demás con arreglo al efecto que me demuestran. Sobre todo no consigo restañar las heridas en mi amor propio; el menor tropezón, el más lejano pasado vuelve a mi memoria desmesuradamente hinchado y emponzoñado. Fabrico procesos de intenciones cuyos sumarios se hacen cada día más voluminosos. Perdono pero no olvido y uso aun en el perdón refinamientos de desquite que está bien lejos, Señor, de vuestro espíritu. ¿Qué hay de caridad en todo esto? Resulta desconocida, estropeada, mutilada. ¿Cómo, entonces, voy a ser juzgado?
Hasta ahora estas cosas no me habían preocupado; sin inquietud ninguna recitaba yo la súplica del Padrenuestro – perdónanos... como nosotros perdonamos – y ahora empiezo a comprender que no se puede por la mañana recibiros en la comunión bajo las especies eucarísticas y maltrataros por la tarde bajo la especie del prójimo. Una gozosa inquietud ha penetrado en mi vida. Noto, sin embargo, que esa reforma es superior a mis fuerzas.
– Prueba, hijo mío, con toda tu buena voluntad. Yo mismo seré tu caridad.
* * *
“Una santa religiosa de la comunidad tenía en cierta época la virtud de no gustarme nada absolutamente; en ello andaba el demonio, pues era él con toda seguridad quien me hacía ver en la pobre hermana tantos aspectos desagradables; así, pues, no queriendo ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije que la caridad no tenía que consistir sólo en los sentimientos sino mostrarse en obras. Entonces me dediqué a hacer por ella lo que haría por las personas a quienes más quiero; cada vez que me la cruzaba rogaba a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y méritos. Comprendía yo perfectamente que esto tenía que agradar a mi Jesús hasta el extremo, pues no hay artista al que no le guste recibir la alabanza de sus obras, y el divino Artista de las almas es feliz cuando no se detiene uno en lo extremo, sino que penetrando hasta el íntimo santuario que Él ha elegido para morada suya, se admira su belleza.
“Y no me contentaba con rezar mucho por la que tantas luchas me causaba, sino que procuraba hacerle todos los favores que podía, y si me asaltaba la tentación de contestarle desabridamente, me apresuraba a dirigirle una amable sonrisa y desviaba la conversación y pues dicho está en la Imitación que ‘vale más dejar a cada uno en su opinión que pararse a contestarle’.
“A menudo también, cuando el demonio me tentaba con mayor violencia, si podía escaparme sin que ella se diera cuenta de mi íntima pelea, echaba a correr como un soldado desertor... Y en estas andanzas, me dijo ella un día con aire radiante: ‘Hermana Teresa del Niño Jesús ¿querríais confiarme qué es lo que os atrae tanto en mi? Nunca os encuentro sin que me dirijáis la más graciosa sonrisa’. ¡Ah! Lo que me atraía era Jesús escondido en el fondo de su alma, Jesús que vuelve dulce lo más amargo que haya.” (“Historia de un Alma”, Capítulo X")
XXXVII. PORQUE HA AMADO MUCHO
(San Lucas, VII, 36-50.)
Sí sucedió en Naim o en Cafarnaum, no se sabe. Simón el fariseo ha invitado a comer a Jesús. ¿Se trata de un simple acto de deferencia para con un rabí renombrado? ¿Le guía, tal vez, el deseo de observarlo en la intimidad? Sea lo que fuere, lo cierto es que en ello no se ha puesto el corazón; el recibimiento es frío, lo estrictamente correcto, y la conversación languidece.
Entre el ir y venir de la multitud que circula libremente alrededor de las mesas, contando con atrapar las sobras del festín, una mujer se ha introducido, aquella a la que se llama con palabra infamante “la pecadora”. Simón la fulmina con su mirada. ¿Qué busca aquí esta mujer? Los doctores desdeñan en público al sexo débil. En cuanto a las cortesanas las mantienen a distancia, y la expresión para ellos no es puramente metafórica: cuatro codos de espacio deben protegerlos de tal peste.
Magdalena ha llegado hasta el triclinio en el que el Maestro se echa, el busto ligeramente incorporado. Lleva un vaso de alabastro de largo y fino cuello. Lo rompe, y de él brota un aroma de nardo. Mas la emoción la trastorna; cae a las plantas de Cristo sollozando. Con gesto rápido, sin importársele el oprobio que pueda caer sobre ella, desata su espléndida cabellera, enjuga los pies enteramente mojados por sus lágrimas, los llena de besos y sobre ellos derrama sin tasa esta rica esencia cuyo sutil perfume ha invadido la estancia.
Todo cuanto no era antes sino armas de la lujuria – sus lisonjeros ojos, sus pintados labios, sus sedosas trenzas rubias, hasta ese capitoso ungüento con que ablandaba energías y vencía resistencias –, todo, todo ello no inmola febrilmente al Eterno Amor. Jesús la deja hacer.
Simón, interiormente, se encrespa. “Si este hombre fuera profeta, bien conocería quién y qué tal es la mujer que le está tocando, que es una mujer de mala vida”. Él está ya, pues, al cabo de la calle, en cuanto a ella y en cuanto a Jesús.
Mas éste, gravemente, lo interpela: “Cierto acreedor tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta... Perdonó a entrambos la deuda. ¿Cuál de ellos le amará más?” La mente calculista, propia del corazón fariseo, no podía equivocarse. “Me parece que aquel a quien se perdonó más”. “Has juzgado rectamente – repuso Cristo, a quien las cifras sólo han servido de anzuelo –. Ahora nos toca a nosotros dos. Yo he entrado en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis píes, mas ésta los ha bañado con sus lágrimas y enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado, el ósculo de paz, pero ésta desde que llegó no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta ha derramado para mí abundantes perfumes. Saca la conclusión tú mismo. Muchos pecados le son perdonados porque ha amado mucho... Que ama menos aquel a quien menos se le perdona.”
Inclinándose entonces, con noble compasión, hacia la pobre mujer acurrucada a sus plantas, indiferente a los sarcasmos y en pleno arrepentimiento, parecía implorar su protección, Jesús le dijo la palabra soberana que hace brotar del fango la flor de la santidad: “Tus pecados están perdonados... Tu fe te ha salvado. Vete en paz.”
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¡Deliciosa historia, que excede en patetismo a las más sublimes audacias de a parábola de la oveja perdida! Su actualidad no ha pasado.
Dos tipos de almas se enfrentan en ella en cegador contraste. Simón el ponderado, contenta de sí mismo, aburguesado, que no se, adapta a los generosos impulsos, fiel de estrecha visión que no ha comprendido nada del Corazón divino y encastilla su celo en un formalismo legar y externo; y Magdalena, la tarada, la prostituida, en la que se sacian los desprecios del mundo, pero que por haber saboreado la infinita misericordia y calado hasta el fondo la infinita ternura, pasa sin transición del abismo del vicio al abismo de la confianza y se convierte en un batir de alas en la sublime enamorada de Jesucristo.
¿De cuál de los dos lados habrá que clasificarme a mí? Apenas si me atrevo a formularme la pregunta. Y sin embargo, yo también, a mi hora, como dice San Juan de la Cruz, “por amor seré juzgado”. Señor, Vos que sondeáis lo impenetrable, hacedme ver claro en mí mismo.
– Hijo, no te agotes en vanos análisis. Estás hecho, a la vez, de la madera de Simón y de la madera de Magdalena. De ti depende la opción. Yo para tu alma quiero el gran amor y la gra