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María, modelo de la Infancia Espiritual
XLV. HE AQUÍ LA ESCLAVA DEL SEÑOR
(San Lucas, I, 26-38.)
Sobre las laderas de la colina, Nazaret cuelga sus casucas, medio hundidas en la roca, y el pintoresco mosaico de cambiantes colores de sus mil jardincillos. De todas las flores que son ya allí legendarias y que le han valido su nombre, la más deslumbrante en su escondido esplendor, ¿no es acaso esta jovencita que está orando en el silencio de su cuarto de novia?
En medio de estas gentes solapadas, de instintos exclusivamente carnales y religión borrosa, María sube en derechura hacia Dios con todo el impulso de su alma inmaculada. Ignorante de su belleza, tanto más consciente de que no vale nada como criatura, cuanto que ninguna tendencia natural ha podido falsear su voluntad, trabaja, presta servicio, se sacrifica, reza. La casa de Joaquín y de Ana, las naves y los atrios del Templo, la celda en que guarece su existencia de huérfana, se han impregnado sucesivamente del encanto espiritual que envuelve a la ideal niña. Nada atrae la atención sobre ella. La perfección en tal grado es una virtud sin pliegues, tan exactamente modelada en el marco de los deberes de su estado, que se representa a las miradas superficiales como algo natural y sin ningún mérito. María es la jovencita que hace a la perfección todo cuanto tiene que hacer, y a la que no puede reprochársele nada, mas a la que las lenguas que no descansan la tienen que tachar de alguna timidez, hasta de insignificancia, porque se hurta a los holgorios escabrosos y no se muestra propicia a comadreos. Además ¿qué es una santidad sin éxtasis, milagros sensacionales y maceraciones extraordinarias?
Una desgracia de familia, sin duda; una exigencia de la costumbre que rige las herencias, han hecho de la joven la prometida de José, un hombre oscuro si los hay, por más que sea descendiente de David. La ley les confiere, excepto la vida en común que va tras el matrimonio oficial, todos los derechos de esposos. María no usará de ellos. Por una secreta inspiración, juzgándose indigna tal vez de ser la madre del Mesías, ha consagrado al Señor su virginidad. Ha abrazado por sí misma, por conciencia de su miseria, ese estado de esterilidad de que toda mujer judía, abomina como de un oprobio. La vocación suya será inmolarse, apartada de todo, para que cuanto antes se produzca el advenimiento del Salvador.
Esta sed de olvido es la que atrae hacia María la complacencia divina. Un día, hallándose ensimismada, se aparece Gabriel. “Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo.” Ella se turba, se cree víctima de una ilusión. ¡Esa voz del cielo, esa alabanza, siendo ella una pobrecita! Ya el ángel la tranquiliza: “¡ Oh, María! No temas, porque has hallado gracia a los ojos de Dios. Sábete que has de concebir en tu seno y darás a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Éste será grande y será llamado Hijo del Altísimo, al cual el Señor Dios dará el trono de su padre David; y reinará en la casa de Jacob eternamente.” Era, en pocas palabras, un grandioso panorama el que se ofrecía a la vista de la joven. La esperanza de Israel iba a realizarse. Ella sería su heroína.
María no duda. No reclama, como Zacarías, una prenda, una garantía. Su fe aborda el misterio con la serenidad de un niño. Con intuición segurísima que revela una inteligencia y una sangre fría que sorprenden en una delicada adolescente, considera el divino plan con todas sus consecuencias. Ligada a Dios por su voto de virginidad, ¿cómo conciliar con esta obligación el consentimiento que ya otorga al angélico mensaje? A esta pregunta, hecha con exquisito tacto, Gabriel responde con la evocación de la Trinidad inclinándose toda Ella hacia esta alma escogida y operando la maravilla sin el concurso del hombre: El Espíritu Santo la invadirá amorosamente; el Padre la cubrirá con un celaje, como antaño hiciera con el Arca de la Alianza, y el Hijo se encarnará en su seno virginal.
María no se vuelve loca ante tanta grandeza: No hay como lo que nada es para expandirse en lo divino. No solicita que la deje reflexionar, no mide sus responsabilidades, no se detiene a sondear los abismos de dolor que la obra redentora puede abrir en su Corazón, y la prueba a que va a someter a José esta maternidad misteriosa. Desde la cuna, la humildad la ha vuelto flexible a voluntad. En la pena como en la alegría, en las tareas del hogar lo mismo que en los oficios de la Sinagoga, ella es la niña pequeñita que sólo sabe decir que sí a los deseos del Altísimo. Las incalculables consecuencias del prodigioso drama que se anuncia, es a Él a quien incumben, sólo a Él. Ella no puede pensar en todo eso. Él solicita su colaboración. Y eso basta. “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.” “Y el Verbo se hizo carne. Y habitó entre nosotros.”
* * *
“Llena de gracia”, dice Gabriel. “Esclava del Señor”, responde María. Ambos marchan al unísono. Lo uno explica lo otro. El vacío atrae la plenitud. Dios colma aquel alma que sin ilusión, sin artificio, considera, admite y realiza su nada”. Con ella no tiene que temer una vanidosa usurpación de sus dones. El hurto de la gracia no lo hacen los humildes. El niño se presenta como es. Consciente de su impotencia, se entrega sin resistir al ascensor divino. Tal es el secreto de las grandezas de María.
La contraprueba se llevó a cabo en los albores de la creación. “No serviré”, dijo Satanás. Y su gloria fue pulverizada. “Seréis como dioses”, susurró la serpiente a nuestros primeros padres para hacerlos caer en tentación. Cedieron al espejismo y cayeron desde lo alto. El orgullo envilece a sus víctimas.
– ¡Oh María, que fuiste a la vez Hija del Padre y Madre del Hijo! Dame, a tu ejemplo, un corazón de niño. Que a todas las solicitaciones de la gracia, responda yo como el eco de la canción más grata a vuestra alma: “He aquí, tu esclavo, Señor. Hágase en mí según tu palabra.”
* * *
“¡Cuánto habría querido yo ser sacerdote, para predicar sobre la Virgen María! Paréceme a mí que una sola vez me habría bastado para que comprendiera todo el mundo mi pensamiento al respecto.
“En primer lugar habría mostrado, hasta qué punto es poco conocida la vida de la Santísima Virgen. No sería menester decir de ella cosas inverosímiles o de las que no se está seguro: por ejemplo que siendo aún muy pequeña, a los tres años, fue al Templo, a ofrecerse a Dios con ardientes sentimientos de amor y un fervor extraordinario, siendo así ¡que, ella iría sencillamente por obedecer a sus padres, tal vez...
“¿Por qué decir también, con ocasión de las palabras del anciano Simeón, que la Santísima Virgen, a partir de ese instante, tuvo constantemente presente ante sus ojos la pasión de Jesús?... Una espada de dolor traspasará tu alma. Sabéis muy bien, Madrecita mía, que esto no era sino una profecía del mañana...
“Para que un sermón sobré la Santísima Virgen produzca fruto es menester que muestre su vida real, tal como el Evangelio la deja atisbar, y no su vida supuesta; y se adivina perfectamente que en su vida real, tanto en Nazaret como después, tenía que ser completamente corriente... Les estaba sujeto. ¡Qué sencillo es!
“Se presenta a la Santísima Virgen como inabordable y habría que presentarla como imitable, ejerciendo escondidas virtudes; decir que vivía de fe, lo mismo que nosotros, dando de ello pruebas tomadas del Evangelio, en el que se lee: ‘No comprendieron nada de lo que Él les decía’; o: ‘Su padre y su madre se admiraban de las cosas que se contaban de Él’. Esta admiración demuestra cierto asombro, ¿no lo creéis así, Madre mía?
“Cuánto me gusta cantarle:
“El estrecho camino del cielo
nos lo haces visible a nosotros
al humildes virtudes tener.”
(“Novissima Verba.”)
 
XLVl. GRANDES COSAS HA HECHO EN MI EL PODEROSO
(San Lucas, I, 39-56.)
Gabriel al despedirse ha anunciado a María el próximo nacimiento del Precursor. El impulso de su caridad – en contra de la costumbre de Israel que secuestra a las novias – lleva en seguida a la Virgen hacia aquellas montañas de Judá donde Israel aguarda su hora. Le corre prisa felicitarla.
El viaje es pesado y dura cinco largos días. María avanza en rápidas etapas, envuelta en la majestad del Dios que lleva en su seno. Su alma es una armoniosa lira en la que tiemblan los ardores mesiánicos de toda su raza. Los acentos dé los patriarcas, de los salmistas, de los profetas, de que se ha alimentado su plegaria, se atropellan hoy en su memoria con inusitado calor. Hay sobre todo un cántico que se impone a todos sus pensamientos: aquel en el que la madre de Samuel daba gracias a Jehová por su esterilidad tardíamente desaparecida. En aquel corazón virginal, de modo insensible, como sucede a menudo a los judíos al choque de alguna violenta emoción interior, se despierta el don poético. Las palabras, los versículos, las reminiscencias, vibran y se juntan por sí mismos en un sabio paralelismo, al hábito del Espíritu Santo. La alegría mariana se concentra en su manantial, presta a la primera sacudida a estallar en un cántico.
Aquí está ya Hebrón y la blanca terraza de la morada de Zacarías. No más entrar, la Inmaculada se inclina con deferencia ante Isabel. Mas ésta, poseída del soplo divino, se le adelanta en homenajes “Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿Y de dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi señor a visitarme? Pues lo mismo fue penetrar la voz de tu salutación en mis oídos, que dar saltos de júbilo la criatura en mi seno. Bienaventurada tú que creíste.”
Esta salve terrenal, conmovedor eco de la salve de la Trinidad, da rienda suelta en el corazón de la Virgen a toda la inspiración en el contenida: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu está transportado de gozo en Dios, Salvador mío, porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava. Bienaventurada me llamarán todas las generaciones. Grandes cosas ha hecho en mí el Todopoderoso.”
No, no es que María estime en menos de lo que vale el don divino; menos aún que lo haga redundar en su propia gloria, Ella conoce su insignificancia y la grandeza de Dios. Es su humildad la que abre de par en par las puertas de la Magnificencia. Por eso clama su fe en la infinita condescendencia.
Más allá de la obra maestra de la Encarnación, atisba su mirada la epopeya del amor: “la Misericordia que abarca todos los siglos y todas las edades”, la gracia de que gozarán los pobres, los hambrientos, los pequeños, al paso que son derribados el orgullo y sus secuaces. Es, con treinta años de anticipación, el lirismo de las Bienaventuranzas. El Evangelio se ha hecho carne en el seno de María: tiembla ya en sus labios. Y la última estrofa se hunde con arrobamiento en la lejanía de los tiempos para mostrar al Señor, fiel a su promesa, salvando y rescatando a todas las generaciones de la familia humana.
* * *
La Iglesia ha engastado esta joya en su liturgia. En ella figura la acción de gracias. Es el cántico de la infancia espiritual, el himno al Amor misericorde, la más hermosa explosión de confianza salida de boca humana.
– Madre mía, dígnate comentarlo para mí.
– Hijo, te crees a menudo humilde porque niegas los dones que en ti se acumulan. Diplomacia engañosa, destinada al fracaso.
Has de reconocer tu fundamental insignificancia. Como criatura. Comprende que por ti mismo no tienes nada, no eres nada, no puedes nada ni vales nada.
Después, aparta los ojos de tu miseria. Contempla la infinita Misericordia que te ha recogido del polvo y del fango para elevarte poco a poco hasta la compañía de los Tres en que debes vivir eternamente. También grandes cosas ha hecho en ti Dios. Y aun quiere hacerlas mayores. De mí ha hecho su Madre y de ti su hijo: suyo solo sea todo el honor.
El aspira a colmarte más. Mas para ello has de consentir en ser el impotente, el indigente, el niño pequeño que lo aguarda todo de su mano con absoluta confianza. Entonces recibirás tanto como desees. Sólo la suficiencia paraliza su bondad. Dios no desciende hasta las almas llenas de sí mismas.
– Madre mía, dame esta fe ciega.
Y vos, querida santa Teresita que habéis subido tan alto a fuerza de pequeñez y de filial abandono recordadme los versículos de vuestro Magníficat: “Soy todavía muy pequeña para saber componer bellas frases que hagan creer que tengo mucha humildad; prefiero convenir simplemente en que ‘grandes cosas ha hecho en mí el Todopoderoso’, y la mayor de todas, la de haberme mostrado mi pequeñez y mi impotencia para todo bien. Sí, lo reconozco; nada había en mí que pudiera atraer sus divinas miradas; sólo su misericordia. me ha colmado de bondades y lo que agrada a Dios de mi pequeña alma es el verme amar mi pequeñez y mi pobreza, la ciega esperanza que tengo en su misericordia. Sí; el Señor obrará por mí maravillas que rebasarán infinitamente mis inmensos deseos.”
Humilde flor del Carmelo, deshojad sobre mí los pétalos de vuestros favores espirituales e incorporadme a la legión de pequeñas almas que el cántico mariano exalta.
* * *
“Sabido es que la Santísima Virgen es la reina de Cielos y tierra, pero es más Madre que Reina y no hay que creer – como he oído decir tan a menudo – que a causa de sus prerrogativas María eclipsa la gloria de todos los santos, lo mismo que el sol al salir extingue el brillo de las estrellas. ¡Dios Mío, qué raro es todo eso! ¡Una madre que borra la gloria de sus hijos! Yo pienso precisamente todo lo contrario; pues creo con firmeza que ella lo que hará será aumentar en mucho el esplendor de los elegidos.
“Bien está hablar de sus prerrogativas, pero no hay que limitarse sólo a eso: Hay que hacerla amar. Si al oír un sermón sobre la Santísima Virgen no podemos, desde el principio hasta el final sino llenarnos de admiraciones y exclamar ¡Ah...! ¡Ah...!, acabamos cansados, y ello no nos lleva al amor y a la meditación. ¿Quién sabe si incluso algún alma no llegará hasta a experimentar así cierto alejamiento de una criatura tan superior...?
“El privilegio único de la Santísima Virgen es el de haber quedado libre del pecado original y ser Madre de Dios. Y aun acerca de esto último, Jesús nos dijo: Quien hace la voluntad de mi "Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y hermana y mi madre.” (“Novissima Verba.”)
 
XLVII. HACED LO QUE ÉL OS DIGA
(San Juan, II, 1-11.)
En los umbrales de su vida pública, recién vuelto del Jordán, Jesús se dirige a Cana de Galilea. Un amigo, un pariente tal vez, le ha convidado a su boda. A ella va con los discípulos que acaba de reclutar. La fastuosa hospitalidad oriental autoriza a obrar así.
Las fiestas nupciales se prolongan durante siete días. Se consume mucho vino de todas clases. Tanta afluencia de convidados hace que la provisión se agote. María que está presente y vigila el servicio, como buena madre de familia, adivina el desastre en las inquietas miradas de los criados, en los cuchicheos que sostienen con el mayordomo. ¿Habrá que prevenir a los desposados que parece que no se han dado cuenta? Ellos han hecho ya grandes sacrificios para que todo se desarrolle con el mayor decoro. Será una humillación de las más amargas. Jesús, discretamente, puede arreglar las cosas.
María se le acerca y le dice en voz baja: “No tienen vino”. No es sino un sencillo aviso en el que late toda la delicadeza de su Corazón maternal, mas que tiene el valor de una sugerencia y de una súplica para un hijo como el suyo. A Él, sin embargo, parece que le molesta. “Mujer, ¿qué nos va a Mí y a ti? Aun no es llegada mi hora.” Palabras enigmáticas y casi indescifrables en la forma abreviada en que han llegado hasta nosotros. Mulier, “mujer”. Es el nombre con que Dios designó a la Madre del Redentor a nuestros primeros padres; es la apelación con que Cristo saludará a su Madre por última vez desde lo alto de su patíbulo. “Mi hora”, el eufemismo que en boca del Salvador definirá habitualmente su Pasión. ¿Pretende Jesús señalar a María, dispuesta en todo momento a unir su existencia a la de Él, que no es aun llegado el momento del supremo sacrificio en que se habrán de hallar íntimamente asociados? ¿Que Él debe manifestarse primero al mundo y, durante el curso de su misión, testimoniar hacia su misma madre una divina independencia?
Cualquiera que sea la explicación María sabe de antemano que será escuchada. Jesús no le niega nada. No siempre comprende en seguida, las razones que Él pueda tener ni su manera de intervenir. Poco importa. Ella vive de fe. Respeta el secreto del Rey. Ignora la vana curiosidad que ronda siempre alrededor del misterio. Se abandona en la oscuridad. ¿Cómo se las compondrá? Eso es cosa suya. Lo esencial es obedecer. Y aproximándose a los criados que lo han presenciado todo y esperan órdenes, les susurra al oído: “Haced lo que Él os diga”.
Había allí seis tinajas, de una capacidad de unos cuarenta litros aproximadamente, destinadas a las innumerables purificaciones que acompañan a las comidas judaicas. “Llenadlas de agua”, dijo Cristo; y cuando lo estuvieron hasta el borde: “Sacad y llevadle al maestresala”. Éste, catador oficial, no pudo reprimir su asombro: “¡Exquisito aroma! ¡ Magnífico vino! Bueno, bueno, joven esposo, qué callado te lo tenías! Conque tú ¿es para el final para cuando reservas lo mejor?”
Así fue como, a la voz de María, para sacar de apuros a unas pobres gentes, hizo Jesús su primer milagro.
* * *
– Más que el agua de Cana necesita mi alma ser transfigurada, Está sosa, insípida y descolorida: brebaje indigno de Dios que tiene sed de mi amor. Madre: cambia esta insulsez en vino generoso.
– El secreto del prodigio lo conoces ya ahora: el abandono en la fe.
Observa ciegamente las órdenes y los consejos de lo Alto. Voz de los mandamientos, voz de la Iglesia, voz de la autoridad legítima, voz de los deberes de tu estado, voz de los acontecimientos, voz de las pruebas, voz de las inspiraciones comprobadas, voz del director espiritual. Haz todo lo que Dios te diga. ‘Todo’, ¿lo oyes...? No la mitad. Si tomas de aquí y dejas de allá no existe abandono.
No discutas, no arguyas, no te preocupes si no se te alcanzan los motivos, si la conducta providencial con relación a ti se envuelve en un halo de bruma. Los niños no sienten temor del camino por el que se les lleva. Es presunción el querer interpretar con arreglo a tus luces los designios del Todopoderoso.
Entrégate por entero a la confianza. Da impulso a tus deseos y sabe esperar. Jesús té trabaja en secreto. Quiere curarte; quiere transformarte. Es Él quien consiente la tentación para robustecer tu virtud. Es Él el que hace fracasar tus proyectos para vencer tu amor propio.
Déjale hacer. Déjanos hacer. Tus intereses están bien protegidos. Pon tu discreción en ser humilde, flexible, dócil, paciente con la mano que te cincela y te esculpe a imagen de Cristo, y el milagro de tu santificación se cumplirá.
– ¡Oh, Nuestra Señora del Buen Consejo! Á Vos me consagro. Orientad mi esperanza y modeladme en el abandono.
* * *
“Aquel cuyo Corazón vela siempre, me ha enseñado que para un alma cuya fe sea solamente como un granito de mostaza, obra milagros a fin de robustecer una fe tan pequeña, pero que para sus íntimos, para su Madre, no obra milagros hasta haber tenido la prueba de su fe. ¿No dejó morir a Lázaro a pesar de que Marta y María le habían avisado que se hallaba enfermo? En las bodas de Cana la Santísima Virgen le pidió a Jesús que acudiese en auxilio del dueño de la casa ¿y Él no le respondió que no era llegada su hora? Mas después de la prueba ¡qué recompensa! El agua se convierte en vino, Lázaro resucita.” (“Historia de un Alma”, Cap. VI.)
“Pedir a la Santísima Virgen no es lo mismo que pedir a Dios. La Virgen sabe muy bien lo que tiene que hacer en relación con mis pequeños deseos, si tiene que decirlos o no... a ella le corresponde, en fin, ver lo que hay que hacer para no forzar a Dios a que me conceda lo que pido, para dejarle hacer en todo su voluntad.” (“Novissima Verba”.)
 
XLVIII. AHÍ TIENES A TU MADRE
(San Juan, XIX, 25-27.)
Durante la vida pública de Cristo, María se borra completamente. Apenas si se la ve intervenir alguna vez que otra de una manera indirecta. Ahora, ha sonado ya la hora de la Redención en la cruz. La Madre está al lado de su hijo, de píe, como oficiante del sacrificio, uniendo sus lágrimas a la Sangre de Él, fundiendo en la suya su voluntad. Los fariseos se han desvanecido en las tinieblas que avanzan. El centurión no ha querido negar a la Madre del Condenado el supremo consuelo de recibir su último suspiro.
Con sus sangrantes pupilas, desgarradas por las espinas, Jesús la contempla al pie del patíbulo, rodeado por todo cuanto le queda de fiel amistad: María, mujer de Cleofás, Salomé, María Magdalena y Juan. Los demás han tenido miedo. Allí está ella, concentrada y magnánima, abismada en su fe, encarnación viva del dolor santificado. No cruzan palabra alguna. ¿Para qué? Esos dos corazones se comprenden intuitivamente. Los largos silencios del Gólgota se enlazan con los de Nazaret, cuando María, voluntariamente discreta, repasaba en su alma los misterios de Dios.
De súbito, Jesús se inclina hacia ella. Se acerca el final. El martirio de María no ha hecho más que comenzar. Separada dé su Hijo su vida no será ya sino una lenta agonía, entre desfallecimientos de amor. ¿A quién legará Él este depósito, el más caro de todos? El discípulo amado está junto a ella. Es un alma virgen, un contemplativo de hirvientes fervores, un niño delicado cuya cándida ternura pudo experimentar: nadie más digno de cuidar de tal tesoro.
En él se representará simbólicamente a todo el género humano al que Jesús quiere ofrecer este supremo regalo. Su Evangelio, su Eucaristía, sus sacramentos, su Iglesia, la promesa del Espíritu Santo, su vida que se escapa gota a gota, su Corazón que va a estallar: todo lo ha dado ya Cristo. Le queda una Madre. La dará también. Los hombres necesitan sus caricias.
“Mujer – exclama – , ahí tienes a tu hijo” y con la mirada designa al apóstol amado. “Hijo – prosigue la dulcísima voz – , ahí tienes a tu Madre.” Dos palabras le bastan al Verbo Creador para manifestar esta maternidad universal asumida ya por María el día remoto de la Encarnación. Madre de Cristo era ya de derecho madre de la Iglesia que es su cuerpo: la Cabeza no puede separarse de los miembros. Al saludarla, corrió en Cana, con el misterioso nombre de mujer, Jesús la nombra públicamente nueva Eva que da a luz las almas a la gracia, entre las espantosas visiones del Calvario.
Ella asiente en un impulso de su corazón. “Hágase en mí según tu palabra.” Es el tema fundamental de su vida. Además, la plenitud de amor que siente crecer en sí, al calor del holocausto, aspira a derramarse. Víctima con Cristo, devorada por una pasión divina, arde por transmitirla. La llama trae el incendio. La Madre abrasará a sus hijos.
Empezará por Juan que desde ese día – y por más que tenga su madre en la persona eje Salomé – la albergará en su casa. Juntos recibirán el mensaje del Maestro. De esta meditación ardiente, entrecortada por confidencias y expansiones inefables, brotará ese sublime cántico de amor que es el cuarto evangelio.
* * *
Sobre mi angustia se vierte la voz del Crucificado:
– Hijo, ahí tienes a tu Madre. Ella ha de ser la que te salve de la soledad del corazón, de las desoladoras caídas y del desaliento.
Ella ha de ser luz de la casa del Padre, la que te inicie en la intimidad con Él, en el abandono filial entre sus brazos.
Ella la que te dé el espíritu de familia, las gloriosas tradiciones de hijo de Dios, tu herencia y tu ejecutoria a partir del agua bautismal.
Ella, en fin, la que en tu alma entibiaba derrame la incandescente lava del gran amor.
Con una condición: Lo mismo que Juan, debes albergarla en tu morada. No pienses que quedas en paz con unas cuantas prácticas. Es menester amarla, colocarla en el centro de tu existencia, confiarte a ella, refugiarte en su guarda, comulgar en su santidad. ¿Tan difícil es eso? Prueba. Es el camino recto para llegar hasta Mí.
– ¡Oh, Nuestra Señora del Amor Hermoso! Vos a quien he costado tantas lágrimas, caldead este pobre corazón de hielo, para que se entregue por fin totalmente al Amor Misericorde,
* * *
“Sobre la Santísima Virgen tengo que confiarte una de mis simplezas. A menudo me doy cuenta de que le estoy diciendo: ¿Sabéis, Madre mía querida, que me parece que soy mas feliz que Vos? Yo os tengo a Vos por Madre y Vos no tenéis como yo una Santísima Virgen a quien amar. Verdad es que sois la Madre de Jesús, pero me lo habéis dado; y Él en la cruz, os ha dado a Vos a nosotros, por Madre. ¡Luego nosotros somos más ricos que Vos! En cierta ocasión deseabais en vuestra humildad, convertiros en esclava de la Madre de Dios; y yo, pobre e insignificante criatura, soy no vuestra esclava, sino vuestra hija. ¡Sois la Madre de Jesús y sois mi Madre!” (“Carta XIII a Celina”.)
“Yo sentía que la Santísima Virgen velaba por mí, que era yo su hija; por eso no podía darle otro nombre que el de Mamá, que me parecía más tierno que el de Madre.” (“Sumario”)
“Escucharé muy pronto las dulces armonías...
Pronto en el bello cielo te podré contemplar.
Tú que me sonreíste al empezar mis días
sonríe de nuevo ¡oh Madre...! La noche va a empezar.
No me intimida el brillo de tu gloria que aclamo.
Contigo he padecido y sólo quiero ya
cantar en tus rodillas, ¡oh Virgen!, pues te amo,
diciéndome hija tuya para siempre jamás.”
(Cántico “Por qué te amo, ¡oh María!” Última estrofa que escribió Santa Teresita.)
 
XLIX. PERSEVERABAN UNÁNIMES, EN ORACIÓN CON MARÍA
(Hechos de los Apóstoles, I, 12-14; II, 1-4.)
“Maestro, ¿es ahora cuando vais a restaurar el reino de Israel?”, preguntaban los apóstoles momentos antes de la Ascensión. Siguen siendo, hasta el final, tardos de comprensión, carnales, ambiciosos. Cristo elude la pregunta y vuelve a orientarlos hacia ese reino interior que habrán de predicar a impulsos del Paráclito. “Recibiréis virtud del Espíritu Santo, que bajará a vosotros. Seréis mis testigos hasta los últimos confines del mundo.” Y subiendo entre la nube que lo envuelve, desaparece del horizonte mortal.
Hallamos a los once, completados pronto; con Matías, en el interior del Cenáculo, primer santuario eucarístico y cuna de la Iglesia naciente. María preside este retiro. Bajo su dirección, perseveran unánimes en la oración. Llaman con sus ansias a Aquel que ha de enseñárselo todo. ¡Se sienten tan exiguos ante el mundo que han de conquistar! Advenedizos que piden anticipos, espíritus. lerdos, envidiosos y quejicosos, que tiemblan a la menor ocasión y huyen en Getsemaní: el Evangelio no nos disimula sus defectos. Y los Hechos de los Apóstoles inscribirán mañana su lema y su martirio por todos los caminos del Imperio. ¿No es, pues, preciso ante todo que sus convicciones se fundan en el crisol del amor y que sean echados al horno por completo? ¿Va a sonar la hora del anunciado prodigio?
La serenidad de María les impresiona. Su presencia les atrae gracias de recogimiento. Para orar, para esperar, para ofrecerse no tienen más que contemplarla. Su actitud inspira, su bondad infunde confianza. ¡Sabe ella tan bien hablar de Él! Es como la continuación de Jesús. Es la Esposa del Espíritu Santo. El verla así entre, ellos los tranquiliza y los sosiega. Al contacto de ella sus aspiraciones se hacen más crecientes, su fe se depura, su espera se hace más firme. Es como si un alumbramiento espiritual se operase a su sombra. Veni, Creador Spiritus.
Y la mañana de Pentecostés, cuando Israel conmemore la promulgación de la Ley entre los ¡relámpagos del Sinaí, el gran soplo de Dios pasa por el Cenáculo. El Espíritu invade en toda plenitud el alma de María; ahonda en ella nuevos abismos; ensancha su corazón a la medida de la universal mediación que ejercerá desde ahora en el seno de la Iglesia.
Después, en forma de lenguas de fuego que se dividen, se posa sobre los Apóstoles, los penetra, los llena, los trabaja, los transfigura. Prolongando místicamente la obra maestra de la Encarnación, la colaboración de la Virgen y del Paráclito engendra hombres nuevos; hace otros Cristos, auténticos mensajeros de su palabra porque viven de su espíritu.
Mientras ellos irán a llevar a los confines del universo habitado la semilla del reino, María consumará junto a Juan su holocausto. Llegará día en que incapaz ya el cuerpo de sostener el peso de tanta ternura el alma se desprenderá, en un supremo impulso, irresistiblemente atraída por el Eterno Amor.
Ascensión triunfal profetizada en el Magníficat, apoteosis espléndida atisbada por Gabriel: la pequeñísima esclava del Señor arrebatada para siempre por el “ascensor divino” divisa a toda la Trinidad inclinada hacia su belleza: el Espíritu Santo para estrechar a su Esposa, el Hijo para coronar a su Madre, el Padre para bendecir para siempre a su Hijo.
* * *
– Jesús, tanta gloria me confunde. Naufrago en medio de tantas maravillas. ¿Qué podré sacar de todo ello para el bien de mi alma?
– Tú serás también testigo mío. Te he elegido, te he llamado, te he colmado de dones para que seas militante mío. En un mundo que vuelve a las costumbres del paganismo, hablarás de Mí, abogarás públicamente en favor de mi Evangelio, con tus actos más que con tus palabras, o mejor dicho, con los destellos de mi vida en tu alma. No se puede ser testigo de Cristo si no se aspira a ser otro Cristo.
– Señor, daos cuenta de mi pusilanimidad, de mi cobardía, de mi maldad. Al lado mío los Apóstoles eran héroes y águilas.
– Ya lo sé. De lo que se trata es de transformar tu corazón, de expandir en ti al Hijo de Dios. Es la tarea conjunta de mi Madre y del Espíritu Santo.
Entrégate a María. Ella te ama y quiere tu felicidad y tu santificación. Pídele que derrame en ti sus sentimientos. Haz con ella tus oraciones, tus comuniones, los deberes propios de tu estado. Igual que los doce en el Cenáculo, persevera con ella en la plegaria. Confíale tus miserias y concédele todo poder para formarme en ti.
Une tu voz a la suya, para aspirar al Espíritu Santo. Él es el Divino Desconocido, el dulce Huésped del alma, un Huésped tan dulce que se le olvida, que se le apena, que se reduce al silencio a fuerza de ahogar su voz y rechazar sus sugerencias. Dime, ¿cuántas veces en este día has invocado a ese Gran Amigo?
No te engañes a ti mismo; tú no serás nunca “niño” si no te entregas a Aquel que secretamente enseña a pronunciar las palabras Abba, Pater. Sólo Él puede, suavizar tu espíritu hasta la sosegada consciencia de que eres “nada”. Sólo Él puede abrirlo hasta la confianza ilimitada. Sólo Él te puede inclinar al abandono total. Sólo Él te puede iniciar en el secreto de hacer amor con naderías.
– ¡Oh María! Atraedme al Cenáculo; cread en torno mío una atmósfera de Pentecostés. Grabad en lo profundo de mi alma la conmovedora oración de Isabel de la Santísima Trinidad: “Oh fuego abrasador, Espíritu de amor, sobrevenid a mí a fin de que se realice en mi alma como una Encarnación del Verbo; que yo sea para Él una humanidad más en la que renueve su misterio.”
* * *
“Poco después de mi primera Comunión, hice de nuevo retiro para mi confirmación. Me había preparado escrupulosamente para recibir la visita del Espíritu Santo: no podía comprender que no se prestaren una gran atención para recibir este sacramento de amor. Como la ceremonia no se celebró el día señalado, tuve el consuelo de ver prolongarse un poco mi soledad. ¡Ah, qué feliz era mi alma! Lo mismo que los Apóstoles esperaba con gozo al Consolador prometido, me alegraba de ser pronto perfecta cristiana y de llevar en la frente, eternamente grabada, la cruz misteriosa de ese sacramento inefable.
“No noté el viento impetuoso de la primera Pentecostés, sino más bien esa ligera brisa cuyo murmullo escuchó el profeta Elías en la montaña de Orbe. Ese día se me dio la fuerza para sufrir, fuerza que me era muy necesaria porque el martirio de mi alma había de comenzar de allí a poco.” (“Historia de un Alma”, Cap. IV.)
 
Semillitas al Señor  
  "Así como el sol alumbra a los cedros y al mismo tiempo a cada florecilla en particular, como si sola ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa nuestro Señor particularmente de cada alma, como si no hubiera otras. (Manuscrito A, 3 r°)
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Vos obráis como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con toda sencillez mis penas y mis alegrías, como si él no las conociese... (Manuscrito C, 32)
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Puedes, por lo tanto, como nosotras, ocuparte de "la única cosa necesaria", es decir, que aun entregándote con entusiasmo a las obras exteriores, tengas por único fin complacer a Jesús, unirte más íntimamente a él. (Carta 228)
 
El Señor y los corazones...  
  ¡Ah, qué verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones!... ¡Qué cortos son los pensamientos de las criaturas!... (Manuscrito C, 19 v°)
 
El Señor Es ternura...  
  Al entregarse a Dios, el corazón no pierde su ternura natural; antes bien, esta ternura crece haciéndose más pura y más divina. (Manuscrito C, 9 r°)
 
El Señor esta siempre con nosotros...  
  cielo que le es infinitamente más querido que el primero: ¡el cielo de nuestra alma, hecha a su imagen, templo vivo de la adorable Trinidad!... (Manuscrito A, 48)
 
Santo Rosario  
   
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