No hay entre los hombres dignidad ni excelencia alguna que pueda compararse a la sublimidad del estado sacerdotal. Supera al esplendor de todos los príncipes, excede la potestad de todos los reyes, pues la autoridad de éstos se circunscribe a las cosas terrenas y temporales, mientras que la potestad del sacerdote se extiende también a lo eterno y celestial, para cuya consecución príncipes y reyes acuden al sacerdote, imploran su ayuda y no se avergüenzan de someterse a él. Por lo cual dijo el Apóstol que el sacerdote se escoge de entre los hombres "ut offerat dona et sacrificia", "para que ofrezca dones y sacrificios"; y si, elevando sobre los demás, sobrepasa la común condición humana es por estar constituido mediador entre Dios y los hombres, "in iis quae sunt ad Deum", "en lo que mira al culto de Dios". El profeta Malaquías les compara a los ángeles con estas palabras: "Labia enim sacerdotis custodient scientiam, et legem requirent ex ore eius quia angelus Domini exercituum est", "pues los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría y de su boca ha de salir la doctrina, porque es un enviado de Yavé". Más aún, por la potestad que tiene de absolver los pecados y de consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es superior a los mismos ángeles, y como dice San Gregorio Nacianceno, Orat. 1: "Quaedam illi divinitas inest, aliosque efficit Deos." Te conviene considerar esto con todo esmero, sacerdote de Cristo, quien quiera que seas, para que no se te aplique la sentencia del salmista: "Homo, cum in honore esset, non intellexit, comparatus est iumentis insipientibus, et similis factus est illis". Que no haya nada terreno en ti, que tu conversación sea angélica, tu vida divina, tus costumbres saludables. ¿Qué hay más vil que la deformación de un honor tan sublime y una vida tan digna, que la actuación ilícita en una profesión tan santa? Atiende, pues, a que la conducta convenga dignamente al nombre, y las costumbres a la dignidad. Pues, si Dios mandó a los sacerdotes de la antigua Ley que fuesen santos para ofrecer convenientemente el incienso y los panes de la proposición, ¿cuánta mayor santidad debe encontrarse en ti, que diariamente ofreces y recibes al Hijo de Dios? Y si el cuerpo suele adquirir las cualidades de los alimentos con que se nutre, es de todo punto razonable que imites las condiciones de Cristo, a quien recibes diariamente en la Eucaristía, y trates de vivir sus virtudes. Cristo se esconde bajo las humildes especies del pan y del vino y no se manifiesta por ningún otro indicio; esconde tú también los dones de Dios, y ama el pasar oculto y ser tenido en nada. El está allí expuesto a las injurias de los pecadores, de los infieles y hasta de las bestias. Tú, de igual manera, sométete a todos, y conserva la paciencia ante cualquier desprecio y oprobio. El apacienta a todos con su vida, sin hacer acepción de personas; sé tú liberal con todos, cultiva un celo sincero con las almas sin respetos humanos. El, aun cuando se dividen las especies no sufre división ni menoscabo alguno; tú también en toda dificultad mantén un ánimo sereno y totalmente imperturbable. El no desprecia ningún lugar y permanece allí donde le coloca cualquier sacerdote, por muy pecador que sea; tú, de una manera semejante, sé indiferente a todo lugar y oficio y no rehuses ningún cargo que te impongan los superiores. Finalmente en este sacramento desaparece la sustancia del pan y del vino y sólo quedan los accidentes; tú, del mismo modo, debes destruir en ti toda sustancia terrena: afectos desordenados, apetitos de gloria, deseos depravados, juicios mundanos y todo cuanto sea contrario a la perfección.
Como quiera que el sacrificio es el oficio primario de la religión, conviene a todas luces que la religión cristiana, que supera a todas en perfección y sublimidad, tenga un sacrificio nobilísimo, de cuya excelencia son vestigios muchas razones. Primero, porque lo que en él se ofrece es Cristo Nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre; y, puesto que no hay nada más excelso que El, su misma acción de sacrificar supera a todas las acciones humanas, incluso las de los santos que aman a Dios en el Cielo. Debemos cuidar en consecuencia de no deshonrar por nuestra irreverencia y falta de devoción la oblación de tan grande víctima. Y si Dios mandó en la antigüedad a los sacerdotes: "Mundamini, qui fertis vasa Domini", "purificaos los que lleváis los utensilios de Yavé", ¿cuánto más debe brillar la pureza en nosotros que ofrecemos a Dios el Cuerpo purísimo y la preciosísima Sangre de Cristo?
En segundo lugar, por la persona a quien se ofrece, que es únicamente Dios, ya que no se puede ofrecer a ningún santo ni a la misma Santísima Virgen, sino que por su misma naturaleza intrínseca tan sólo conviene a Dios, toda vez que por el sacrificio confesamos que Dios es nuestro primer principio y último fin, y supremo Señor de todas las cosas, a quien en prueba de nuestra dependencia, ofrecemos algo sensible para significar mediante ello el sacrificio interno por el cual el alma se ofrece a Dios como principio de su creación y término de su felicidad eterna. Ni siquiera el mismo Dios en su omnipotencia puede hacer que esto convenga a criatura alguna.
En tercer lugar, por razón de la misma consagración, por la que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, permaneciendo los accidentes sin el sujeto. Esta acción es totalmente sobrenatural, puesto que no puede depender en absoluto de ninguna potencia creada como de causa principal, ya que sólo Dios es quien realiza la transustanciación.
Cuarto, por el valor del mismo sacrificio, que es infinito como los méritos y la pasión de Cristo y, por tanto, satisface a Dios de la misma manera que su muerte en la Cruz, aunque el efecto sea infinito.
Quinto por razón del fin para el que fue instituido este sacrificio, una vez abolidos todos los demás, para que por medio de él tributemos culto de latría a Dios, nuestro creador, y le demos testimonio humilde de nuestra servidumbre y sujeción; para que le demos por siempre dignas gracias por todos sus beneficios; para pedir el auxilio de la gracia divina, su protección, su estímulo y su dirección; para obtener el perdón de los pecados; para aplacar la ira de Dios y apartar los castigos inminentes; para socorrer las necesidades casi infinitas de vivos y difuntos. Por todo lo cual consta de un modo manifiesto que nada puede haber más grande en esta vida, ni realizar los hombres acción más excelente que ofrecer a Dios este sacrificio. Por tanto, el sacerdote que estuviere celebrando no debe interrumpir el sacrificio bajo ningún pretexto, aunque en ese momento le llamase un rey o el mismo Romano Pontífice. Y debe comportarse de tal manera que no haya en él nada que vaya en desdoro de Aquel a quien representa, así como el legado haciendo las veces de rey cuidaría muy mucho que no hubiera en él nada indecoroso ni que fuera en detrimento de su cargo.
El sacerdote debe considerar con gran solicitud cuán necesario es este sacrificio, que es de tanta utilidad para los que están en este mundo y para las almas del purgatorio; para éstas, a quienes libra más rápidamente de sus penas y conduce a la felicidad eterna del cielo; para aquéllos, en cuanto les asegura los continuos auxilios de Dios. Compete, pues, al sacerdote presentar a Dios las peticiones de todos los hombres, como legado que es de toda la Humanidad, y exponer al Señor sus necesidades espirituales y corporales y conseguir para cada uno lo que necesita para su salvación. Las miserias espirituales que se dan en el primer lugar son los pecados, en los que abundan todos los reinos del mundo en cualquier estado o condición humana. Luego, las tentaciones internas y externas, por lo demás innumerables y difíciles de superar, que vienen de la naturaleza corrompida, de los sentidos y de las cosas exteriores y otras personas, de volubilidad del libre albedrío y de los demonios. Hay, finalmente, ocasiones extrínsecas de males que inducen a pecar tanto dentro como fuera de casa, de donde se sigue un peligro constante de eterna condenación. Son también muy numerosas las necesidades corporales que a todos acucian y a las que todo el mundo está sujeto: enfermedades, guerras, persecuciones, pobreza, miseria, pérdida de bienes, destierro, cárceles, insidias, engaños, fraudes, luchas civiles y domésticas, rencillas, detracciones y múltiples injurias de los dueños, de los siervos, de los vecinos, de nuestros semejantes, que suelen acaecer en todo lugar manifiesta y ocultamente. Tienen, por tanto, gran necesidad de este sacrificio los católicos que, aprisionados en las redes del pecado mortal, se corrompen en su inmundicia; también todos los infieles, herejes, cismáticos, judíos, paganos y moros, quienes, no conociendo al verdadero Dios, viven en tinieblas; tampoco ellos pueden salir de estado tan deplorable por solas sus fuerzas naturales, a no ser que el Padre de misericordia vuelva a ellos sus ojos, los mueva y los ayude con su poderosa virtud. Lo necesitan, asimismo, los cristianos justos tibios e imperfectos y aun los piadosos; todos están en peligro inminente de caer en pecado mortal y perder la gracia divina, ya que es tanta la fragilidad de la naturaleza depravada, tanta la rebelión de la carne, tanta la rabia del demonio, tanta la fuerza de los malos hábitos y tan grande la corrupción de este mundo. Hay también otros seres sin número, oprimidos por las calamidades antes citadas: unos, necesitan la ayuda divina para vencer alguna tentación; otros, para adquirir alguna virtud o para realizar un acto sobrenatural. Unos están en el mar, otros en camino inseguro. Este sufre la injusticia de sus enemigos, aquél es calumniado; unos se ven afligidos por la pobreza, otros por las enfermedades, escrúpulos, luchas, dudas y otras calamidades. Muchos se encuentran en peligro de muerte, de la que depende toda una eternidad, y a quienes, de una manera del todo inexplicable, torturan y atormentan los pecados que cometieron, los bienes temporales que ahora dejan y la eternidad que corre a su encuentro. Finalmente, padecen grandísima necesidad las almas de los difuntos cuya esperanza en la ardiente cárcel del purgatorio se cifra toda en nuestros sufragios, ya que ellas por sí mismas no pueden satisfacer ni impetrar nada. Toda esta infinita multitud extiende suplicante las manos al sacerdote clamando y pidiendo con desgarrado gemido digno de compasión que impetre alguna parte del divino auxilio en favor de cada uno, ofreciendo sus súplicas en la Misa, y el sacerdote debe encomendarles al eterno Padre con gran afecto, seria y fervientemente. Sería intolerable, por tanto, en presencia de tanta Majestad, hacer nuestra embajada insulsa por las distracciones o titubeos y tratar negocios de tanta importancia de una manera fría y formularia.
La reverencia es doble: interna y externa. La interna consiste en temor y temblor, en humildad y compunción de corazón. Pertenece a la externa la compostura y gravedad de todo el ser y la observancia de todas las ceremonias y prescripciones de los ritos. El sacerdote se dará cuenta muy fácilmente del cuidado exquisito que debe ponerse para celebrar este sacrificio augustísimo con toda veneración y reverencia, si considera por su parte que quienes honran a Cristo no pueden realizar ninguna obra más santa y divina que este tremendo misterio; y, por otra parte, que en la Sagrada Escritura se llama maldito al que hace la Obra de Dios con negligencia. "Maledictus qui facit opus Dei negligenter". "Maldito el que ejecute negligentemente la obra de Yavé". Pues si el que va a hablar con un rey se pone delante de él con gran miedo y no se atreve a apartar de él sus ojos, ¿con cuánto mayor temor, humildad y reverencia conviene estar delante de la Divina Majestad con toda la mente dirigida al mismo Dios, que no sólo ve el aspecto externo sino que penetra con su mirada la intimidad del alma? ¿Qué hay más ruin y más digno de castigo que un pecador que se llega sin reverencia alguna al sagrado altar donde los santos temen, los ángeles enmudecen, las potestades tiemblan y los serafines cubren su rostro con rubor y confusión? La noche se acerca a la luz, el enfermo al Omnipotente, el siervo al Señor, la criatura al Creador, ¿y no tiembla, no se espanta? Sirve también de provecho para estimular el afecto reverencial, la consideración del gozo que perciben la Santísima Trinidad y todos los habitantes del cielo de la devota y reverente celebración de la Misa: tanto porque este sacrificio del Nuevo Testamento fue dejado por Cristo en prenda del amor con el cual amó a los suyos hasta el fin, cuanto porque es la conmemoración de su muerte, por cuya intercesión fueron perdonados nuestros pecados, los hombres redimidos, los santos salvados, y nosotros, actuales caminantes, recibimos innumerables beneficios. El celebrante debe cuidar, por tanto, de no realizar acción alguna que vaya en mengua de este gozo de Dios y de los santos, que dimana del suavísimo aroma de este sacrificio. Finalmente, para adquirir esta reverencia, el sacerdote debe meditar con toda la diligencia de que sea capaz cuán sapientísima y exactamente la santa Iglesia, siguiendo las divinas enseñanzas, prescribe e instituye orden, modo y aparato de todo el sacrificio, pues, en primer lugar, confiesa sus culpas a la par que pide perdón de ellas; después alaba y adora a Dios y da gracias por los beneficios que de El ha recibido; implora la ayuda divina para sí y para otros; y no omite ningún género de deber que los mortales puedan santamente ejercer para con Dios. Añade a esto una conformación externa y una actitud del cuerpo en sumo grado dignos y recogidos: ya esté de pie, ya se arrodilla, con la cabeza siempre descubierta, con las manos a veces juntas y otras veces extendidas o elevadas al cielo; todo lo cual es muy apto para fomentar la reverencia, tanto en los asistentes como en el mismo celebrante. Y no se dirige a Dios de cualquier manera, sino con sumo respeto y le habla quedo, y como al oído, como de amigo a amigo. No habla el sacerdote en su nombre, sino en el de toda la Iglesia y Dios le escucha como a representante público sin tener en cuenta su condición personal, sea ésta buena o mala. Habla en ceremonia pública ante toda la corte celestial y ante los hombres que asisten; así en la solemne confesión que precede a la Misa, apela a los santos y al pueblo; y en el prefacio pide a Dios que mande se admitan sus voces con las de los ángeles. Habla con Cristo Nuestro Señor, que está prresente en el sacramento y que, juntamente con él, presenta sus preces al Padre eterno. Finalmente, las palabras que dice no son cosecha de su propio ingenio, sino que están ya enseñadas por Cristo, ya dictadas por el Espíritu Santo en la Sagrada Escritura, ya corroboradas por la autoridad de los Santos Padres o de los Concilios; por tanto, no puede pronunciar nada que no sea gratísimo y sumamente aceptable a Dios. Procure, pues, el sacerdote con todas sus fuerzas que tan santo ministerio se ejecute con la mayor reverencia y santidad posibles; y abandonando la suciedad de la tierra, resplandezca con angélica pureza.
Casi imposible será que tú, sacerdote de Cristo quienquiera que seas, celebres con poca atención, devoción y reverencia, si percibes con fe viva y profundizas el íntimo sentido de esta verdad inefable: que ofreces al mismo Cristo, Hijo unigénito de Dios, Juez y Salvador tuyo. Pero a esta verdad se añade un factor de máxima importancia; porque ahora, en la Misa, ofreces a Dios una humanidad de Cristo más perfecta que la que ofreció El mismo en la última Cena. Pues en primer lugar Cristo ofreció una humanidad mortal; tú, una inmortal. El, una pasible; tú, una impasible. En segundo lugar, ahora, esta misma humanidad se ofrece con la satisfacción por nosotros ya completa, ya que todos los méritos suyos se completaron en la muerte. En tercer lugar, porque la humanidad de Cristo, aunque santificada desde el principio por la unión hipostática; sin embargo, al ser inmolada a Dios en la pasión adquirió una nueva satisfacción como hostia que en aquel momento era presentada como tal, y ahora en la Misa se ofrece adornada con esta nueva santificación. Añade, además, el hecho de que Cristo existe en el sacramento de una manera más admirable que en el cielo. Pues todo su Cuerpo está en todas las especies y todo entero en cualquier parte de ellas, por pequeña que sea, sin que la cantidad sea coextensa con el lugar; de tal modo que su presencia no puede ser vista ni siquiera por los serafines de modo natural y por principios naturales. Y aún hay en este sacramento otras innumerables maravillas que más vale venerar que describir. Pues, dejando otras cosas, ¿quién podría explicar dignamente, o por lo menos concebir con su inteligencia, el inmenso beneficio que representa para nosotros, los hombres, el que por medio de este sacrificio poseamos con cierta anticipación el cielo en la tierra y el que tengamos ante nuestros ojos y toquemos con nuestras manos al mismo Creador del cielo y de la tierra? Reflexiona muy despacio y avergüénzate de atreverte a celebrar estos tremendos misterios con tanta tibieza y tan poca reverencia.
Extiende tu pensamiento al mundo entero, mira qué mal sirven a Dios los hombres en todo lugar; cuántos pecados se cometen; cuán pocos hay que busquen la perfección con seriedad; cuántos son los que se ocupan de continuo en cosas vanas y ociosas, y así nunca piensan o hablan de Dios. Enciéndete, por tanto, con grande e íntimo dolor de corazón en ardor y afecto vehementísimos para con el Señor, tu Dios, a quien muchos mortales desconocen o desprecian; procura, entonces, celebrar la santa Misa con tal devoción que, de ser posible, se recreara el Señor de algún modo por la suavidad que este sacrificio posee también "ex opere operantis", y olvidase todo aquello que los hombres perpetran contra su santísima voluntad. Lleva, por otra parte, tu pensamiento al cielo, y considera con cuánto fervor aman a Dios los bienaventurados y con qué suave armonía cantan a una sus alabanzas. Unete a ellos, enciéndete en afectos semejantes de amor y loor; pero cuida de que la falta de armonía de tu voz y de tus costumbres no perturbe el dulcísimo y armonioso coro de los santos.
Como quiera que este sacrificio representa la pasión y muerte de Cristo, es como una cierta imagen y representación trágica, no verbal -a la manera de las tragedias de los poetas-, sino real y sustancial que expresa de modo incruento aquella pasión y muerte cruenta de la que manaron para ti y para la Humanidad entera todos los bienes y todos los tesoros de la gracia divina. Aguza, pues, la inteligencia y mira con cuánta y cuán ferviente devoción debes llevar a cabo la representación de bien tan grande. La Santísima Trinidad, la humanidad de Cristo en el cielo, los ángeles y las almas bienaventuradas son los espectadores de esta tragedia; cuida, pues, de que no haya en ti nada indigno ni indecoroso que pueda ofender los ojos purísimos de Dios y de la corte celestial. Y esto lo conseguirás si llevas en ti mismo las señales de una continua penitencia corporal y mortificación de las pasiones; si conservas en ti viva memoria de los acerbísimos sufrimientos de Cristo, que conmemoras y representas en este sacrificio; y si enseñas esto mismo a los demás con la austeridad de tu vida y tus costumbres.