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De lo que precede proximamente a la celebración de la Misa |
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"Ante orationem -dice la Sabiduría- praepara animam tuam et noli esse quasi homo qui tentat Deum". Y si se dice que tienta a Dios y provoca su ira aquel que osa hablarle en la oración sin una diligente y cuidada preparación, cuánto más irritará por su temeridad y audacia aquel que le ofrece a su Hijo unigénito y se atreve a recibirlo sin estar bien dispuesto. Si un rey o príncipe poderoso te designara, oh sacerdote, para que le preparases hospedaje al día siguiente, ¿con cuánta solicitud procurarías limpiar y adornar la casa, pasando incluso toda la noche en vela para que, cuando él viniese, no encontrase nada desordenado o indecoroso? Pues bien, el Rey de reyes y el Señor de señores te ordena diciendo con el profeta: "Praeparare, Israel, in occursum Dei tui", porque he aquí que vengo y moraré en ti. Ve, pues, y considera con cuánta diligencia debes limpiar las suciedades de tu tálamo, con cuánta prevención debes adornarlo, para que seas digno de que tan gran huésped te visite. Dios se mostrará a tu alma en la medida en que la prepares para su llegada; cuanta más diligencia tú pongas, tanta más gracia añadirá El. Hay un viejo proverbio que dice: "Adoraturi sedeant", con el que se amonesta a presentar a Dios un corazón dispuesto y compungido. También dijo un pagano: "Dimidium facti, qui coepit, habet"; debemos en primer término poner cuidado en comenzar con rectitud cada una de nuestras acciones. Con todo, la preparación mejor y más necesaria es siempre aquella que consiste en la pureza y santidad de la vida; cuando hagas algo, pienses cualquier cosa o emprendas una acción, refiérelo sólo a este fin: vivir una vida divina, y hacerte digno de este convite celestial. Así como el fruto principal de la celebración frecuente tiene ante todo por objeto crecer cada día en humildad, paciencia, desprecio del mundo y caridad; así también la verdadera preparación consiste en arrancar diariamente parte de los vicios y adquirir las virtudes hasta tal punto que puedas decir con el Apóstol: "Vivo ego, iam non ego, vivir vero in me Christus", "y yo vivo ahora, o más bien no soy yo el que vivo sino que Cristo vive en mí". Ciertamente para aquellos que, unidos a Dios, se ejercitan de continuo en la consideración de las cosas celestiales, no les será difícil prepararse como es debido a una digna celebración; pero a los otros, que son los más, que tienen menos facilidad para elevar sus pensamientos hacia el Cielo, les ayudarán sin duda a acercarse a Dios con el cuidado y atención que merece tan gran misterio varios documentos de los Santos Padres. De algunos ya hemos hecho mención; otros los vamos a explicar en seguida.
Inspira temor, y se escucha con desasosiego aquella amenaza del Apóstol cuando dice: "Quicumque manducaverit panem hunc, vel biberit calicem Domini indigne, reus erit Corporis et Sanguinis Domini", "de manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere el cáliz del Señor indignamente, reo será del Cuerpo y de la Sangre del Señor". Debe, por tanto, el que va a celebrar traer a la memoria aquel precepto de San Pablo: "Probet autem seipsum homo, et sic de pane illo edat, et de calice bibat; qui enim manducat et bibet indigne, iudicium sibi manducat et bibit". Es ciertamente en absoluto necesario este examen para que nadie trate de celebrar la Santa Misa sin previa confesión sacramental, teniendo conciencia de pecado mortal, aunque crea estar arrepentido; de lo cotrario, recibirá el pan de vida para su muerte y condenación. Pero para que el alma saque copiosos frutos de este banquete divino que colma de indecibles delicias a las almas santas, debe limpiarse no sólo de pecados mortales, sino también de los veniales y de todo afecto terreno, y debe mostrarse a Dios limpia y vacía de todo mal, para ser colmada y adornada con los dones de su gracia.
Por esta razón, los buenos sacerdotes, a los que te conviene imitar, diariamente, en días alternos, o por lo menos dos veces por semana suelen confesarse con espíritu contrito, procuran arrancar todas las raíces de los males, y quitar todas las manchas, incluso las más leves. Y si no hay materia que expiar en el sacramento de la penitencia, no te olvides de hacer un intenso acto de contrición de todos los pecados de tu vida pasada, porque Dios no desprecia a un corazón contrito y humillado.
En la confesión debe evitarse la prolijidad y la diligencia exagerada al contar las culpas leves; bastará con dolerse íntimamente de ellas, y expiarlas elevando piadosamente el corazón a Dios sin detenerse en contarlas, a la manera como se relata una historia sin propósito de enmienda, cosa que ocurre con cierta frecuencia. No hay una opinión concorde entre los maestros espirituales sobre si conviene exponer en la confesión las imperfecciones diarias, para que así el confesor conozca mejor el estado del penitente; la sentencia más segura y más común es que conviene manifestarlas fuera de la confesión. Hay que evitar, asimismo, el error de muchos que se acusan por extenso de cosas que no son pecados, como malos hábitos, pasiones, circunstancias improcedentes, de que son soberbios, propensos a la ira e inclinados al mal; que no aman a Dios con toda la fuerza de su corazón, y otras muchas cosas por el estilo; sobre todo ello aconsejo que se lea por completo el tratado de San Buenaventura sobre el modo de confesarse y sobre la pureza de conciencia.
Es necesaria una doble preparación para confesarse: remota y próxima. La preparación remota consiste en el intento de conseguir, por medio de la custodia vigilante del corazón, del profundo conocimiento de uno mismo y del exacto examen, la delicadeza y pureza de conciencia, que siente enseguida dolor por los defectos cometidos y fielmente los graba en la memoria. Acostúmbrate, después, a decir con frecuencia el acto de contrición y a hacer el examen diario como si debieras confesarte inmediatamente.
La preparación próxima comprende diversos actos: en primer lugar debes pedir la gracia eficaz para conocer todos tus pecados, detestarlos y enmendarte y recordar luego todos los que hayas cometido desde tu última confesión; procura, por último, hacer un acto de dolor, por cada uno de ellos, con propósito firme y constante de no volver a cometerlos más, y satisfacer por ellos en adelante. Si los pecados son más leves, ya que es difícil corregirlo todo a causa de la fragilidad humana, proponte por lo menos y procura cada vez que te acerques a confesar arrancar alguno de aquellos en que sueles caer con más frecuencia.
Como quiera que la parte esencial y más importante del sacramento de la confesión es el dolor y contrición de los pecados cometidos, insiste mucho en esto, haciendo de antemano una breve consideración sobre algunos de los motivos de la contrición, cuales son: 1º. La gravedad de los pecados, con los que se ofende a Dios, cuya bondad infinita no debíamos ofender en lo más mínimo, aunque ello supusiese la salvación de todo el mundo. 2º. Los daños tan atroces que se originan por el pecado, tanto en esta vida como en la otra. 3º. La inescrutabilidad de los juicios de Dios, que de ordinario abandona a los ingratos y vomita a los tibios. 4º. La brevedad e incertidumbre del tiempo de la gracia, durante el cual pueden expiarse las ofensas a Dios. 5º. El recuerdo de la eternidad y su duración sin término. 6º. La inestimable dignidad de Dios que sufrió tanto para librarte de los pecados. 7º. La magnitud de los beneficios que Dios te concedió, por lo que sería una vileza no mostrarte agradecido con El viviendo santamente. 8º. La sublimidad del premio eterno y la facilidad de los medios para alcanzarlo. 9º. La infinita amabilidad de Dios, que es digno de por sí de un obsequio infinito, porque es el mismo bien supremo que te persigue con un amor ilimitado.
Si consideras con atención estos motivos, podrás fácilmente avivar en ti una gran contrición. Así dispuesto puedes acercarte a los pies del confesor como al baño de la sangre de Jesucristo, en quien confías te limpie todas tus miserias. Debes imaginar que hay allí dos sacerdotes, visible uno e invisible el otro, que penetra las intimidades del corazón. Así, pues, al igual que el hijo pródigo volvió en sí, pide tú también con humildad la bendición y la gracia de confesarte bien, y recita previamente la confesión general, renueva el acto de contrición. Entonces con gran reverencia, interior y exterior, como la que un reo suele mostrar ante el juez, confiesa tus pecados al sacerdote, que representa a Cristo Juez, sin rodeos, de una manera clara, sincera y humilde, no por hábito o costumbre, llorando tus pecados delante de Dios con vergüenza y compunción. Y mientras el sacerdote pronuncia las palabras de la absolución, reza de nuevo el acto de contrición, y considera que tú, el hijo pródigo, eres recibido con un ósculo por Cristo, quien te adorna con una nueva vestidura y te abraza con las palabras añadidas por El mismo: "Remissa sunt tibi peccata tua, iam amplius noli peccare". Por lo cual dale las gracias diciendo con el profeta: "Nunc coepi", y comienza desde aquel momento una vida más santa.
Después de la confesión cumple enseguida la penitencia impuesta; ofrécela a Dios uniéndote a la pasión de Cristo y a las satisfacciones de todos los santos. Examina entonces si fue verdadera tu contrición, si habías penetrado en lo íntimo del corazón, si habías hecho previamente un diligente examen, si habías reconocido la gravedad de tus culpas, si te habías olvidado de algo, si te excusaste por pereza, si tienes algo de que echarte en cara, si te moviste, por fin a un serio arrepentimiento.
Vengo a ti, piadosísimo Jesús, mi refugio y consuelo, lleno de aflicción y tristeza a recordar delante de ti en la amargura de mi alma mis delitos y mis años pasados. A ti dirijo palabras de dolor implorando tu misericordia para que hagas tu obra, que es tener compasión y perdonar, borrando mis pecados, que son mi más grande miseria. No desprecies las voces y suspiros de la oveja perdida y del hijo pródigo que vuelve a tu piedad desde la región lejana; no te goces, pues, en la perdición de los que están en trance de morir, Tú, que para que yo no pereciera te dignaste sufrir la muerte. Gusano soy de la tierra, que te devuelvo mal por bien; y muchos males y graves pecados en respuesta a tantos y tan inefables bienes. Y, sin embargo, hablas a tu esposa, mi alma pervertida, después de que ha fornicado con muchos amantes, para que vuelva a Ti; y la recibes, porque tu misericordia está por encima de tus obras; y mayor es tu bondad que mi iniquidad. Por eso me levanto, y a Ti me llego con corazón contrito y humillado; vengo para ser lavado, oh fuente de la vida eterna, de la cual estoy sediento como el ciervo lo está de las fuentes de las aguas; vengo para ser iluminado, oh luz mía, y para amarte y confesarte la injusticia que cometí contra Ti. Envíame tu luz y tu verdad e ilumina mi inteligencia para que conozca claramente todo el mal que cometí y el bien que dejé de hacer y me confiese íntegramente; y no permitas que me corrompa en mi suciedad, Tú que tienes misericordia de todos y no odias nada de lo que hiciste. Haz que abandone los malos hábitos y que me ocupe en obras que sean de tu agrado para que allí donde abundó el pecado sobreabunde tu gracia; y como fue mi capricho apartarte de Ti, vuelto otras diez veces te buscaré. Me arrepiento, oh Jesús misericordioso, de todos y cada uno de mis pecados y los detesto sobre todo mal, no sólo en mi corazón árido e imperfecto, sino también con el corazón y deseo de todos los verdaderos penitentes, por tu amor gratuito, porque eres, oh Dios mío, digno de un amor infinito, y propongo firmemente padecer cualquier mal antes que consentir otra vez en el pecado. Quiero asimismo confesarme con extremada diligencia, satisfacerte íntegramente a Ti y al prójimo y evitar en adelante toda ocasión de pecado. Lo que a mí me falte, súplalo tu muerte, tu sangre, y la sobreabundancia de tus méritos, en los que pongo toda mi confianza esperando así obtener tu perdón, la gracia para corregir mis torcidos impulsos y el don de la perseverancia final. Y ahora, Señor, que me has dado a conocer mis pecados más graves, perfecciona mi contrición, y conduce hasta el fin mi satisfacción. Purifica aún lo que haya en mí que te agrade, para que viva en Ti y no en mí; en Ti y por Ti muera, oh Salvador mío, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Te doy gracias, Señor, Padre y Señor de mi vida, porque no obraste conmigo según mis pecados, sino que con tu juicio realzaste tu misericordia, y arrojaste en lo profundo del mar todos mis delitos. Ojalá pudiese excitar en mí tanta contrición, cuanta por sus pecados tuvieron el santo profeta David, hombre según tu corazón; San Pedro, príncipe de los apóstoles, y los demás penitentes. ¡Con qué gusto me desharía en lágrimas, hasta que se lavaran mis iniquidades, y me mostrases tu rostro aplacado! Pero mi alma es para Ti como tierra sin agua, y se reseca mi virtud como una vasija de barro cocido; y, como estoy desprovisto de toda virtud, tan sólo me resta elevar mis ojos a mi Redentor y ofrecerte sus lágrimas, que tan abundantemente derramó por mí, para que, aplacado por ellas, me abras la puerta de tu misericordia y me recibas como a siervo fugitivo que viene a Ti y huye de los enemigos. Mírame y ten misericordia de mí, Señor paciente y misericordioso; habla a la piedra que es mi corazón y golpéala con la vara de la virtud, para que fluyan las aguas de la compunción, aguas salvadoras, por las cuales sanará y se blanqueará mi alma. Confirma lo que se ha obrado en mí, séate grata y aceptable mi confesión y todo defecto suyo súplanlo tu piedad y misericordia. Imploro tu misericordia y pido tu perdón con el firme propósito de no volver a pecar, y dedicarme con ahinco y diligentemente a la virtud, dándome Tú fuerzas para ello, porque no abandonas a los que en Ti esperan. No quiero que me sufras por más tiempo mientras camino tras la vanidad de esta vida: pasan días y días, años y años, y he aquí que en mada mejoro. Vuélvete, pues, a mí y apiádate de este indignísimo siervo tuyo, y no quieras atender a lo mío de tal modo que te olvides de lo bueno tuyo; pues si yo te di motivos para que me condenes, mayores los tienes tú para salvarme y recibirme en tu gracia, Dios mío y mi ayuda, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Dios del cielo y de la tierra, infinitamente amable y fuente inagotable de todos los bienes, yo N., el más miserable de los pecadores, y ministro indignísimo de tu Iglesia, postrado en tierra ante el trono de tu gloria, con el mayor amor, reverencia y devoción de que soy capaz, quiero hoy, según el rito de la Santa Iglesia Romana, ofrecer el Sacrosanto Sacrificio de la Misa a tu altísima Majestad, a quien únicamente es debido; y desde ahora lo ofrezco a una con todos los sacrificios que te hayan sido aceptados desde el principio del mundo, y con los que se ofrecerán hasta su fin, y juntamente con el precio de la sangre y con todos los trabajos y sufrimientos de nuestro Redentor; junto con todos los méritos de su santísima e inmaculada Madre; con las virtudes de los santos todos, y con las alabanzas y preces de toda la Iglesia militante. En unión con aquel admirable sacrificio que tu mismo Unigénito instituyó en la última cena, y en la cruz consumó hecho sacerdote de su misma víctima, y víctima de su sacerdocio; con el afecto y en nombre de toda su Iglesia santa, y de todos los que de alguna manera se están uniendo a mi ofrenda, por puro amor a Ti y deseo de hacer siempre y en todo tu beneplácito. Y ello, para darte máxima alabanza y culto, y gloria, en reconocimiento de tu suprema excelencia, de tu dominio sobre todas las criaturas y de nuestra sujeción y dependencia de Ti; para darte el culto de latría que sólo a Ti se debe, junto con las adoraciones que te son gratísimas del mismo Cristo tu Hijo, de la B. Virgen y de todos los ángeles y santos; en memoria de la vida, pasión y muerte de Nuestro Señor, y en obediencia de aquel mandato suyo por el que se nos ordenó que hiciésemos esto en recuerdo suyo. Para el honor y aumeneto de la gloria de la Virgen su Madre, de todos los ángeles y santos, sobre todo de aquellos cuya festividad se celebra hoy. En acción de gracias por todos tus beneficios, que te has dignado conferirme a mí, indignísimo pecador, y a todos los hombres, y a todas tus criaturas. En propiciación y satisfacción por los pecados de todo el mundo, y especialmente por los míos, de los cuales me arrepiento con firme propósito de enmienda, y detesto y abomino más que a ninguna otra cosa, por lo mucho que te desagradan. Y porque este sacrificio posee una infinita fuerza impetratoria, lo ofrezco por mis necesidades y por las de todos los vivos y difuntos; y en primer lugar aplico su fruto a aquel por cuya intención celebro, y, si acaso ocurriera que no fuera capaz o digno, quiero que tal fruto se transfiera a N.; con aplicación de las indulgencias a mí o tal difunto. En segundo lugar, y sin perjuicio de aquel por quien estoy obligado a pedir en primer lugar, pido por todos los que particularmente me están encomendados, por N. y N.; para obtener tal gracia y por todos los vivos y difuntos por quienes quisiste desempeñara yo mi legación ante tu presencia; para que a los difuntos concedas el perdón; para que a los vivos concedas gracia, a fin de que te sirvan y perseveren en tu amor hasta el fin. Amén.
Acuérdate, Señor, por tus entrañas misericordiosas, por los méritos de tu Hijo, que de nuevo te presento ofrecidos en sacrificio por nosotros, por los méritos de la B. Virgen y de todos los santos; acuérdate de la Iglesia, tu esposa; mediante el esfuerzo de los hombres apostólicos extiéndela por todo el orbe de la tierra. Consérvala en la paz y la tranquilidad y haz que las puertas del infierno no prevalezcan contra ella. Anula la soberbia de sus enemigos e ilumina a las gentes ajenas a la fe con el resplandor de tu verdad, para que no perezcan tantas almas hechas a tu imagen y por las que se derramó la preciosa sangre de tu Hijo. Da a nuestro sumo pontífice N. un corazón dócil y concédele la abundancia del Espíritu Santo, para que ilumine con su ejemplo y su palabra al pueblo que le está encomendado. Mira con ojos de piedad a todos los prelados y pastores de la Iglesia, y haz que velen fielmente sobre su grey. Asiste a los párrocos y presbíteros, y a todo el clero, para que no den ocasión de escándalo; que amen la pureza y sigan el camino de la paz. Sé propicio a todos los religiosos a los cuales separaste, para formar tu heredad, de entre todos los pueblos de la tierra; dales un continuo progreso en la esclavitud y una exactísima observancia de sus votos y reglas. Concede a esta casa los bienes temporales que necesita, y excita el espíritu en nuestros superiores y enciende el fervor en todos. Suscita en tu Iglesia operarios activos decididos, que la apacienten fielmente con la palabra y la confirmen con el ejemplo. Dales una recta intención de espíritu, celo sincero, desprecio de sí mismos, ánimo fuerte y constancia en la virtud. Derrama tus misericordias, Señor, Príncipe de los reyes de la tierra sobre todos los reyes y príncipes católicos, y otórgales que te sirvan perseverantemente en la obediencia a la fe y a la Iglesia, en el cuidado de sus súbditos, celo por la justicia, mutua paz y obediencia a tus mandatos. Da también tu auxilio a todos los magistrados, para que dirijan a sus súbditos mediante un gobierno pacífico y te teman en sus juicios y de continuo procuren complacerte. Concede a todos los estados de la Iglesia la abundancia de tu gracia, para que cada uno en la vocación a que está llamado te sirva digna y laudablemente. Da la castidad a las vírgenes, la continencia a los a ti consagrados, pudor a los casados, indulgencia a los penitentes, sustentación a las viudas y a los huérfanos, protección a los pobres, retorno a los peregrinos, puerto a los navegantes, perseverancia a los justos; haz que los buenos sean mejores, que los tibios aumenten en fervor, que los pecadores, entre los cuales lleno de dolor me confieso, se conviertan. Danos buen tiempo, tierra fértil, que los frutos maduren, que el mundo tenga una suficiente abundancia. Mira a todos los enfermos, afligidos, tentados, agonizantes, y a todos los que se encuentran en algún peligro o necesidad, y dales el auxilio, y remedio, y consolación, en cuanto convenga a tu gloria y a la salvación de ellos. Te ruego suplicante, benignísimo Dios, por todos mis enemigos, a los que amo de todo corazón; por aquellos que me ofendieron y a quienes yo ofendí o escandalicé, para que les beneficies en todo y enciendas sus corazones con el fuego santo de tu amor. Ten misericordia de todos aquellos por quienes debo orar o que se encomendaron a mis indignas oraciones, y sobre todo a mis familiares, amigos y bienhechores N. y N. Escucha sus preces y deseos, y socorre en sus necesidades a los que a Ti claman. Te encomiendo también tal intención para que tenga un feliz éxito, si esto ha de servir para nuestra salvación. Acuérdate también, Señor, rey eterno, para quien todas las cosas viven, de las almas de todos los fieles difuntos, principalmente de N. y N., sobre quienes es invocado tu nombre. Extingue el fuego que las atormenta con el rocío deseado de tu misericordia, y admítelas en tu presencia. Te pido, por fin, humildemente que uses de misericordia con este desgraciado pecador; por la virtud de este sacrificio perdona todos mis pecados, que sobrepasan el número de las arenas del mar. Oye la sangre de tu Hijo que clama aún más alto que la sangre de Abel, y en virtud de su oblación apiádate de tu siervo según tu gran piedad. Dirígeme por tu camino y enséñame a hacer tu voluntad. Aumenta en mí la fe, la esperanza, la caridad y todas las demás virtudes necesarias para mi estado. Dame el desprecio de lo terreno y el amor de lo celestial. Poséeme de continuo según tu beneplácito, para que te encuentre en todas las cosas y lugares, hasta que por una muerte feliz merezca llegar a Ti. Amén.
Oh Dios uno y trino, principio y fin de todas las cosas, cuyo poder, sabiduría, bondad y grandezas son incomprensibles: postrado te adoro con todo mi corazón y con todo mi cuerpo; quiero hoy ofrecerte el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre de mi Señor Jesucristo para tu mayor gloria, testimonio de tu supremo dominio sobre todas las criaturas y de nuestra sujeción y absoluta dependencia de Ti; en reconocimiento de tu infinita perfección, felicidad y gloria y de todas tus obras, gozándome de que no puedan ser estimadas del todo dignamente por ninguna criatura, sino por Ti, Padre omnipotente, eterno Dios, y por tu Unigénito Hijo, Salvador nuestro, que contigo y con el Espíritu Santo en un solo Señor; al que, por tanto, te ofrezco en sacrificio de alabanza dignísimo de tu infinita majestad, en culto de latría sólo a Ti debido, con todos los obsequios, alabanzas y adoraciones, con las cuales te glorificó cuando murió en la tierra; juntamente con los méritos de la B. Virgen María y de todos los ángeles y santos. ¿Quién soy yo, gusanillo de la tierra y oprobio de los hombres, para que ose levantar mi faz hacia Ti y contemplar la altura de los cielos? Revestido, pues, con los méritos de tu Hijo Jesucristo y de todos tus elegidos, me acerco a Ti y en su nombre me humillo en cuerpo y espíritu ante el trono de tu divinidad, para que conozca el mundo entero que yo soy obra de tus manos y como nada ante Ti. ¡Cómo gozaría, Señor, si pudiese ver a todos los hombres, por todas las regiones de la tierra, puestos de rodillas adorándote! Pero ya que muchos no te conocen, o conociéndote, no te veneran, por ellos también te adoro y humildemente te ruego que te dignes recibir esta oblación de tu Hijo en desagravio por los pecados y blasfemias con que te ofenden los descarriados mortales de la tierra y del infierno. A ti la gloria por los siglos. Amén.
Te doy gracias a Ti, Señor Dios, fuente y origen de todos los bienes, por los grandes e innumerables beneficios tuyos, por todos y cada uno de los cuales se te debería rendir una infinita e interminable acción de gracias en cada instante del tiempo y de la eternidad; pero, porque soy inferior sin comparación alguna al más pequeño de todos tus beneficios y no se puede encontrar ninguna criatura capaz de darte dignamente gracias por tu inagotable bondad, te ofrezco humildemente en sacrificio eucarístico a tu Unigénito Hijo, el único que es verdaderamente acepto a tu Divina Majestad, junto con todos los obsequios, alabanzas y acciones de gracias de El y de su Santísima Madre y de todos los santos y elegidos suyos. Especialmente pretendo en este sacrificio darte gracias con todas mis fuerzas por la inmensidad de tu gloria y por toda la alegría que Tú, bienaventurado en tu intimidad, recibes de Ti mismo, por el perenne e inagotable gozo de la eterna generación de tu Hijo, por la procesión del Espíritu Santo, de Ti y del mismo Hijo tuyo, y por tus perfecciones, que no tienen número y que nadie puede comprender. Así mismo por todas tus misericordias y por todas las maravillas que has realizado y realizarás siempre por medio de tu Hijo. Por su Encarnación y por los abundantísimos tesoros de sabiduría, de ciencia, de méritos y de gloria que escondiste en su santísima humanidad y por aquel gran amor hacia mí que te llevó a dármelo como Padre y Doctor, Pastor y Redentor, y por todo el fruto de su vida, pasión y muerte. Por las inmensas riquezas de gracia con que adornaste a la Santísima María, su Madre, a la cual a mí también te has dignado concedérmela como madre, abogada y protectora; por su elección, su inmaculada concepción, su admirable maternidad, su gloriosa asunción al cielo y por toda gracia y la gloria con que la has honrado en la tierra y en el cielo; y por todos los beneficios que por su intercesión has dado y perpetuamente confieres a sus fieles devotos en todo el orbe de la tierra. Por los innumerables ejércitos de ángeles cuyo número Tú sólo conoces, y a los que creaste, adornados de singulares prerrogativas, para tu gloria y para nuestra ayuda. Por los dones eminentes de que llenaste a tus santos elegidos, especialmente por los de aquello a los que hoy venera la Santa Iglesia y con cuyos méritos y doctrina edificaste a la misma Iglesia, rechazaste la herejía y el cisma e iluminaste a todos los fieles. Por el rico regalo de gracias con el que colmas a quienes llevas eficazmente a la cima de la perfección y admites a tu dulcísima familiaridad. Por la inexplicable paciencia con la que toleras a los pecadores y los invitas a Ti, y por los abundantes auxilios que les das para que se conviertan. Por todos los beneficios que concedes a los hombres viadores, fieles e infieles, y a todas las criaturas sensibles e insensibles. Por las gracias gratis datae concedidas para la utilidad de la Iglesia, las cuales, aunque no las has dado a cada uno, sin embargo, las diste para que s encuentren en todos, de modo que lo que no poseamos en nosotros mismos lo tengamos en los demás, pues tu espíritu da a cada uno en la medida como quiere. Por el infinito amor con que te has ocupado de mí, eligiéndome desde antes de la creación del mundo para que sea santo e inmaculado en tu presencia, y porque en un momento predeterminado me sacaste del abismo de la nada y me hiciste nacer en tu Iglesia, fuera de la cual no hay salvación. Porque me has enriquecido en el bautismo con el don de tu gracia y has adornado mi alma con los preclaros hábitos de las virtudes; porque de un modo constante me asistes y conservas y preservas por tu admirable providencia de muchos peligros y adversidades; y porque has designado un ángel para mi custodia, el cual conoce de ciertísimo mis pensamientos y obras y me dirige a la salvación con sus ocultas inspiraciones. Por tu gran misericordia, por la cual a mí, redimido por la preciosa Sangre de tu Hijo, me arrancaste del mundo pervertido, y cuando yacía en mis pecados, me levantaste con tu luz y me llamaste con tu admirable claridad al lugar de la santificación, borrando mis faltas por la penitencia. Por la dignidad sublime del sacerdocio a la cual me llevaste sin merecerlo en absoluto, y por los muchos dones preclarísimos de naturaleza y de gracia que a mí expresamente me has dado. Porque me diste en abundancia todos loso medios para la salvación y todos los instrumentos de la virtud; porque me has preservado tantas veces del pecado, apartándome de las tentaciones y sanándome de las malas inclinaciones; que, aunque alguna vez has permitido que sea tentado, sin embargo, te has dignado concederme misericordiosamente la fuerza y la fortaleza para resistir, y has llegado antes a mí con tus misericordias. Por el vestido y la comida y las otras cosas imprescindibles que abundantemente me das para mi decente estado; y porque no dejas de conservar y gobernar todas las cosas en atención a mí. Porque para que llegase a Ti más vigoroso, alguna vez me enviaste enfermedades corporales, y también angustias de ánimo y adversidades, fortaleciéndome con una admirable sucesión de consuelos y desolaciones, para que ni decaiga en las adversidades. Porque me conduces por el camino de tus mandamientos, haciéndome conocer, querer y obrar lo que es bueno; para que, realizando plenamente mi vocación con tu ayuda mediante buenas obras, goce por siempre la gloria preparada para tus elegidos. Esto y muchas otras cosas más has hecho, Señor Dios mío, vida y dulzura de mi alma, las cuales desearía proclamar de continuo, siempre en ellas pensar, siempre darte gracias por ellas; pero tus ojos ven mis imperfecciones. Pues ¿quién soy yo, hijo de la ira y de las tiniebla del abismo, para que pueda obtener tantos beneficios? Tomaré, pues, el cáliz de salvación y te inmolaré este sacrificio por mí y por todos para que, dando gracias a esta dignísima víctima por lo ya recibido, alcancemos aún mayores beneficios. Amén.
Me postro ante Ti, Señor, con temblor y vergüenza, cargado con el enorme peso de mis flaquezas, y te las presento junto con los pecados de todo el pueblo, ya que me constituiste como representante de todos para que lo que ellos por sí mismos no pueden, lo pueda yo interpretar en cuanto mediador. Pero ¿con qué confianza intercederá por las culpas de los demás un siervo que es reo perverso de innumerables crímenes y que, habiendo recibido de Ti tantos beneficios, te respondió con gravísimas ofensas, despreciando tu bondad y menospreciando tu justicia? Mis iniquidades me apartaron de Ti, y mis pecados velaron tu rostro impidiendo que me oyeras. Sin embargo, he aquí que vuelvo a Ti lleno de dolor y de tristeza porque te he ofendido: y puesto que no exite precio por el cual podamos satisfacer en rigurosa justicia a tu infinita bondad ofendida, a no ser el precio de la sangre de tu amado Hijo Nuestro Señor Jesucristo, a El mismo te ofrezco como hostia suficiente por mis pecados y los de todo el mundo, para que a mí y a N. N. y a todos los pecadores nos concedas una verdadera contrición, y a mí y a ellos nos absuelvas misericordiosamente del reato de las penas, por la amarguísima pasión y muerte de tu propio Hijo, al cual te ofrezco de nuevo como una vez fue ofrecido en la cruz. Allí encuentro el mal inmenso y ancho de sus méritos, que borra todos nuestros pecados; allí un tesoro infinitod de satisfacciones que purga todas nuestras deudas y obtiene el perdón. Perdona, pues, la multitud de nuestras iniquidades y oye la Sangre de tu Hijo clamando de Ti no venganza, sino perdón y misericordia. Escucha, ¡oh Señor!, y vuélvete a nosotros llenos de dolor y penitentes. Danos la gracia de la enmienda y la perseverancia en el bien, y cantaremso tus alabanzas por los siglos de los siglos. Amén.
Porque quisite, por tu inefable bondad y misericordia, que yo, indignísimo siervo tuyo, fuese a Ti legado, en representación de todos los hombres vivos y difuntos, te ofrezco, Padre clementísimo, este sacrificio cuya fuerza impetratoria es infinita, pidiéndote por las necesidades e indigencias de todos, para que, por la pasión y muerte de Jesucristo Nuestro Salvador, te dignes oír misericordiosamente las voces y sollozos de los hombres y concedas a cada uno tus gracias. Escúchame, pues te pido en nombre de todos, y no me escondas tu rostro a causa de mis innumerables pecados, pues no me atrevo a hablarte apoyándome en mis méritos, sino en la persona de tu Iglesia y de tu amado Hijo. Ten misericordia, Señor, de todos los que has creado, y llénalos de tu ciencia y de tu fe para que sea alabado en tu heredad. Danos a todos una fe viva y un ardentísimo amor hacia Ti, y no cierres las bocas de los que te cantan. Derrama tu misericordia sobre las gentes que no te conocen, turcos, moros, idólatras, judíos, herejes, cismáticos, sepultados en la oscura noche de la infidelidad; sácales de sus errores e ilumina su corazón para que conozcan a Jesucristo a quien enviaste. Destruye los acuerdos de los impíos para que no sirvan de obstáculo a tu reino y a la propagación de tu gloria; libra a tus fieles de las manos de los enemigos. Santifica tu Iglesia la cual ha sido erigida por tu diestra; aparta de ella todos los obstáculos, disensiones y cismas, para que al fin llegue a ser de verdad un solo rebaño y un solo pastor. Concede a nuestro Sumo Pontífice y a todos los prelados que apacienten fielmente las ovejas que tienen encomendadas, mediante el fruto de la oración, el ejemplo de la buena conducta, la predicación de la palabra y ejercicio de la caridad. Que tengan siempre presente la carga que se les impuso y desempeñen sin reprensión su sacerdocio. Reforma a todas las órdenes eclesiásticas para que resplandezcan ante los hombres, para que sean dechado de virtudes, para que en ellas se muestre el esplendor de la santidad. Haz volver a todas las órdenes religiosas y congregaciones a la perfección en que fueron instituidas; da a los superiores el celo de la disciplina, a los súbditos el de la obediencia, para que todos sean encontrados dignos de lo que por su profesión son. Da a los predicadores la voz de la virtud, para que saquen a muchos pecadores del cieno y los conduzcan a tu temor y a tu amor. Ilumina con tu sabiduría a todos los reyes, príncipes y a todos los magistrados, para que administren fielmente la justicia a los súbditos que tienen encomendados, y para que amen la paz, respeten a la Iglesia, guarden tus mandamientos y con tu protección triunfen de los enemigos de la santa fe. Defiende a tus fieles del hambre, la peste y la guerra, de las persecuciones y calumnias, y de todos los peligros y adversidades, de toda necesidad corporal y espiritual, de toda angustia y calamidad; y ayuda a aquellos que has permitido sean afligidos y atribulados, para que todos conozcan que existe tu misericordia. No abandones a la perdición a aquellos que se encuentran en peligro y ocasión de pecar, y conserva a los que enriqueciste con el preciosísimo don de tu gracia. No dejes de estar presente junto a los agonizantes, para que purificados por la verdadera contrición y encendidos con tu amor, escapen a las asechanzas del diablo y se libren de la condenación eterna. Acuérdate de tantos miserables pecadores que, caídos en la fosa del pecado mortal, no pueden salir de allí sin tu gracia; préstales tu eficaz ayuda para que resurjan y se arrepientan. Infunde también benignamente la caridad y la dulzura a nuestros enemigos, y líbranos de las insidias de los malvados. Da a aquellos a quienes yo he ofendido o escandalizado el perdón de los pecados y la verdadera enmienda. A todos nuestros amigos, bienhechores y familiares ilústralos con tu gracia y enciéndeles en tu amor, para que solamente a Ti te busquen y amen y en todo tiempo sean perfectas sus obras ante tus ojos. Da a esta congregación, a la cual te has dignado llamarme, bienes espirituales y materiales, y a nosotros y a ellos gobiérnanos y dirígenos para que aquí siempre florezcan, aumenten y perseveren tu culto y la salvación de las almas. Custodia a cuantos me has encomendado y confiado, aquellos por los que debo orar, y principalmente a N. y N.; rígelos y sálvalos según tu beneplácito, para que ninguno de ellos se pierda. Favorece a todos aquellos por quienes deseas que ore y a quienes yo desconozco; protege a todos aquellos siervos tuyos que te aman de verdad, aunque yo ignore su nombre y su número; aumenta la fe, la esperanza y la caridad, y también el fervor, en los justos, tibios e imperfectos, para que lleguen a la cima de la perfección. Mira con ojos benignos a las almas retenidas en el purgatorio, principalmente a aquellas que necesitan más de nuestros sufragios, y dales el descanso eterno. Finalmente acuérdate de mí, el más miserable e indigno de todos; yo necesito más ayuda de tu gracia que los demás, porque soy más débil e impotente. Extingue en mí todos los deseos terrenales y enciende el fuego de tu amor. Por Cristo, tu Hijo, al cual contigo y con el Espíritu Santo se debe la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.
Acto de fe.- ¡Quién me concediera, suavísimo Jesús, bajo el cándido velo de las especies sacramentales, que los mismos ángeles desean contemplar, poder ver tu rostro! ¡Quién me diese que se me hiciese visible la fuente salvadora de tus cinco llagas, que claramente percibo con los ojos de la fe, fuentes de aguas vivas en donde lavar los pecados de mi alma! ¡Oh manantiales que saltan hasta la vida eterna, derramad sobre mí el agua de la gracia, que ha de saciar mi sed, para que, lleno de alegría y de fe viva, exclame con Tomás el Apóstol: "Señor mío y Dios mío". Creo en verdad con fe firmísima, que Tú, verdaderamente presente en el augustísimo sacramento de tu Cuerpo y de tu Sangre, eres mi Dios y mi Señor, y por defender esta verdad estoy dispuesto a sufrir mil muertes. Creo también que se encuentra verdaderamente en este sacramento tu Cuerpo gloriosísimo, más espléndido que el sol, elegido entre miles, con la misma integridad, belleza y majestad con que se halla en el cielo, y que son las más grandes que pueden concebirse. En él también se contiene la sangre derramada en otro tiempo por mi salvación y la salvación de todos. En este sacramento se encuentra tu alma llena de gracia y sabiduría, en la cual residen todos los tesoros de las virtudes y de la ciencia de Dios. Allí, finalmente, se esconde tu divinidad, el Verbo omnipotente por el que el Padre dice todas las cosas y, porque Tú estás en el Padre que te engendró como Verbo suyo, se encuentra el Espíritu Santo, nexo de amor de uno y otro. Este es el compendio de todas tus maravillas, éste el sumo prodigio que excede la comprensión de toda mente creada, ésta la verdad inefable que, con tu ayuda, confesaré ante las espadas y el fuego.
Acto de esperanza .- En Ti solamente coloco mi esperanza, dulcísimo Jesús, porque Tú eres mi salvación y mi fuerza, Tú mi refugio y mi firmeza. Tú la fuente de todos los bienes. ¿Cómo me atrevería a ofrecer este tremendo sacrificio a Dios Padre, a recibirte en él si Tú no me hubieses dado confianza al redimirme con tu sangre? Confiado, pues, en tu benignidad, me acerco a Ti, como la oveja débil al pastor, como el enfermo al médico, como el reo condenado a muerte al abogado, para que me alientes, me protejas, me fortalezcas y sanes. El abismo de mi nada clama al abismo de tu misericordia, pues aunque sean mis pecados muchos y gravísimos, aunque fueran aún más y más graves, nada son si se comparan con tu misericordia, con el precio de tu Sangre. En ello pongo toda mi confianza y gozo y me alegro de que nada haya en mí en que pueda confiar. Ten misericordia de mí y sálvame, porque jamás abandonas a los que en Ti esperan.
Acto de caridad.- ¡Oh con cuánto amor ardía tu corazón, amadísimo Jesús, cuando al pasar de este mundo al Padre nos preparaste un convite lleno de delicias y dulce sabor! Grande y admirable fue la obra de tu amor al dignarte asumir nuestra naturaleza; pero es mucho más excelente y admirable que nos hubieses dejado tu Cuerpo como alimento y tu Sangre como bebida; en la Encarnación aceptaste nuestra humanidad; en la Eucaristía nos regalas tu divinidad. Si derramaste sobre nosotros todo el tesoro de tu gracia, fue para que procurásemos con todas nuestras fuerzas corresponder a tu inmenso amor. Te amo, mi único consuelo en este destierro, única esperanza de mi alma que languidece, única felicidad mía y el sumo bien que es posible gozar en esta tierra. Te amo con todo el corazón, con toda la mente, con todas mis fuerzas; y ojalá en todo momento te ame más y más fervientemente. Este es mi ardiente deseo, por esto gimo y supira mi corazón. Atraes hacia ti todas las energías de mi alma mientras Tú mismo te infundes en mí; mientras que, en cuanto esto es posible, me haces igual a Ti; mientras que no das a mi alma hambrienta un alimento terreno, sino que la nutres, la sacias y la fortaleces con tu precioso Cuerpo y con tu Sangre. Por esa inefable largueza tuya te amo. Dios mío, y para que nunca cese de amarte, inflama mi amor hacia Ti, que eres pasto y alimento del amor. Oh fuego siempre ardiente que nunca se apaga, quema mis entrañas y mi corazón para que ardan en tu amor. Has venido a traer fuego a la tierra, enciéndelo y renuévalo para que siempre crezca. Te amaré, si me das fuerzas para amar, y tanto más he de hacerlo cuantas más abundantes gracias de amor me infundas; aunque sin embargo, nunca podré amarte como Tú mereces.
Acto de deseo.- Como el ciervo ansía las fuentes de las aguas, así te desea mi alma, Salvador mío, Señor Jesús, mi alma anhela acercarse a Ti y ofrecerte a Dios Padre, y beber de las fuentes de salvación el vino que llena de alegría. Tengo sed, Señor, fatigado estoy en el camino del pecado; tengo sed de Ti, Señor, manantial de aguas vivas; tengo sed de tu Sangre, que me has, de modo admirable, dejado como bebida. Vengo a Ti, y tras de Ti voy clamando libertador mío, el que quita el hambre y la sed; ten piedad de mí, Hijo de David, y dame tu pan, dame el vino que transustanciaste, para que se restablezca mi alma. Quien me diera poseer los efectos y los deseos ardientes de todos los santos y tener sed de Ti, fuente de vida, fuente de sabiduría, fuente de eterna luz, torrente de gozo. Ojalá mi corazón tenga hambre siempre de Ti, pan de los ángeles, alimento de las almas santas, y se llenen las entrañas de mi alma de la dulzura de tu sabor. No consiente en consolarse mi alma hasta que te reciba a Ti, mi bien, Señor Jesús, a quien sólo ardientemente deseo con todo el afecto y devoción de todos los que elegiste que se sientan contigo a tu mesa, cuyas riquezas te ofrezco para que suplan mi indigencia. Sé Tú solamente mi alegría, mi tranquilidad, mi alimento y mi tesoro en el que pueda descansar mi mente. Nada he de desear fuera de Ti: todas las cosas me parecen viles, excepto Tú, Dios mío, dulzura mía y único centro de mi corazón.
Acción de gracias.- ¿Quién soy yo, bondad infinita, para que Tú quisieras que subiese al sagrado altar y te ofreciera a Ti, de tus propios dones, n santo sacificio, una hostia inmaculada? ¿Qué había en mí para que hallase yo esta gracia a tus ojos, para que me mostraras tu divina misericordia? Venid y escuchad, todos los ángeles y santos del cielo, y os narraré cuántas cosas hizo Dios en mi alma. Pues siendo despreciable en mi casa, me levantó del polvo y me constituyó al lado de los príncipes de su pueblo, para que comiese el pan y bebiese el vino en su mesa todos los días de mi vida. ¿Cómo podré darte gracias, clementísimo Jesús, salvador del mundo? ¿Qué te podré ofrecer a cambio de cuanto Tú me has concedido? A ti sin duda se refiere, oh esposo de la Iglesia, aquel versículo del Cantar: "Si dederit homo omnem substantiam domus suae pro dilectione, quasi nihil despiciet eam", "si uno ofreciera por el amor toda su hacienda, sería despreciado". Tú me has confiado cuanto tienes: tu Cuerpo, tu Sangre, tu Alma y tu Divinidad; y, si yo te entrego cuanto hay en mí, mi cuerpo, mi alma y mi libertad con todo lo que ahora tengo y pueda tener, todo esto como nada ha de ser considerado en comparación con tu inmenso don e inestimable. Tanto te debo, cuanto vales, siendo infinito: mi deuda está por encima de mis facultades. Sin embargo, me atrevo a rogarte, porque eres benigno y misericordioso, porque conoces mi pobreza, me atrevo a rogarte que no desprecies el minúsculo presente que te ofrezco, diciendo lo mismo que la esposa con un corazón sencillo: "Dilectus meus mihi, et ego illi", "mi amado es para mí y yo soy para él". Como todo Tú te me diste en alimento de mi alma, así me consagro por entero a tu servicio, y todo lo que tengo, todo te lo que soy, todo lo que puedo te lo entrego, para que exijas mi entrega total y no permitas que me reserve nada.
Acto de temor.- Llamado e invitado por Ti a la mesa de tu banquete, Señor Jesús, sumo bien mío y felicidad sempiterna, querría parecerme a quien me invita y recibirte lleno de amor y devoción; pero me conturbo mucho al comprobar mi deformidad, me estremezco al escuchar la voz de tu Apóstol que dice: "Si quis manducaverit panem hunc et biberit calicem Domini indigne, reus erit corporis et sanguinis Domini", "de manera que cualquiera que comiere este pan, o bebiere el cáliz del Señor indignamente, reo será del Cuerpo y de la Sangre del Señor". Admirable cosa es ésta, y sin duda portentosa. Como el pan celestial, con el cual se pueden saciar infinitos mundos, bebo el vino excelso con el cual se apaga la sed ardiente de los ángeles, y me consumo de hambre y de sed; llevo dentro de mí toda la alegría del cielo, y me dejo enredar por el canto halagador de la tierra, y mendigo de las criaturas vanos placeres; me acerco diariamente a Dios, excelsa fuente de todos los bienes, y lo sumo, cada día, bajo las especies de pan y vino, y no solamente no soy raptado al tercer cielo como Pablo, sino que me apego a la tierra y todos mis cuidados están puestos en este mundo y en el cuerpo, y no en el cielo. Estas son las angustiass que me estrechan por todas partes, ésta mi gran confusión. Temo que lo que has creado para que se salvase vaya a parar a la condenación y al juicio. ¿Pero voy por ello a huir de tu faz como el impío Caín, o a esconderme como Adán, por estar desnudo y oír tu voz? Sé que es mayor tu misericordia que mi miseria; es mayor tu clemencia que mi pecado. Si estoy sucio, enfermo, desnudo, Tú me puedes limpiar, sanar, vestir. Te ruego con temblor que me vistas, sanes y purifiques. Aparta mi corazón de todas las cosas que no sean Tú, pues en ellas no hay sino vanidad y aflicción de espíritu. Experimente mi alma la dulzura de tu presencia, guste cuán suave es, para que, aceptada por tu amor, nada desee fuera de Ti, Dios de mi corazón y heredad mía para siempre.
Acto de humildad.- Oh Dios inmenso, tremendo, poderoso, incomprensible, ¿quién eres Tú, quien soy yo, para que te dignes venir a mí, comer conmigo y colocar en mí tu morada? ¿Qué grande es tu amor y qué inmensa mi miseria y mi ingratitud? Tú, Rey de los reyes y Señor de los que dominan, que miras a la tierra y la haces estremecerse; Tú, fuente de santidad, ante quien los ángeles no son bastante puros; Tú, sol de claridad eterna, que habitas en la luz inaccesible; yo, animal inmundo, juguete expuesto a todas las calamidades, agitado por insanas pasiones, sujeto a toda clase de vanidad, vaso de inmundicia, hijo de ira y de las tinieblas. ¿Cómo puede hacer tu luz un pacto con mis tinieblas? ¿Cómo me atrevo a acercarme a Ti, yo, gusano de la tierra, en el cual no hay orden, sino que habita el horror sempiterno? ¿Con qué confianza apareceré delante de Ti, Juez justísimo, a cuya presencia se estremecen las columnas del cielo? Me aparté muy lejos de Ti, que sin embargo, estás en todas partes; y mi alma miserable que habías desposado en el bautismo, ha fornicado con muchos amantes, repudiándote a Ti, su Creador y Redentor, para apegarse a engañosas criaturas. Tú me elegiste desde el vientre de mi madre y me llamaste por tu gracia, para que luzca delante de los hombres con el esplendor de la doctrina y de la vida. Yo, en cambio, he vivido en las tinieblas, no gustando de tus cosas, sino de las terrenas. Tú, en tu dulzura, me preparaste una mesa, y yo he suspirado por las ollas de carne de Egipto. Tú me has dado a beber tu Sangre, y yo me he vuelto a la copa de Babilonia. Y, a pesar de todo, yo, polvo y ceniza, hablo contigo. Oye a tu siervo y haz vivir de nuevo al que tan amablemente llamas a Ti. He comprendido que sin Ti no soy nada, nada puedo, y que, fuera de Ti, no hay salvación ni vida. Arroja, por tanto, a tus espaldas todos mis pecados y acógeme ahora que vuelvo a Ti, aunque soy indigno de tu gracia, según la palabra de tu profeta que dice: "Sacrificium Deo spiritus contribulatus: cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies", "el sacrificio grato a Dios es un corazón contrito; Tú, ¡oh Dios!, no desdeñas un corazón contrito y humillado".
Muchas veces se ha dicho que este sacrificio incruento representa -y no sólo mediante palabras, sino de modo real- aquel sacrificio cruento que tuvo lugar una vez en la cruz; una misma es la hostia; El mismo es quien hace la ofrenda por el ministerio del sacerdote; es el mismo Cristo el que se inmola. Así como se dice con verdad que el cordero fue inmolado desde el origen del mundo, porque se le considera muerto en las figuras de los animales, que se mataban en memoria suya, del mismo modo y no sin razón podemos llamar cordero a quien muere todos los días hasta el fin del mundo en esta admirable representación de su muerte, que habrá de durar mientras exista el mundo. Por ello los santos Padres afirman que al celebrante le es necesaria, y más que otras cosas, la recordación de la muerte de Cristo, diciendo como dice el Apóstol: "Quotiescumque manducabitis panem hunc, et calicem bibetis, mortem Domini annuntiabitis donec veniat", "pues todas las veces que comiereis este pan y bebiereis este cáliz anunciaréis la muerte del Señor hasta que venga". El mismo Salvador nuestro lo ordenó cuando dijo en la institución de este sacramento: "Hoc facite in meam commemorationem", "haced esto en memoria mía". El seráfico doctor considera cuidadosamente esas palabras en el libro De puritate conscientiae (cuestión 9), y estima que el sacerdote de ningún modo debe celebrar el sacrificio de la Misa sin que antes tenga un recuerdo para la Pasión y muerte del Señor: "Id quod me ipso retineo, est verbum illius qui hoc sacramentum instituit, quem non credo illud frustra protulisse. Dixit enim: Haec quotiescumque feceritis in mei memoriam facietis. Ex quo quidem verbo arguo mihi ipsi quod quoties volo id agere quod ipse instituit et modo praedicto reliquit, timeo nequaquam sine remorsu conscientiae ac praejudicio animae ad illud posse accedere, nisi praememorata ipsius instituentis charitate, ac eius passione et morte, in cuius memoriam perpetuo recolendam illud Sacramentum debere confici et percipi ipse praeclare asseruit et injunxit". Por eso el sacerdote |
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Semillitas al Señor |
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"Así como el sol alumbra a los cedros y al mismo tiempo a cada florecilla en particular, como si sola ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa nuestro Señor particularmente de cada alma, como si no hubiera otras. (Manuscrito A, 3 r°)
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Vos obráis como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con toda sencillez mis penas y mis alegrías, como si él no las conociese... (Manuscrito C, 32)
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Puedes, por lo tanto, como nosotras, ocuparte de "la única cosa necesaria", es decir, que aun entregándote con entusiasmo a las obras exteriores, tengas por único fin complacer a Jesús, unirte más íntimamente a él. (Carta 228)
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El Señor y los corazones... |
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¡Ah, qué verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones!... ¡Qué cortos son los pensamientos de las criaturas!... (Manuscrito C, 19 v°)
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El Señor Es ternura... |
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Al entregarse a Dios, el corazón no pierde su ternura natural; antes bien, esta ternura crece haciéndose más pura y más divina. (Manuscrito C, 9 r°)
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El Señor esta siempre con nosotros... |
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cielo que le es infinitamente más querido que el primero: ¡el cielo de nuestra alma, hecha a su imagen, templo vivo de la adorable Trinidad!... (Manuscrito A, 48)
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Santo Rosario |
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