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La Sencillez
 
CAPÍTULO IX
La Sencillez
La sencillez da a la infancia uno de sus rasgos más encantadores. Es la que imprime a los menores gestos del niño, a todas sus palabras, en todos sus modales, ese sello de rectitud y de candor que le hace tan agradable a nuestra vista. Quitar la sencillez a un niño, sería quitar su perfume a la flor.
Una virtud tan hechicera no podría faltar a un hijito de Dios. Así, el alma que quiere marchar por la vía de la santa infancia debe hacer mucho caso de la sencillez. Es preciso que desterrando de su espíritu, de su corazón y de su conducta todo lo que tenga doblez y aun todo lo que parezca un tanto complicado, observe al pie de la letra, en toda ocasión el consejo de Jesús a sus Apóstoles: “Sed sencillos como palomas.”
De ésta bella y amable sencillez, Santa Teresita ha sido un perfecto modelo, y el bosquejo que aquí se da de su alma sería demasiado incompleto, así como la idea que es preciso hacerse de su caminito, si no se dijese nada de ella.
Esta virtud, por otra parte, no es de aquellas que producen actos solamente de vez en cuando, según las ocasiones. Su práctica es de todos los días y, en cierto sentido, de todos los instantes. O, mejor dicho, consiste menos en actos distintos que en una manera de ser que se imprime a través de toda la vida, no solamente en la conducta exterior, sino hasta en los pensamientos y sentimientos más íntimos del alma. Es lo que le da tanta importancia.
En la espiritualidad de Santa Teresita, o para hablar mas sencillamente como ella, en su “pequeña doctrina”, todo es ordinario, común, todo ocurre lo más sencillamente del mundo: el alma va hacia Dios como el agua va hacia el mar, el río por su pendiente y el alma por su amor, que es su pendiente también, y el peso que la arrastra. Y como el río va allá, encauzado entre sus orillas, sin buscar fuera de allí su camino, así en la infancia espiritual, la vida corre hacia Dios, siguiendo el hilo de los acontecimientos, llevada por el mismo tren de la existencia, porque en todo lo que se presenta para hacer o sufrir, un alma pequeñita encuentra siempre el medio de elevarse a Dios por el amor y por la práctica de toda clase de virtudes.
Tal fue la vida de “Teresita”. Al exterior, nada de acontecimientos notables. Interiormente, nada extraordinario, excepto algunos transportes de amor. Es decir, la vía común bajo todos los puntos de vista; desde el comienzo hasta el fin, la vida ordinaria en la oscuridad de la fe.
Por este motivo es para un gran número de almas modelo tan alentador y fácil de imitar. Porque, como ella misma lo cantaba: “El número de los pequeños es muy grande sobre la tierra”, y “en mi caminito – dice también ella – no hay sino cosas muy ordinarias, muy comunes: es preciso que Iodo lo que yo haga puedan hacerlo igualmente las almas pequeñitas. Es preciso que no puedan envidiarme nada.” (Historia de un Alma, c. XII)
Sigamos, pues, una vez más las huellas luminosas que ella ha dejado a su paso. Nada será más capaz de excitar nuestra confianza y nuestro ardor como considerar, acabando este estudio, cuán sencilla fue la vida que la llevó en tan poco tiempo a una elevada perfección.
 
I. – Cómo la sencillez va directamente a Dios
Lo propio de la sencillez es ir derecha a su fin.
En la vida espiritual, el fin es Dios. Ir derechos a Dios es tenerle por fin directo de todas sus acciones; es no embarazarse con ningún otro cuidado. Para esto es preciso olvidar las criaturas y no buscar nada para complacerlas; es preciso olvidarse de sí mismo y no buscar su placer ni su ventaja personal. Porque por poco que se detenga en sí o en las criaturas, se tuerce, se desvía de la línea recta, se deja de tender directamente a Dios; se sale uno de la sencillez.
Nuestra Santa, ya lo hemos visto, no tenia más que una preocupación constante; agradar a Dios. Así es como hacía la unidad en su vida y era una excelente manera de ser sencilla, porque unidad y sencillez es aquí todo uno.
Pero Dios es amor. Por consiguiente, para ir a Él, pensaba, no hay mejor medio que el amor. Y a la sencillez del fin unía la sencillez de los medios; porque a su ojos, todos finalmente se relacionan con el amor. Esto no le impedía recurrir a la práctica de otras virtudes; pero las envolvía, las penetraba de tanto amor, que las transformaba todas en amor y podía decir: “Yo no conozco más que un medio para llegar a la perfección: el amor. Amemos, pues sólo para amar está hecho nuestro corazón.”
De igual modo, sencillez en el fin: “sólo Dios”; sencillez en los medios: “el amor”; y este amor a su vez desembarazado de todo lo que podría complicarlo y reducido a su forma más sencilla; el amor del niño para con su padre. Tal es el fondo de la espiritualidad de Santa Teresita.
Ahora bien: la sencillez del amor lleva consigo la sencillez de la fe. Porque el niño que ama no pone jamás en duda la palabra de un padre. Si la virtud de fe, considerada en su elemento humano, se funde en la inteligencia y en la voluntad, el corazón puede también tener allí su parte, y cuando interviene, simplifica y fortifica singularmente el consentimiento de estas dos facultades. “En cuanto a nosotros – dice San Juan, – creemos en el amor.” Pero esta palabra que resuelve toda dificultad en presencia de las obscuridades de la fe, ¿qué otra cosa es sino un grito de amorosa confianza hacia el padre o el amigo que nos habla? Tal fue la fe de la Santa, no solamente en los días luminosos en que su alma se abría muy dulcemente bajo la cálida caricia del Sol Divino, sino en los días más sombríos de sus grandes tentaciones contra la fe. No cesó jamás de creer, porque no cesó jamás de amar a Aquel en quien la fe le mandaba creer.
El mismo amor que hacía tan sencilla su fe, hacía sencillísima también su confianza. Ella confiaba en la medida que creía, porque amaba y en toda la extensión de su amor. De aquí también la admirable sencillez en su abandono.
De aquí, en fin, las relaciones tan sencillas y afectuosas que, de todas maneras, sostenía con su Padre celestial, singularmente en la oración. Su manera de rezar nada tenía de complicado ni presuntuoso. “No tengo valor – decía – para sujetarme a buscar hermosas oraciones en los libros: no sabiendo cuáles elegir, hago como los niños que no saben leer: digo sencillamente a Dios lo que quiero decirle y siempre me comprende.” (Historia de un Alma, c. X)
Nada más conmovedor porque nada es más bello en su sencillez que la escena siguiente que se refiere casi a las últimas horas de su vida. Era la penúltima noche que precedió a su muerte.
Entrando su enfermera en la enfermería la encontró con las manos cruzadas y los ojos levantados al cielo.
– ¿Que hace así? – le pregunto. – Debería intentar dormir.
– ¡No puedo, hermana mía, padezco demasiado! Por eso rezo.
– ¿Qué le dice a Jesús?
– No le digo nada: ¡LE AMO!
Sencilla con Dios, lo es hasta en las distracciones que le asaltan. Otras se turbarían; ella se contenta con “aceptarlo todo por amor de Dios, aun los pensamientos más extravagantes que le vengan al espíritu.” (Historia de un Alma, c. XII)
Sencilla lo es en su manera de recomendar a Dios los que le son queridos. “Si fuera preciso – decía – detallar las necesidades de cada uno en particular, los días serían cortos y temería olvidar alguna cosa importante. Por otra parte, a las almas sencillas no les hacen falta medios complicados.” Y como es ella de este número, Jesús le ha inspirado un medio muy sencillo. Es decirle como la Esposa del Cantar de los Cantares: “Atraedme y correremos al olor de vuestros perfumes”, porque un alma no sabría correr sola y sin arrastrar en su seguimiento a los que ama. Es una consecuencia natural de su atracción hacia Dios.
De esta manera nada puede distraer a un alma cuya única ocupación es amar; nada puede apartarla de su fin. Por el contrario, todo lo que parecía deber desviarla como las distracciones más importunas y las preocupaciones de todas clases, se vuelven nuevos aumentos para su amor. Del mismo modo se ve a los ríos crecidos por las aguas que les suministran sus afluentes, llevarlas con ellos, sin retardar su marcha, y aun todo lo que les llega de derecha e izquierda, de lejos o de cerca, en lugar de retardarlos, no hace más que acelerar su curso. Y cuando en fin todas estas aguas llegan al mar, no tienen más que un nombre: el del río que las arrastra.
De la misma suerte, la belleza de una vida se desprende de su sencillez. Cuando está consagrada por completo al amor, éste lleva todo en pos de sí, porque nada resiste. Los pensamientos, las obras, las penas, las alegrías, las preocupaciones, todo sufre la influencia del amor. Y lo mismo que los arroyos pierden su nombre juntándose al río, así al contacto del amor, todo en la vida se vuelve amor y se transforma en amor. Es el triunfo de la caridad y el dichoso fruto de la sencillez.
 
II. – Dónde y cómo se aprende la sencillez
La Santa acaba de decírnoslo: “A las almas pequeñas no les convienen medios complicados.” Así, para aprender la gran ciencia de la perfección, la doctrina más sencilla es la que más les conviene, la que más saborean y de la que sacan mayor provecho. Por esta razón Santa Teresita amo tanto el Evangelio.
“Cuando – ha escrito Teresita – leo ciertos tratados en los que la perfección se muestra a través de mil obstáculos, mi pobre y pequeñito espíritu se fatiga muy pronto, cierro el libro sabio que me carga la cabeza y me seca el corazón y tomo la Sagrada Escritura. Entonces, todo allí me parece luminoso. Una sola palabra descubre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil, veo que basta reconocer su nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios. Dejando a las almas grandes, a los espíritus sublimes los libros bellos que no puedo comprender, y todavía menos poner en práctica, me regocijo de ser pequeña, puesto que sólo los niños serán admitidos al banquete celestial. Felizmente el reino de los Cielos se compone de muchas moradas, porque si no hubiera más que aquellas cuya descripción y camino me parecen incomprensibles, ciertamente no entraría jamás en él…” (Carta 6 a los Misioneros)
Sería una equivocación deducir de estas líneas que la Santa profesaba el menor desprecio por los tratados espirituales en los cuales muchos santos y otros autores autorizados han acumulado los tesoros de su experiencia y el fruto de su saber. Sabemos por la Historia de su vida, que muy joven todavía sabía casi por completo de memoria la “Imitación de Cristo”, que en los primeros años de su vida religiosa se instruía en la Escuela de San Juan de la Cruz, que meditaba con aprovechamiento los Fundamentos de la vida espiritual del P. Surin, etc.
Pero a medida que avanzaba en edad su alma se simplificaba. Casi desde su entrada en el Carmelo, una religiosa anciana de su Monasterio le había dicho que sería así. “Su alma – le dijo – es sencilla en extremo, pero cuando sea más perfecta, será más sencilla todavía; cuanto más se acerca una a Dios, tanto más se simplifica.” Así, a medida que se volvía más sencilla, en lugar de ir a sacar agua a los canales que traen a la tierra las aguas vivas de la verdad, se sentía instintivamente impulsada a dirigirse directamente a la fuente. La fuente es la palabra inspirada, la palabra del mismo Dios, es la Sagrada Escritura, es, sobre todo, el Evangelio, libro divino dos veces, puesto que, inspirado por Dios, cuenta la vida del Hombre-Dios.
De todos los libros sagrados el Evangelio era el que consultaba más a gusto y con más amor. Era para ella más y mejor que un libro de cabecera; día y noche lo llevaba sobre su pecho, era el alimento de su alma; se puede decir que de él vivía.
Le gustaba contemplar allí los ejemplos del Esposo divino a quien había consagrado toda su ternura; y nada más que con mirarlo, con escucharle, aprendía la ciencia de la santidad. “¡Ah! qué luminosas son sus huellas – exclamaba. – ¡Qué divinamente embalsamadas! No tengo más que echar una ojeada al Santo Evangelio. En seguida respiro el perfume de la vida de Jesús y se de qué lado debo correr.” (Historia de un Alma, c. X)
El espectáculo de la Sagrada Familia de Nazaret, en particular, le hablaba muy dulcemente al alma. ¡Era todo tan sencillo allí!
Y en la vida de la Virgen y de San José, nada de notable, nada de extraordinario.
De este modo, ¡qué estímulo para un alma pequeñita, llamada a caminar por la vía común, contemplar a la augusta Madre de Dios en una existencia semejante en muchos puntos de vista a la suya! Nuestra Santa debía detenerse muchas veces en este pensamiento. Cuando habla de él, siente que el reconocimiento y la alegría rebosan de su corazón.
En este marco de vida modesta de Nazaret, donde los días transcurren llevando consigo la serie monótona de los mismos trabajos y de los mismos deberes, entre ocupaciones vulgares, San José ha llegado a ser un santo muy excelso; la Santísima Virgen ha merecido ser coronada Reina de cielos y tierra y Jesús ha encontrado medio de salvar al mundo. ¿Podrá uno, pues, santificarse sin salir de la vía común y haciendo las cosas mas ordinarias? Sí, es lo propio de la sencillez hacer descubrir en la situación misma que se ocupa, el medio providencial de santificación que Dios Nuestro Señor ofrece a cada uno de nosotros.
Este medio Santa Teresita, por su parte, lo encontró en su humilde existencia de Carmelita. Comprendió que era preciso pedir el secreto de su perfección a su misma vida religiosa. Y para formar la trama de su santidad, no ha ido a buscarla lejos, ha tornado el hilo que tenía al alcance de la mano, sacándolo de todas sus acciones y de los menores acontecimientos. Con este hilo, muy tenue, su amor ha bordado flores de virtud de gran riqueza y de belleza exquisita. Es así como haciendo cosas sencillas ha llegado a ser una gran Santa. En vano se buscará en su vida algo extraordinario. No se descubriría en ella nada de esto, si no es la extraordinaria perfección con que ha hecho las cosas más  comunes.
En esto ha dado una prueba de admirable sentido práctico: ha mostrado una vía de santidad “muy segura”, por que no hay que tener ilusiones para quien funda su virtud en el perfecto cumplimiento de su deber de estado. Y tal vez no sea exagerado decir que nadie tuvo un sentido más realista de la santidad, porque jamás – a nuestro parecer – la concibió nadie con más sencillez.
 
III. – La sencillez en la práctica de las virtudes
Sin embargo, no se puede llegar a ser de verdad un Santo más que a condición de practicar todas las virtudes en un grado heroico.
Sabemos por el dictamen oficial de la Santa Iglesia que Santa Teresita se ha elevado a este heroísmo de la virtud de una manera habitual. Lo que debemos hacer notar aquí, es que hasta en su heroísmo ha impreso el sello de su sencillez.
Para no considerar, por ejemplo, más que el ejercicio de la penitencia, hay dos maneras de mostrarse heroicas en él. Una consiste en recurrir a los medios extraordinarios, en multiplicar los ayunos, en privarse del sueño, en martirizar su cuerpo con duros cilicios, en desgarrarlo frecuentemente con duras y sangrientas disciplinas, etc. Muchos santos han practicado con grande y admirable valor esta dura mortificación; y porque estaban guiados en esto por el espíritu Divino, han encontrado en ella gracias abundantes de santificación para sí mismos y de conversión para los pecadores.
La otra forma heroica de la penitencia es aprovechar todas las ocasiones que se presenten diariamente de renunciarse y vencerse. Es hacer nacer, en cierto modo, su mortificación de las circunstancias y de todos los acontecimientos que la Providencia dispone a nuestros pasos.
Indudablemente, esta segunda forma es la que mejor les cuadra a los niños. Porque no se representa jamás a un pequeñuelo entregado a austeridades que sobrepasan su edad y sus fuerzas. Se la concibe mejor esperando del Padre que provea a todas sus necesidades, a las de su alma como a las de su cuerpo y hallar en ellas las ocasiones de practicar la virtud sin exceptuar la penitencia. Y de hecho, por poco atento que sea, verá estas ocasiones producirse a cada momento.
De esta manera es cómo lo comprendía Santa Teresita. Así, para satisfacer su necesidad de mortificación, que era muy grande, recurría sin embargo rara vez a penitencias extraordinarias de su elección. Ocurrió, sin embargo, que una vez enfermó por haber llevado demasiado tiempo una crucecita de hierro cuyas puntas se habían clavado en sus carnes. Y ella decía que “esto no se habría producido por tan poca cosa si Dios no hubiera querido hacerle comprender con esto que las maceraciones de los grandes Santos no se habían hecho para ella ni para las almas pequeñitas que anduvieren por el mismo camino de la infancia.” (Historia de un Alma, c. XII)
En verdad que, para comprender esta palabra, es preciso colocarla en el marco donde ha sido pronunciada. La Regla del Carmelo es austera y sabemos que la Santa la observó con todo su rigor tan largo tiempo como sus fuerzas se lo permitieron. Practicó, pues, las grandes austeridades corporales, las cuales constituían seguramente una suma de mortificaciones bastante considerable para que no tuviese necesidad de añadir otras. Pero una persona mundana, que vive en la abundancia y a quien nada falta, se equivocaría si se creyera autorizada con las palabras de la Santa, para llevar una vida muelle y sensual. En el siglo, como en el claustro, hay para quien aspira a santificarse, un mínimum de penitencia corporal necesaria. Lo que Santa Teresita del niño Jesús ha querido dar a entender aquí es, a nuestro juicio, primero: que para las almas pequeñitas la mortificación interior vale mas que la penitencia material, y, además, que la mejor mortificación corporal no consiste en imitar las grandes maceraciones de ciertos santos, sino en suplirlas por una mortificación continua, aprovechando para esto todas las ocasiones que se presenten de privarse o de renunciar a sus comodidades y a su gusto.
Esto es lo que ella procuraba hacer constantemente, y era muy ingeniosa para indemnizarse en las cosas pequeñas de lo que no podía hacer en las grandes.
No pudiendo, por ejemplo, pensar en imitar el ayuno casi absoluto de una Santa Rosa de Lima, tenía cuidado de mortificar continuamente su gusto, no buscando siempre lo más malo, sino comiendo con la misma satisfacción lo que le gustaba como lo que no le gustaba y aun lo que la incomodaba; se privaba de beber durante comidas enteras antes que causar un poco de molestia a una vecina de mesa haciéndole notar un descuido involuntario; otras veces bebía lo más despacio posible una poción de las más amargas; o bien, un día en que se le había dispensado de ayunar, se la sorprendía cuando iba a sazonar con ajenjo un manjar demasiado de su gusto.
No pudiendo usar a discreción instrumentos de penitencia con los cuales ciertos santos se complacieron en martirizar su cuerpo, dejaba al frío, durante inviernos enteros, el cuidado de martirizar el suyo, y el sufrimiento llego a ser tan duro, que más de una vez creyó morir. Mas, porque la Providencia lo permitía así, no se quejaba jamás y nunca pidió alivios.
A sus ojos, la mejor de las disciplinas no es la que se aplica uno mismo, sino la que procede de cierta falta de atenciones o de consideraciones. Así, cuando en el lavadero una hermana, sin fijarse, la salpicaba con agua sucia, no veía en ello mas que una ocasión excelente de mortificarse ofrecida gratuitamente por la Divina Providencia. Y por desagradable que fuese, se instalaba con gusto en aquel lugar donde, según ella, se le servían a tan poca costa preciosos tesoros.
No pedía hacer más de lo que exige la Regla. Pero, en todo lo que ésta prescribe, se había impuesto ir siempre hasta el límite de sus fuerzas antes de quejarse. Era uno de sus principios, y aun tenía otro que era tomar para ella todo lo que había de más penoso y menos bueno, mirándolo como la parte que naturalmente le correspondía. Con estos dos principios no había necesidad de buscar fuera de la vida común ocasiones de penitencia. Era tener la puerta abierta de par en par al heroísmo. ¡Y cuantas veces franqueó su umbral! Pero era el heroísmo oculto, sin brillo ni ostentación, el que su corazón prefería a todos los demás, porque, precisamente, era sin ostentación y llevaba la señal, tan preciosa a sus ojos, de la sencillez.
De aquella bella sencillez, que hacía el encanto de su conversación, la Santa no se separó hasta el fin. Y como un día se le preguntase de qué modo se le debía llamar cuando estuviese en el cielo: “Llámenme Teresita”, contestó humildemente.
Alguien agregó: “Nos mirará desde el cielo, ¿verdad?”
Con la misma sencillez respondió: “No, YO BAJARÉ” (Consejos y Recuerdos)
Ella ha bajado, en efecto, no una sola vez, sino que, dando fe a graves testimonios, ha bajado centenares y centenares de veces siempre sencilla y dulce y siempre bienhechora. Baja, no siempre para mostrarse, sino para traer a la tierra los beneficios de Dios. Ha sido fácil reconocerla, porque tiene ahora su manera de hacer el bien como en otro tiempo la tenia de santificarse; hasta en su manera de esparcir su “lluvia de rosas” se reconoce la amable sencillez de su alma de niña.
Y esto no es sorprendente. Porque del mismo modo que la gracia perfecciona la naturaleza sin destruirla, así la gloria estabiliza para siempre a las almas en el estado y clase de perfección en que las encuentra cuando las corona. Por ese motivo, en el cielo, “Teresita” no ha cesado de ser “Teresita” y ha querido que se sepa.
Por su parte, la Iglesia, consagrando oficialmente su triunfo, no ha hecho más que consagrar la forma misma de su virtud. Así la que ha llegado a ser Santa no sabrá olvidar que fue un alma pequeñita.
Es porque bajo los rayos de gloria que iluminan ahora su frente, Santa Teresita del niño Jesús permanece y permanecerá siempre, por los siglos de los siglos, lo que ella ha sido, aquello sin lo cual no sería ya ella misma “Teresita”.
Ella ha prometido bajar. Que le plazca, pues, inclinarse con bondad hacia cualquiera que lea estas líneas y le arrastre en pos de sí en su “caminito”, verdadero camino real por donde corren las almas desde que el amor ha dilatando su corazón. Y que de este modo aumente cada día el número de las almas pequeñitas. ¡Que las abrase de divina caridad!
¡Que las transforme en amor! ¡Que, en fin, conforme a su promesa, conduzca delante de la Trinidad bienaventurada, una legión de víctimas pequeñitas, verdaderamente dignas del “Amor misericordioso de Dios!”
Semillitas al Señor  
  "Así como el sol alumbra a los cedros y al mismo tiempo a cada florecilla en particular, como si sola ella existiese en la tierra, del mismo modo se ocupa nuestro Señor particularmente de cada alma, como si no hubiera otras. (Manuscrito A, 3 r°)
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Vos obráis como Dios, que nunca se cansa de escucharme cuando le cuento con toda sencillez mis penas y mis alegrías, como si él no las conociese... (Manuscrito C, 32)
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Puedes, por lo tanto, como nosotras, ocuparte de "la única cosa necesaria", es decir, que aun entregándote con entusiasmo a las obras exteriores, tengas por único fin complacer a Jesús, unirte más íntimamente a él. (Carta 228)
 
El Señor y los corazones...  
  ¡Ah, qué verdad es que sólo Dios conoce el fondo de los corazones!... ¡Qué cortos son los pensamientos de las criaturas!... (Manuscrito C, 19 v°)
 
El Señor Es ternura...  
  Al entregarse a Dios, el corazón no pierde su ternura natural; antes bien, esta ternura crece haciéndose más pura y más divina. (Manuscrito C, 9 r°)
 
El Señor esta siempre con nosotros...  
  cielo que le es infinitamente más querido que el primero: ¡el cielo de nuestra alma, hecha a su imagen, templo vivo de la adorable Trinidad!... (Manuscrito A, 48)
 
Santo Rosario  
   
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